lunes, 30 de noviembre de 2015

DEBACLE DEL TRANSVERSALISMO


La asombrosa peripecia del llamado procès catalán desde la nada hasta las cimas de la miseria infinita, ha cubierto una nueva etapa con la asamblea de la CUP en Manresa y la enésima negativa a investir a Artur Mas como president de la Generalitat. No hay novedad por ese flanco. Todas las opciones siguen abiertas, ha dicho Antonio Baños, y habrá que seguir negociando.
No todas las opciones siguen abiertas, sin embargo. Solo queda en pie la incógnita de la presidencia, pero la epopeya de tot un poble en pos de la libertad ha escrito ya su último capítulo.
En los libros de teoría política se define el populismo a partir de la aparición de una clave transversal que cortocircuita el eje derechas/izquierdas como relato de la acción política y lo sustituye por un ideal simplificador, con un gran atractivo de masas, que se coloca en primer plano para erigirlo en proyecto unificador de las distintas capas sociales y de sus expectativas. Ernesto Laclau estudió el fenómeno a partir del peronismo en Argentina, y Pablo Iglesias armó un proyecto en nuestro país basado en la oposición, no entre la derecha y la izquierda, sino entre la casta y la gente.
Parece, sin embargo, que en el trayecto hacia las elecciones le ha robado la cartera un mozalbete capaz como él de dominar la escena mediática y que presenta un discurso igualmente simplista, pero inequívocamente de derechas. De derechas “modernas”, entiéndase por tal apelativo lo que se quiera entender. El transversalismo atrápalo-todo ha mostrado unas limitaciones claras. A pesar de la ambigüedad del programa que esgrimía, sus votantes y sobre todo sus adversarios han acabado por confinar a Podemos en el territorio bien conocido y acotado de la izquierda política.
Mientras tanto, el tremendo impulso populista arrancado desde algunas organizaciones de la llamada sociedad civil catalana, ha llevado la aspiración a la independencia al punto máximo que podía alcanzar el transversalismo como principio motor de la política. El derecho a decidir ha sido aceptado unánimemente. El Estat propi es harina de otro costal, porque un Estado no es un envoltorio, una senyera estelada, sino un complejo de contenidos. Y es inevitable que, al discutir esos contenidos, afloren las contradicciones aparcadas y los conflictos ocultados apresuradamente bajo la alfombra. Estaba cantado que Andreu Mas-Colell y Anna Gabriel no coincidirían en nada, la cosa no se remedia con un reparto equitativo de consejerías, o de ministerios en un flamante Estado virtual.
¿De qué nos extrañamos, entonces, y por qué se acusa a la CUP de frustrar un sueño compartido por todo un país? La CUP está tratando de concretar su propio sueño de país, el que ha refrendado en las urnas el voto que la legitima. La CUP nunca ha estado “junta por el sí”. Si esa realidad, patente, no travestida en ningún momento a lo largo de todo el procès, ha sido pasada por alto o minimizada por los pilotos y los contramaestres del viaje a Ítaca, está suficientemente claro quién tiene la culpa principal del desaguisado que ahora se está poniendo de manifiesto.
Tiende a omitirse, o a olvidarse, la pluralidad de Cataluña, el carácter profundamente mestizo del país concreto. Un país calificado de “rico” desde una perspectiva macroeconómica comparativa, pero no hay mentira más grande que la macroeconómica. Cataluña está atravesada por desigualdades hirientes, por conflictos abiertos y por un muy intenso malestar de fondo. Vean ustedes el mapa de la intención de voto en las elecciones generales, que aparece hoy en La Vanguardia. Ni hay unanimidad, ni hay hegemonía. La solución del puzle catalán no llegará de la próxima asamblea de la CUP. Tampoco, conviene aclarar, de una hipotética reforma de la Constitución española. La ley no arregla nada de por sí, su virtud es en todo caso la de dar forma jurídica a un arreglo social ampliamente consensuado, al que se ha llegado previamente.
 

domingo, 29 de noviembre de 2015

SOBRE LA FORMACIÓN DE LOS DIRIGENTES


Presten atención al artículo de Clara Blanchar en El País Cataluña (1). El éxito electoral de las candidaturas progresistas a los municipios ha diezmado la primera línea de mando de los movimientos sociales. Está costando superar el impacto de la marcha a tareas institucionales de tantos activos. La cara positiva de ese trasvase es la de poder contar con un poder municipal más sensible a las urgencias sociales; la cara negativa, la necesidad de una recomposición nada fácil en el organigrama de los movimientos. En la PAH hablan de «momentos de caos y desánimo» después de la marcha de Ada Colau; en la FAVB de Lluís Rabell, de la necesidad de «asumir más horizontalmente unas cargas de trabajo de compañeros que hacían mucho trabajo.» Los cabezas de lista no se fueron solos, se llevaron consigo buena parte de su intendencia, y el grupo dirigente quedó muy mermado.
Nunca ha sido fácil la dialéctica entre las bases de los movimientos (para el caso, también de las organizaciones políticas y sindicales) y los grupos dirigentes. En lo que se refiere a la dirección de los procesos, se tiende demasiado a confiar en la espontaneidad de la selección natural. Para emplear una comparación facilona, en el momento en que se plantea la necesidad objetiva de descubrir América, se supone que por alguna parte aparecerá un Cristóbal Colón visionario que asumirá sin remilgos la tarea y movilizará al efecto a muchos hermanos Pinzones, navegantes expertos pero a los que jamás se les habría pasado por la cabeza la idea peregrina de cruzar el mar Tenebroso.
Bien, aquello fue cosa de un proyecto lineal y de un solo viaje de descubrimiento. En la vida y en la política actual los proyectos se multiplican y los trayectos se entrecruzan. Resulta absurdo confiar en que un “mercado” de talentos suministrará de forma espontánea el número suficiente de “personalidades” capaces de proceder a la resituación de una política ambiciosa de izquierdas capaz de cohesionar a las fuerzas sociales en torno a grandes objetivos comunes y de proceder a una refundación drástica de las organizaciones, a efectos de reorientar su posición en relación con los puntos cardinales de esa nueva política. Es casi tan difícil como que el burro flautista atine de pronto con la melodía, a fuerza de soplar. Pueden pasar siglos antes de que se dé la conjunción deseada.
Pero a lo más que llegamos es a prever el funcionamiento de escuelas de navegación para Pinzones. Nadie se ocupa de formar Colones con vistas a futuros descubrimientos. Antes esa función la cumplían, bien que mal, los partidos de masas. Pero los partidos de masas fueron los primeros en entrar en crisis, antes de que lo mismo ocurriera con todo lo demás. Jordi Mir, experto en movimientos sociales de la UPF, apunta «sin cuestionar los perfiles» a «procesos de selección más públicos». Me parece una reflexión importante en sí misma y también, para utilizar una expresión tomada del deporte del rugby, una «patada a seguir».
 


 

viernes, 27 de noviembre de 2015

LA SANGRE DESTELLANDO


Se anuncian manifestaciones contra la guerra. La guerra, una vez más. ¿Hay alguna forma humana de frenar el sospechoso celo de las cancillerías en promover una nueva cruzada contra un nuevo infiel? Hollande y Putin se han hecho el selfie juntos, sin aparcar no obstante sus diferencias sobre Assad; Merkel, Obama y Renzi implementan los oportunos estadillos de hombres y de material, y clavan más banderitas de bases aéreas aliadas en el mapa. Mariano Rajoy responde a la gallega de momento, pero da buenas esperanzas de contribuir con ayudas tangibles a la escalada bélica una vez pasada la ordalía del 20 de diciembre (Dios mío, ¿seguirá habiendo algo que escalar en Siria después del 20D?)
Vuelve a insistirse desde los medios informativos en la perfecta seguridad de que gozará durante los bombardeos la población civil inocente, gracias a la selección cuidadosa de los objetivos militares y a la puntería infalible de las bombas inteligentes (ese oxímoron). Pero a las pruebas nos remitimos: la penúltima, aquel hospital afgano de Médicos Sin Fronteras.
¿Y qué?, dirá sin duda la Opinión. Una cruzada no es asunto para tiquismiquis. La tónica en estos asuntos la dio hace ya algunos siglos Simón de Montfort después de tomar Béziers, aquel nido de albigenses. Sus capitanes le preguntaron cómo debían comportarse con la población. Todos tenían el mismo aspecto, cómo distinguir entonces a los buenos cristianos de los herejes redomados. «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», fue la respuesta. El precedente creado por tal sentencia ha seguido vigente en la jurisprudencia de los tribunales internacionales para todas las cruzadas y en contra de todas las fes.
Las grandes gestas derivan por lo general en baños de sangre. Les ocurre a los cruzados como a las mesnadas de Mio Cid, según nos cuenta el Cantar: tanta carne moruna sajaban las espadas en su ir y venir, que la sangre les chorreaba por el brazo: «Por el braço ayuso la sangre destellando.»
Vistas desde una perspectiva histórica, es decir templada, tantas matanzas han venido a tener un efecto contraproducente. Los romanos se empeñaron hace veintiún siglos en acabar con la chusma de adictos a una nueva secta judaica, hicieron sus correspondientes redadas policiales en los chamizos de los suburbios miserables de la capital del imperio, y mandaron a los convictos al circo, para alimento de leones y disfrute de un público selecto. La patrística ha legado a la posteridad el resultado de una práctica tan higiénica y de buen tono, con una fórmula inapelable: «La sangre de los mártires es semilla de nuevos conversos.»
No aprendemos nada de la historia.
 

jueves, 26 de noviembre de 2015

ESTADO Y MERCADO


En una de sus frecuentes poses de botafumeiro del sentido común, nuestro inefable presidente del gobierno ha declarado como hecho incontrovertible que «un plato es un plato y un vaso es un vaso». Ni el mismo maestro Pero Grullo lo habría expresado mejor.
Con todo, no necesariamente las verdades de Pero Grullo siguen siendo verdades siempre. Se contaminan, mutan, se metamorfosean, se hinchan o se adelgazan hasta el extremo de resultar irreconocibles al paso del tiempo. Es lo que ocurre con el par de conceptos que dan título a este ejercicio de redacción. Uno se sentiría tentado a afirmar “marianistamente” que el estado es el estado y el mercado es el mercado. Sin embargo, si nos plantamos en una perspectiva histórica como si fuera lo alto de un cerro, y nos servimos de un catalejo de largo alcance, bien podemos llegar a sostener la opinión contraria. A saber, que el estado no es el estado y el mercado no es el mercado. Como poco, que ninguno de los dos es el que solía. Me explico.
Para empezar, existe una correlación histórica significativa entre el nacimiento del mercado  y el del estado, en la acepción moderna de ambos conceptos. En la Baja Edad Media, una época en la que las fuerzas productivas se habían desarrollado más allá de una pura economía de subsistencia, y los excedentes agrícolas y la oferta de los artesanos empezaban a requerir la atención a una demanda ya no limitada al entorno comarcal y a los mecanismos de trueque, las grandes ferias celebradas anualmente en ciertas ciudades europeas dieron la pauta de una expansión económica potencialmente importante, aunque perjudicada por la inseguridad en un doble sentido: el azar de los caminos por tierra y por mar, más los peligros del bandolerismo y la piratería, de un lado; y de otro, la falta de un patrón monetario que facilitara los intercambios. Existía el dinero, sí, pero su valor era intrínseco: la ley del metal, oro o plata, con el que estaba acuñado.
La necesidad de disponer de un mercado al que concurrieran las distintas partes interesadas desde tierras lejanas y sin el embarazo de grandes cantidades de numerario, incómodas de transportar y más incómodas aún como objeto oscuro de la codicia ajena, fue uno de los motores principales del nacimiento del estado moderno. Los príncipes, indolentes de por sí, hubieron de empezar a ocuparse de los temas de policía en toda la extensión del territorio, y también de ordenar y legislar sobre el comercio interior y exterior, los entresijos del crédito y la letra de cambio, el aseguramiento preventivo de las mercancías, y los baremos de cambio internacionales de las distintas monedas, en función ya no de su valor metálico sino del respaldo que recibían de los poderes centrales.
No hace falta ahondar en esta historia, que por otra parte está impresa en numerosas obras de autores mucho más cualificados que yo. Baste afirmar que existe una correlación directa entre el nacimiento del mercado más allá de los límites locales, y el del estado como proceso de ordenación y regulación económica, también centralizado. Es más, fueron los mercados más activos y dinámicos los que impulsaron un proceso robusto, que antes no existía, de igualdad tendencial de los ciudadanos ante la ley y de participación de todos en la cosa pública. Puede afirmarse que también la democracia, en el sentido moderno del término y al margen de sus antecedentes helénicos, nació del mercado. En la Edad Moderna, Inglaterra y los Países Bajos fueron los grandes adelantados en los dos terrenos, el del comercio internacional y el de las instituciones democráticas. Ambos países iniciaron en ese momento una política colonial de rapiña de las materias primas que les eran indispensables para crecer, es cierto; pero eso no es óbice para seguir sosteniendo lo anterior, y para entender que el espíritu nuevo del capitalismo iba unido a un rigor ético inspirado en la doctrina protestante que identificaba la predestinación con el éxito mundano en los negocios. En los reinos de observancia católica, lo que privó fue el absolutismo, no la democracia. El mercado, institución claramente privada y burguesa, no tuvo un desarrollo adecuado, y el poder se concentró en la corte con las catástrofes aparejadas que nos cuentan los libros de historia. En Francia la cuestión de las finanzas del Estado no empezó a arreglarse hasta que Jean-Baptiste Colbert, un burgués, se hizo cargo de las cuentas de Luis XIV, un bandarra. En España los monarcas austracistas fueron de bancarrota en bancarrota, y su incapacidad para pagar con regularidad a sus famosos Tercios desde una hacienda mínimamente saneada les hizo perder una tras otra sus posesiones europeas (luego también las americanas y africanas), a pesar de contar con el oro de las Indias esquilmadas.
El mercado, por consiguiente, una institución privada basada en el encauzamiento ordenado de los distintos egoísmos individuales, tuvo un efecto nivelador y altamente beneficioso en el ámbito público, al propiciar una mayor participación y cohesión social. Condición necesaria para ello fue su dependencia de un orden jurídico estable y más o menos imparcial, impuesto por el estado, que actuaba como garante del libre juego de la concurrencia de voluntades contrapuestas. El mismo concepto de fair play entre los concurrentes arbitrado desde un estado imparcial (si entendemos el término de forma bastante relativa), es aplicable al mercado de trabajo. La Norma preside el libre juego de las partes concurrentes, y garantiza tanto su igualdad teórica como la efectividad del resultado que se alcance en la negociación. En este sentido, el mercado reglamentado se opone frontalmente al poder desproporcionado y al puro arbitrio de una de las partes que interactúan en el mismo.
Hay un momento histórico en que el estado y el mercado como instituciones reguladoras de la vida económica y social empiezan a contaminarse de otras realidades y a desdibujar sus características iniciales. Se produce en el contexto de la segunda posguerra mundial. El estado ha emergido durante el conflicto como protagonista de una economía dirigida de forma primordial al sostén del esfuerzo bélico, en tanto que el mercado ha quebrado por completo. Los resultados en términos de incremento de la producción resultan tan asombrosos que toma cuerpo – en Inglaterra en primer lugar – la idea de prolongar la inercia del esfuerzo común en aras de la reconstrucción y el desarrollo del país. La idea de una economía de mercado empieza entonces a ser sustituida por el nuevo concepto de la planificación, que se extiende tanto en el mundo llamado libre como en el ámbito del socialismo real.
Se produce entonces una deflación del mercado y una inflación del estado en el terreno de la economía. El desarrollo se programa, el estado es el primer empresario, los sectores estratégicos están nacionalizados. Sobreviene de forma simultánea en este contexto el triunfo irresistible de otra corriente de fondo que viene actuando desde tiempo antes: la nueva economía estatal viene a ajustarse a las ideas de la “organización científica del trabajo” propugnada varios decenios antes por el ingeniero F.W. Taylor. Con el taylorismo, también el trabajo pierde las características que lo hacían reconocible (el trabajo implicaba, en sus preparativos y en su ejecución, un propósito. En el nuevo orden de la fábrica mecanizada, los asalariados trabajan fragmentariamente, sin un propósito unificador ni un sentido inteligible de su actividad espasmódica y agotadora).
El estado omnipotente y omnipresente se compromete a hacerse cargo de todo, en esas circunstancias; él es quien pasa a ordenar e incluso “crear” la vida social, quien provee de bienestar (fuera de la fábrica) a la ciudadanía, quien paga sin rechistar todas las facturas. Algunos teóricos poco sensatos aventuran hacia los años sesenta un parto indoloro del socialismo mediante una transición pacífica a partir de lo que llaman, utilizando de forma bastante alegre una categoría acuñada por Lenin, el «capitalismo monopolista de estado».
Después, mediados los años setenta, la burbuja del estado estalla de pronto, con la aparición de la crisis energética. Empiezan las privatizaciones, y el desprestigio creciente de lo público. Ya no hay quien se haga cargo de las facturas del bienestar. El mercado vuelve entonces por sus fueros. Pero ya no es el mismo de antes, de la misma forma que el estado hipertrofiado no era el agente de policía del orden público y el árbitro imparcial de los conflictos sociales. Ahora un mercado prepotente pretende imponer sus propias leyes, tanto a quienes concurren a él, como al mismo estado. Se teorizan unas leyes internas e intocables, una especie de “derecho natural” del mercado que asegura el equilibrio y el desarrollo económico de quienes se ajustan a sus mandatos.
Ahí, en esa ideología de cuño reciente, se centra la dialéctica entre las dos instituciones en las circunstancias actuales. La gran diferencia entre el primer liberalismo de Adam Smith y el neoliberalismo que prospera ahora mismo en el mundo occidental, es que entonces el mercado se sujetaba a una ley dictada por el estado, y reconocida por todas las partes; mientras que ahora es el mercado el que dicta su ley inapelable tanto a las partes concurrentes como al estado.
Pero al estado se le atribuyen además desde siempre otras funciones: es el garante tradicional del orden jurídico, el depositario legítimo de la soberanía popular. De modo que la ley intangible del mercado global, al sujetar a su soberanía propia la del estado, compromete de paso todas las estructuras democráticas.
Este es el impasse en el que nos encontramos. Trabajo, estado y mercado son conceptos muy heterogéneos y situados en niveles diferentes. Con todo, existe una correlación indudable entre ellos. La gran derecha financiera ya tiene una solución para todas las incógnitas: según ella solo los más aptos, es decir los más ricos, están llamados a sobrevivir.
Le toca mover ahora ficha a la izquierda, que en el tablero de ajedrez armado por el establishment político-financiero, ha quedado en jaque.
 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

SOLIDARIDAD


De la solidaridad escribió Friedrich A. Hayek que es «un instinto heredado de la sociedad tribal» (en Derecho, legislación y libertad, tomo 2: “El espejismo de la justicia social”, 1976). Este precursor ilustre de la moderna gobernanza alfanumérica de los asuntos humanos ya había dejado sentado que la democracia es un estorbo para las decisiones realmente importantes, y que el desiderátum para la humanidad es la instauración a escala mundial de un «orden engendrado por el ajuste mutuo de numerosas economías individuales por medio de un mercado.»
Después de una breve ojeada al estado presente de la comunidad internacional, cualquiera diría que, efectivamente, estamos en ello. Hayek vio recompensados sus beneméritos estudios con el premio Nobel de Economía en 1974. No se apresuren a arrojar la primera piedra sobre don Alfredo y sus albaceas testamentarios del comité Nobel, ellos no tienen nada que ver con el desaguisado. El “Nobel” de Economía lo instituyó por su cuenta el Banco de Suecia en 1969. Así las gastan los banqueros y los economistas.
Pues bien, no va a quedar más remedio que regresar con urgencia a la sociedad tribal y a su aguzado instinto de supervivencia, si queremos evitar las consecuencias que van aflorando a la superficie a partir de ese “ajuste mutuo” de la suma de egoísmos individuales. El desmantelamiento de las instituciones del Estado social, la burbuja financiera, el deterioro acelerado de la naturaleza y el clima, el empobrecimiento masivo de grandes capas de población de los países avanzados y la condena sin remisión a la miseria de todo el bloque de naciones que antaño fue conocido con el nombre de Tercer mundo, son, todas ellas, llamadas de alerta a nuestra conciencia suficientemente claras y apremiantes.
Es necesario hoy volver a la lógica de la solidaridad, contra la lógica del beneficio. A la democracia como norma universal de gobierno, frente a la gobernanza global regida por unos “sabios” que se invisten a sí mismos con poderes que nadie les ha delegado.
Combatir el terrorismo yihadista, por ejemplo, no debería significar el exterminio de una “raza maldita” por medio de bombardeos inútiles, sino sentar colectivamente pautas igualitarias que aproximen entre sí a culturas muy diferentes, crear instrumentos internacionales que favorezcan un desarrollo equilibrado evitando en lo posible las azarosas migraciones masivas hacia occidente, y poner un freno eficaz a los excesos de un “mercado” que agita la opinión con el designio oculto de favorecer a una industria armamentista que, con la imparcialidad olímpica preconizada por Hayek, vende sus productos a tirios y troyanos simultáneamente, guiada solo por la lógica egoísta del beneficio.
No hacen falta más bombas en nuestro mundo, sino más instrumentos democráticos que favorezcan la coexistencia pacífica y la convivencia de culturas. Más justicia social, más integración, más sostenibilidad, menos depredación y mayor sensibilidad hacia los ciclos de la naturaleza y las condiciones en las que es capaz de reproducirse a sí misma.
Más solidaridad, en una palabra.
 

martes, 24 de noviembre de 2015

EL DESIGUAL DOLOR


El filósofo y maestro Víctor Gómez Pin ha publicado ayer en El País un artículo sobre el conflicto íntimo de muchos catalanes, que lleva por título “El dolorido sentir”. Es, en efecto, con dolor como llevamos muchos el zarandeo a que nos vemos sometidos desde la política por nuestro doble sentimiento de pertenencia irresuelto. En tanto que catalanes, deseamos ver a nuestra patria exaltada. En tanto que españoles, nos parece inconcebible la amputación traumática de una condición natural que forma parte indisoluble de nuestra personalidad y de nuestra cultura.
De ahí ese dolor íntimo, que no tiene de momento alivio ni solución. Gómez Pin ha acertado al utilizar, para describir el desasosiego existencial generado por una disyuntiva tremenda, unos versos de un poema clásico sobre el sentimiento de pérdida. Nemoroso, en la Égloga primera de Garcilaso de la Vega, llora la pérdida de su amada Elisa (“Elisa, vida mía”; también Carlos Saura recurrió a Nemoroso para dar título a una de sus obras cinematográficas más personales). Dice así el pastor de las riberas del Tajo, y repite Gómez Pin sus palabras: «El desigual dolor no sufre modo. / No me podrán quitar el dolorido / sentir, si ya del todo / primero no me quitan el sentido.»
Los catalanes reivindicamos una singularidad que no me atrevo a llamar histórica, por la banalidad con que suele recurrirse a este adjetivo, y que desde luego no es cuantificable económicamente (¡qué frecuente sigue siendo en nuestros días la vieja necedad de confundir valor y precio!). Y esa reivindicación viene siendo menospreciada y ninguneada repetidamente desde las alturas de un poder uniformizador e intolerante: «Que se aguanten, aquí todos somos iguales.»
Pues no, no somos iguales. No en ese sentido. Y al mismo tiempo, tampoco somos definitivamente “otros”, no tragamos el cliché de una España madrastra al estilo Blancanieves, que “nos roba” y pretende asfixiarnos.
Así pues, nuestro desigual dolor “no sufre modo”. Gómez Pin apunta que no podrá haber sutura al desgarro de Cataluña sin una «apuesta» tal, que «una y otra parte se expongan realmente, asumiendo la posibilidad de sacrificar algo profundo.»
La formulación es ambigua. Estamos de hecho, ya, sacrificando algo profundo, y sin embargo cualquier posibilidad de sutura nos aparece lejana. Entiendo que el filósofo alude con ese mensaje final a la necesidad de retirar algunas líneas rojas, de una y otra parte, y de salir a campo abierto desde la trinchera de cada cual, para ir aproximándonos todos a alguna fórmula de convivencia que tenga como base imprescindible, ya que no otra cosa, el respeto mutuo. En la confianza de que más adelante el roce acabe por engendrar un cariño ahora enteramente ausente, de una parte y de otra.
 

lunes, 23 de noviembre de 2015

ASIMETRÍA DE GÉNERO


Uno tras otro, los indicadores estadísticos revelan una realidad consistente: en España, las mujeres están siendo expulsadas del mercado de trabajo. Los datos de la última EPA muestran una caída de la población activa de 116.000 personas, entre los meses de julio a septiembre pasados. El dato es malo en sí, pero el desglose por géneros es catastrófico. La distribución ha sido la siguiente: varones, +5000; mujeres, –121.000. Recordemos que la población activa incluye tanto a empleados como a desocupados inscritos en las listas del INEM; es decir, tanto a las personas que tienen un empleo como a las que aspiran a tenerlo.
Señala Alicia Rodríguez de Paz, al analizar estos datos en La Vanguardia (1), que la sangría de mujeres que se dan de baja de las listas no obedece ni a un diluvio de jubilaciones anticipadas ni a la emigración a otros países en busca de oportunidades de empleo que no encuentran aquí. En su mayoría se trata de mujeres con estudios medios o superiores, y de edades comprendidas entre los 25 y los 44 años. Mujeres en sazón, tanto desde el punto de vista biológico como desde el de los saberes y experiencias profesionales, que han tomado la opción de vivir con los ingresos aportados por el marido y dedicar su tiempo al hogar y al cuidado de los hijos y/o los familiares dependientes.
Se trata de una opción racional, basada en un cálculo de conveniencia. En ese cálculo entra en primer lugar la hostilidad extremada de las estructuras actuales del empleo hacia la biología de la mujer, como ya he mencionado en alguna ocasión en este mismo blog. Estas estructuras tienen, según quienes teorizan en positivo el estado de la cosa, la característica de la “flexibilidad”; pero se trata de una flexibilidad que afecta en exclusiva al dador de empleo. Este puede libremente contratar y despedir, por tiempo cierto o incierto, y cambiar a su gusto los horarios, los turnos, las pausas y los periodos de inactividad por exigencias de la producción. Para la segunda parte contratante del contrato de trabajo, lo que se exige es una subordinación ciega a tales exigencias, una disponibilidad ilimitada de 7 días x 24 horas, y una prioridad absoluta de la esfera laboral sobre la vida privada.
Es un desafío en el que las mujeres tienen un hándicap insuperable para competir. E incluso, cuando están dispuestas a intentarlo, la recompensa es por lo general magra. Los niveles salariales medios actuales son inferiores en un 31% para las mujeres respecto de los varones.
Entonces, en segundo lugar, los recortes drásticos efectuados por las distintas administraciones en servicios sociales de tipo asistencial han empujado al alza la factura pagada por las familias por recurrir a ayuda externa en este terreno (guarderías, asistentes, enfermeros, residencias de tercera edad, centros de día). Esta doble lógica, que favorece el empleo del varón frente a la mujer y hace que a esta no le compense emplearse ni siquiera para contar con un ingreso suplementario como “trabajador añadido” en la unidad familiar, es lo que explica la retirada masiva de las mujeres de la competencia por un puesto de trabajo.
Se está configurando de esta manera perversa una sociedad esquizofrénica, formada por una suma de vidas demediadas: el trabajo asalariado (cuando lo consiguen) es para los varones, a cambio de una disponibilidad absoluta y de la renuncia a cualquier otra aspiración vital; y las mujeres se ven imposibilitadas de desarrollar su potencial creativo y reducidas al trabajo ímprobo y no remunerado que se define con la etiqueta de “labores del hogar”.
Àngels Valls, profesora de Esade, señala en el artículo antes citado que esta estructuración peculiar del empleo es «la semilla de la pobreza que sufriremos dentro de unos años.»
A menos que seamos capaces, entre todos, de remediarlo en breve plazo.
 


  

sábado, 21 de noviembre de 2015

APUNTES SOBRE TECNOLOGÍA Y EMPLEO


Algunas opiniones culpan de los actuales índices desaforados de desempleo a la revolución tecnológica derivada de la introducción masiva en los procesos productivos de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC).
 Es cierto que nos encontramos bajo un nuevo paradigma en lo que respecta al modo de producción en los países avanzados. Los mandamientos fundamentales del paradigma anterior, el fordismo, han quedado ampliamente obsoletos. Recordemos cuáles eran esos mandamientos: producción concentrada en grandes unidades fabriles; mecanización y fragmentación de las tareas; jerarquización extrema del proceso mediante una cadena de mando que operaba desde presupuestos “científicos” y una fuerza de trabajo rígidamente subordinada, indiferenciada y “fungible” en el sentido de la posibilidad de reemplazo inmediato de cualquiera de sus unidades sin merma de la productividad del conjunto. Y como contrapartida, estabilidad en el empleo, salarios relativamente altos, compensaciones extrasalariales importantes (guarderías, campos de deportes, comedores, economatos, patronatos de viviendas), y protagonismo destacado de los sindicatos en la determinación de las condiciones de trabajo, en particular en los temas de salario, jornada, seguridad e higiene y formación permanente.
No es el nuevo escalón tecnológico, sin embargo, el responsable del desastre ocurrido en la situación actual del empleo, cuando el conjunto asalariado ha quedado dividido en tres grandes porciones más o menos equivalentes desde el punto de vista numérico: quienes tienen empleo estable, quienes forman parte del precariado y quienes han quedado excluidos de forma más o menos definitiva del “mercado de trabajo” (mayoritariamente mujeres y jóvenes marginados del aprendizaje de las nuevas técnicas).
Existe sin duda una relación entre los dos fenómenos, pero no es tan directa como podría suponerse. Hay por lo menos otros dos factores principales a considerar: uno de orden ideológico, el ultraliberalismo que desplazó desde el Estado al Mercado el centro de gravedad de la organización normativa del mundo contemporáneo; el otro, de orden geopolítico, el colapso de la superpotencia soviética con la caída de cuantos muros y telones de acero señalaban los límites de dos esferas de influencia distintas, de tal modo que pudo nacer y concretarse la idea, antes inconcebible, de un mercado global.
Se dio una simultaneidad sorprendente de los tres procesos citados. Simultaneidad relativa, claro. En el nivel tecnológico, la primera interconexión entre dos computadoras tuvo lugar, en Estados Unidos, en el año 1969, pero la entrada en el dominio público de la WorlWide Web (www), el internet en la forma en que hoy lo conocemos, data de 1993. Exactamente, del día 30 de abril. En el nivel ideológico, Thatcher y Reagan empezaron a cuestionar el mantenimiento de unos derechos sociales consolidados y a promover la desregulación de los mercados de trabajo ya en los años setenta, pero sus ideas no tuvieron un impacto apreciable en la legislación de los países comunitarios europeos hasta las postrimerías del siglo XX. Ni que decir tiene que para entonces el hemisferio llamémosle occidental había asimilado ya plenamente el impacto de la implosión y posterior derrumbe de la URSS, con la sensación concomitante de que, desaparecidas las grandes fronteras geoestratégicas, todo era ahora posible en un mundo global.
La forma en que las culminaciones de los tres procesos, diferenciados por su origen, su naturaleza y su trayectoria histórica, vinieron a coincidir en unos años precisos, supuso una aceleración extraordinaria de la dinámica de la globalización, que avasalló literalmente los frenos y los contrapesos que las legislaciones estatales o internacionales podían oponer a su galope desbocado. La rapidez fulminante de su victoria ha hecho sospechar a los adeptos de la teoría de la conspiración que una “eminencia gris” maquiavélica tiró de los hilos correspondientes y puso en marcha todo el complejo tinglado. Yo no lo creo. Contra la teoría de que los think tanks del capitalismo se comportan como un maestro de ajedrez, que sacrifica una pieza con la intención de dar jaque mate siete jugadas más adelante, entiendo que su actitud se parece más a la del jugador de póquer que, cuando la suerte pone en sus manos una buena baza, apuesta tan fuerte como le permiten sus posibilidades.
Las oportunidades surgidas de la nueva instantaneidad de la información y las comunicaciones, y de la génesis de un mercado global (mercado de mercancías, mercado financiero, de futuros, y mercado de trabajo también) que traspasa con nitidez las fronteras estatales, ha conducido a la financiarización de la economía y a una burbuja financiera correlativa de proporciones inmensas. La burbuja estalló en 2008, pero las ideas de la financiarización y la globalización siguen en pie, con repercusiones graves en el empleo, tales como la deslocalización de unidades productivas en busca de lugares donde la legislación social es más “permisiva”, o la externalización de tareas por parte de la empresa-madre hacia otras subcontratadas o hacia falsos autónomos, rompiendo la unidad de propósito y la proporción en los niveles de retribución entre unos y otros componentes de lo que en tiempos había sido una plantilla única y ahora es un conglomerado de situaciones diferentes y, colmo de la desgracia, con frecuencia enfrentadas entre ellas.
La enumeración de desafueros cometidos en el mundo del trabajo subordinado en nombre de la libertad de empresa en un mundo globalizado podría seguir indefinidamente. Se les puede hacer frente, sin embargo, desde una recomposición de los instrumentos jurídicos de los que están dotados los Estados democráticos y las instituciones internacionales, estas últimas no tan democráticas (en ocasiones, nada en absoluto). Para ello será necesario, en un momento de un gran desconcierto como es el actual, luchar por la idea de un orden internacional justo, basado en la equidad en los intercambios, y capaz de arrebatar la hegemonía intelectual a ese mítico 1% de la humanidad (probablemente no llegue a tanto) que acapara la parte del león de la riqueza mundial.
Pero esa es solamente una parte de la cuestión referida a las nuevas tecnologías y el empleo. La otra parte es menos visible y más difícil de remediar. El nuevo paradigma de la producción implica un trabajo de calidad, con mayor valor añadido incorporado. Es susceptible de proporcionar a los trabajadores asalariados una esfera más amplia de autonomía y de decisión, una responsabilidad nueva frente al producto que elaboran. Estas potencialidades están siendo ignoradas en una parte, y en otra parte desviadas hacia una “programación” del trabajador con el fin de obligarlo a reaccionar de forma instantánea (online) ante unos cambios de situación muy complejos que se suceden a velocidades vertiginosas. En lugar de una liberación de las ataduras del trabajo mecanizado y fragmentado, que era la característica de la fábrica fordista, lo que encuentra el trabajador de la era cibernética es una carrera de obstáculos que nunca culmina ni tiene final, y en la que consume todas sus energías sin disponer de un descanso adecuado (los horarios de trabajo son cada vez más gelatinosos e invasores), enterrando sus opciones de vida personal, y poniendo en peligro su equilibrio mental (el estrés, la depresión y las neurosis han entrado en este siglo por primera vez en el catálogo de riesgos laborales).
El sindicalista y pensador italiano Bruno Trentin fue uno de los primeros en advertir de la ambivalencia de las nuevas tecnologías, su potencial liberador de una parte, pero también el peligro de que comporten una esclavitud más profunda y rigurosa del trabajo heterodirigido. Trentin fue más lejos, al señalar como un error político fundamental de la izquierda, tanto de la “reformista” como de la “revolucionaria”, el haber aceptado, considerándola un elemento positivo, la “organización científica” del trabajo propuesta por el fordismo-taylorismo. Su tesis, que no ha tenido en la esfera de la política el eco que merecía, es que la izquierda – cuando menos – debe repensar el problema del trabajo para situarlo en el seno de la sociedad como una extensión natural de la personalidad y como un contenido esencial del ámbito de la libertad, más importante y significativo que el del poder político. Sobre Trentin y sobre el tema del trabajo en concreto son ya recurrentes las intervenciones en este blog y las que en el suyo ha ido desgranando José Luis López Bulla, traductor y comentarista significado de Trentin en nuestro entorno. Por lo que dispenso al lector de mayores precisiones.
 

jueves, 19 de noviembre de 2015

VIRGEN DEL AMOR, SOCÓRRENOS


Tengo la satisfacción de anunciarles que Nuestra Señora María Santísima del Amor podrá seguir luciendo en procesiones, romerías, saraos y otros festejos religioso-populares la medalla de oro al mérito policial que le concedió nuestro nunca bien ponderado señor ministro del Interior el pasado mes de febrero de 2014. Por tres votos contra dos, los magistrados de la sección quinta de la sala de lo Contencioso de la Audiencia Nacional han desestimado el recurso interpuesto por la asociación Europa Laica. Con ese nombre, estaba cantado que no les iban a hacer caso.
El honor que se le ha hecho a la Santísima es dudoso. Quizás, de habérselo preguntado a ella, contestaría que prefiere pasarse de medalla, puesto que, como madre de todos y dispensadora de amor por un igual, ha procurado siempre mantener una imparcialidad exquisita entre los agentes de la ley y los de la trampa; o incluso, en un asunto más vidrioso, entre los manteros subsaharianos que pueblan nuestras avenidas y quienes les reexpiden, en caliente o no, a sus países de origen. O todos moros, o todos cristianos, dicho de forma sucinta.
Vaya, que lo suyo no es ni la represión del contrabando ni el orden público. Y respecto de la inclinación de algunas sacras imágenes hacia los uniformes, ella se siente a considerable distancia del entusiasmo de Santa Bárbara, patrona del Arma de Artillería, o bien del de su tocaya la Virgen del Pilar, que no ha abdicado que se sepa de su voluntad secular de ser capitana de la tropa aragonesa.
Puesta a un lado tal salvedad, debe reconocerse que los señores magistrados han hecho encaje de bolillos en defensa del mantenimiento de la medalla. Para empezar, han declarado entender que el «destinatario real» de la misma no es la Virgen en sí, o sea in person, sino más bien la Cofradía de Jesús el Rico, muy vinculada a la policía.
Esta interpretación de los hechos se parece mucho al “donde dije digo digo Diego”. Si el destinatario real de la medalla era la cofradía, ¿por qué no se dio la medalla a la cofradía, y punto? Nadie se habría escandalizado, o para ser más exactos, nos habríamos escandalizado todos pero no más que en las circunstancias actuales, cuando quien consta con nombres y apellidos en el Boletín Oficial del Estado es Nuestra Señora Santísima del Amor, de profesión sus labores, con domicilio habitual en Málaga y sin vinculación conocida con la policía, a reserva de nuevas pesquisas probatorias.
En cualquier caso, vale la pena dejar constancia de la finura inobjetable de la argumentación jurídica esgrimida por los tres magistrados que compusieron la mayoría de la sección quinta de la Sala de lo Contencioso de la AN. Ellos no vieron ninguna irracionalidad o arbitrariedad por parte de la administración. Para ellos se trata en este caso de una «recompensa frente a acciones dignas de emulación, acciones no determinables de forma apriorística, y no es, en principio, revisable el ejercicio de tal potestad, salvo que se vulneren algunos de los elementos fiscalizables en toda potestad discrecional.»
Más claro, agua.
 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

TIEMPO DE CRUZADA


En otras épocas era el papa quien convocaba ordalías de este tipo al grito de «¡Dios lo quiere!», y los príncipes de la tierra enviaban sus huestes a Tierra santa en proporción a la extensión de sus dominios y el número y la excelencia de sus vasallos. Hay como un revival de Edad Media en el acatamiento ceremonial mediante el cual todo el arco político, incluidos los “nuevos” partidos emergentes, expresa su disposición incondicional a confiar en el por lo demás poco confiable gobierno de la nación, para que este contribuya a la santa alianza internacional contra la amenaza terrorista con las medidas oportunas de naturaleza militar y policial. De pronto ha vuelto a nuestros lares la unanimidad, y Raqqah es percibida como el adecuado contrapeso de París en la balanza de la justicia retributiva universal.
Mientras prosigue la esforzada labor pacificadora de los bombarderos, garantes según la Opinión – en mayúscula – de la construcción de un mundo más libre y próspero, me atrevo a rogarles que aparten por un momento la vista de los titulares de la prensa y examinen el siguiente párrafo. Corresponde a la página 304 del libro de Alain Supiot La gouvernance par les nombres (Fayard 2015), que desde hace un par de semanas vengo leyendo, subrayando y anotando. La traducción es mía.
 
«A esta explosión de las desigualdades y a la precarización de las condiciones de vida vienen a añadirse las guerras y las violencias que los medios atribuyen de forma generalizada a factores religiosos o identitarios, por más que se debe buscar sus causas profundas en el hecho – para citar la constitución de la Organización Internacional del Trabajo – de que “no existe paz duradera sin justicia social”. Los propios economistas del Fondo Monetario Internacional han reconocido esa correlación en un informe que alerta contra los efectos negativos del crecimiento de las desigualdades sobre la prosperidad económica (Jonathan D. Ostry, Andrew Berg, Charalambos G. Tsangarides, Redistribution, Inequality, and Growth, International Monetary Fund – Research Department, febrero 2014, 30 p.). Eso es cierto respecto de las revoluciones árabes, como lo ha mostrado Gilbert Achcar (Le peuple veut. Une exploration radicale du soulèvement árabe, Arles, Actes Sud, 2013, 431 p.), pero también respecto de la disolución de los lazos sociales en los suburbios más pobres de las grandes ciudades. En todo el mundo, el desempleo masivo y la pobreza son el caldo de cultivo de la dislocación de las estructuras familiares, de la delincuencia y de las “luchas por el reconocimiento” religiosas o identitarias.»
 
Serían deseables una unanimidad y una adhesión parecidas a la que ahora se está produciendo, referidas a la cruzada contra esta otra maldición, la de la pobreza y la desigualdad rampante. Una maldición menos bíblica por una parte, y susceptible por otra de soluciones que no precisan del recurso a artefactos destructores de consecuencias traumáticas también a largo plazo, tanto sobre las poblaciones supervivientes a las que se han aplicado como sobre el espacio natural que las soporta. De todo lo cual existen innumerables evidencias recopiladas y clasificadas en relación con algunos conflictos emblemáticos de nuestro tiempo, como los de Vietnam e Irak.
 

lunes, 16 de noviembre de 2015

ANTONI FARRÉS, VIVIR COMO PIENSAS


Angle Editorial publica un libro apasionante en el que Antoni Farrés i Sabater (1945-2009), el alcalde más emblemático de nuestra Catalunya democrática, veinte años al frente de Sabadell, cuenta su vida en primera persona. Se trata del contenido de siete casetes grabadas en el año 2000 para la serie de Biografías Obreras del Archivo Histórico de la CONC, gestionado por la Fundación Cipriano García. Fue el historiador Xavier Doménech quien pilotó el stream of consciousness con mano ducha, y Jordi Serrano ha añadido como introducción algunas notas sobrias sobre el trasfondo económico y social en el que se enmarcó una gran aventura personal y colectiva, y aclarado algunos pormenores inexactos que se habían difundido. El título: Antoni Farrés. Quan els obrers van assaltar l’Ajuntament.
Añado a las leídas una anécdota propia. Debe correr el año 83 u 84, no puedo precisar la fecha. Estoy en Sabadell para presidir un acto del sindicato. Toni me ha pedido que vaya un poco antes y me pase por el Ayuntamiento, porque quiere comentarme un problema. No recuerdo cuál era, en cualquier caso lo despachamos rápidamente y me pide que le lleve en mi coche al local del acto sindical, porque quiere asistir. Se excusa por la petición: su propio coche está inutilizado. “Como aquí todos nos conocemos, algún cabrón lo ha visto aparcado en la calle y se ha entretenido en destrozarme el parabrisas y hundirme el capó con un pedrusco. Hace una semana que estoy de peatón cuando no pueden llevarme de favor los amigos.”
Le pregunto por qué no ha llevado el coche al taller, y me dice que no tiene en este momento dinero para la reparación. Todo el mundo sabe que Toni no se está haciendo rico precisamente con su sueldo municipal. Le pregunto entonces por el seguro, y me contesta que no le cubre ese tipo de riesgo. Le digo si, tratándose de un claro “accidente” de trabajo, no puede hacerse cargo de la reparación el Ayuntamiento, y me contesta que jamás utilizará ese expediente para su beneficio personal.
Nos quedamos los dos callados mientras conduzco, y al final comento: “Sabes, Toni, no creo que exista ningún otro alcalde en este país que se encuentre en la situación en la que estás tú.”
Y él me contesta (todo lo anterior es reconstrucción memoriosa, propensa por tanto a olvidos y modificaciones; lo siguiente son sus palabras literales):
– Tengo una norma. O vives como piensas, o acabas pensando como vives.
Durante veinte años, hubo una identificación perfecta entre Antoni Farrés y la función que desempeñaba. Recibió propuestas tentadoras para ocupar otros cargos que, en el pensar común, suponían “ascensos” en su carrera, y las rechazó sin aspavientos. Farrés era Sabadell en la medida en que también Sabadell era Farrés. Elección tras elección, los votos mostraron esta realidad sin vuelta de hoja. Fue así hasta que Toni dijo “Basta”. Lo dijo él, Sabadell nunca lo habría dicho.
En el libro se recoge también el sarcasmo feroz que era capaz de desplegar, junto a una tossuderia imbatible, en las discusiones comprometidas. Un ejemplo: “Si se va usted a rasgar las vestiduras, lo único que puedo hacer es recomendarle un buen sastre.” Otro, indispensable la lengua catalana para apreciarlo en toda su riqueza, en la discusión de unos presupuestos municipales: «En aquest ajuntament els números admeten qualsevol combinació, però no miracles. La secció de marededéus trobades no la tenim.»  (Traducción libre: no podemos retorcer los números, tenemos en el ayuntamiento una sección de objetos perdidos, pero no de imágenes milagrosas encontradas.)
Recojo para terminar su opinión tajante sobre los secretarios de organización de los partidos (yo lo he sido, durante no mucho tiempo, es cierto, y bastante a contrapelo): «Los responsables de organización de los partidos tendrían que estar prohibidos, por un problema de higiene mental de las izquierdas.»
Si nos referimos a la organización como se solía considerar entonces, y si hablamos de los partidos como siguen siendo, creo, todavía ahora, y no como deberían ser, estoy de acuerdo con Toni.
 

domingo, 15 de noviembre de 2015

EN GUERRA


Los yihadistas de París sobrecargaron de símbolos su atentado. Para ellos se trataba de entregar un mensaje, y lo hicieron a conciencia. El mensaje es nítido. No tenían intención de escapar a su fechoría, se trataba de un acto sacrificial. Eso lo primero. Lo segundo, eligieron un viernes 13, una fecha emblemática de connotaciones estrictamente occidentales, a menos que supongamos que también las supersticiones se han globalizado. Y lo tercero, actuaron a la hora y en los lugares de concentración máxima relacionada con diversiones populares: una sala de conciertos de rock, un estadio deportivo, las terrazas de algunos restaurantes o bares de copas muy frecuentados.
«Vosotros os divertís mientras nosotros sufrimos», venía a decir, pues, el mensaje transmitido. «Tenéis que saber que os odiamos. Hoy es el día negro de nuestra venganza.»
Los terroristas no eran gente extraña e inconcebible, razonaban como nosotros, y también contra nosotros. Parafraseando a un presidente norteamericano, eran hijos de puta, sí, pero “nuestros” hijos de puta. Gente de nuestros suburbios, conocedores de las reglas del juego: dónde se reúne la gente común, cuáles son los lugares de diversión más populares, dónde se puede hacer más daño un día y a una hora determinada. Fueron capaces de planificar de forma fría una masacre. No eran extraterrestres, ni refugiados sirios recién aterrizados en el paraíso neoliberal. Estaban ya entre nosotros el año pasado, y sus copains, sus colegas, lo seguirán estando el que viene.
Resulta por eso ridículo que el señor Szimanski, que asumirá la dirección del ministerio polaco de Asuntos Europeos, reclame airado que se cierre el grifo a la riada de refugiados de Oriente Medio. Él ya quería antes cerrar ese grifo, y ahora pretende cargarse de razón para hacer algo que no tendrá ninguna utilidad aparte de la de alimentar sus prejuicios, y generará más dolor sobre el dolor que todos sentimos.
Resulta estúpido – pero es que él lo es – que Donald Trump alegue que las cosas habrían sido muy diferentes de haberse permitido llevar armas a las víctimas del atentado. No se arregla nada con balaceras al estilo OK Corral, esos rudos procedimientos para resolver las diferencias personales o grupales son propias de mentalidades medievales en el sentido más oscurantista de la palabra.
Resulta vanilocuo que Manuel Valls, ministro francés, afirme: «Estamos en guerra, responderemos golpe a golpe.» Porque llevamos muchos años en guerra, y el Eje del Mal ha sido desmontado ya decenas de veces, desde que los apóstoles del porvenir radiante anunciaron a los cuatro vientos que se había acabado la historia. El Muro de Berlín, el descuartizamiento de la URSS, las sucesivas guerras del Golfo, Gadafi, Saddam Hussein, Osama bin Laden, el mulá Omar, han sido encarnaciones sucesivas de ese mal absoluto que se sigue queriendo combatir con más carrera de armamentos, más refuerzos de policía interna, más represión y más exclusión. Una vía que conduce sin sombra de duda a una sociedad cada vez más cerrada en sí misma y compartimentada, a mayores desigualdades y a una radicalización también mayor de las capas desfavorecidas.
Golpe por golpe, no haremos más que prolongar la espiral de la violencia sin fin en un mundo basado en el enfrentamiento irreconciliable entre el “nosotros” y el “ellos”.
Habría que pensar en una vía distinta de solución del problema.
 

sábado, 14 de noviembre de 2015

¿SOCIEDADES ABIERTAS?


Cada vez que se produce un ataque terrorista – como el de anoche en París – contra uno de los bastiones arquetípicos de la civilización occidental que compartimos, nos sentimos sinceramente conmovidos y al mismo tiempo simulamos sorprendernos: ¿cómo es posible tanta barbarie, tanta cerrazón, bien entrado ya el siglo XXI?
Sí que es posible, y lo sabemos bien, pero encubrimos nuestro conocimiento con un manto de hipocresía. Ocurre en este tema como con el cambio climático. Lo afrontamos desde la inconsciencia como norma, y desde la consternación compungida cuando ocurre una catástrofe. «Hay que tomar conciencia», decimos entonces, pero volvemos de inmediato a sumergirnos en la no-conciencia anterior. En fin, es preciso reconocer que lo mismo nos ocurre con los niveles de colesterol en la sangre. Se diría que a Occidente le agrada dormitar en el filo de la navaja «dejando su cuidado / entre las azucenas olvidado», como proponía san Juan de la Cruz.
Ha dicho François Hollande que Francia será implacable con el Estado Islámico (ahora ISIS). Por descontado que sí. Habrá nuevos bombardeos selectivos en Siria o Irak o Kurdistán, y nuevas columnas de fugitivos se pondrán en marcha en busca de un refugio en la Europa desarrollada, que les recibirá de uñas.
Fernando Reinares apunta en “Fábricas de terroristas” (El País) al proceso de radicalización, adoctrinamiento y recluta de los milicianos islámicos que tiene lugar en los países occidentales. Es la segunda generación, la de los nacidos en Europa y provistos de pasaporte europeo, la que con más facilidad cede a una re-identificación con las raíces religiosas y culturales de las que se segregaron sus padres. Y en este punto de su explicación, luminosa en lo demás, incide Reinares en el habitual pecado de hipocresía de nuestros poncios: «Pese a que existen programas nacionales de prevención de la radicalización y una estrategia de la Unión Europea, los países de Europa Occidental están siendo incapaces de persuadir a miles de jóvenes musulmanes de segunda generación de que su identidad religiosa es compatible con su identidad —o multiplicidad de identidades— como ciudadanos de sociedades abiertas.»
¿Ciudadanos de sociedades abiertas? Ese fue el sueño de los padres; la realidad que han conocido los hijos es el gueto: la vivienda provisional o la intemperie como techo, el trabajo precario, el malcomer como norma, la desigualdad rampante, la falta de opciones vitales y de perspectivas de futuro. Nuestras sociedades están “abiertas” a las grandes oportunidades de los ricos para hacerse más ricos, y a las grandes probabilidades de los pobres de transmitir su pobreza en herencia a sus hijos.
La globalización no es hoy solo un objetivo económico, sino cultural. En las sociedades “abiertas” las culturas no homologadas no existen, las diferencias no merecen respeto, las tradiciones de los ancestros son filfa. Solo valen los balances de pérdidas y ganancias bien cuadrados, y con saldos positivos.
Y mientras los desastres generados por el cambio climático no superen los réditos de la inversión en dióxido de carbono y otros venenos. O mientras los muertos por el terrorismo no pesen más en la balanza que los beneficios de los mercaderes de armamento, los ingresos de las entidades bancarias por las cláusulas suelo de las hipotecas, o los ahorros estupendos que proporcionan a los gobiernos los recortes masivos en educación, en sanidad, en salarios, en prevención y en protección a los desprotegidos. Mientras, en una palabra, el actual statu quo se mantenga, siquiera sea en equilibrio inestable, las matanzas y las catástrofes climáticas seguirán siendo consideradas por los economistas como una cifra enojosa pero asumible en la columna del debe de una sociedad que arroja en su conjunto un saldo positivo muy favorable.
Tenemos una forma curiosa de ser “implacables” con las lacras que nos asedian.
 

viernes, 13 de noviembre de 2015

ESTOY EN MIS TRECE


Una recomendación de lectura para quienes desean desconectar de los sobresaltos de una actualidad inclinada a ilustrar en plan aguafuerte goyesco los desastres del numantinismo político, antes (España) y después (Cataluña) de unas elecciones celebradas a cara de perro.
Lean La puerta de los ángeles, de Penélope Fitzgerald, de aparición reciente en Impedimenta, traducida por Jon Bilbao.
Penélope Fitzgerald, apellido de casada (el suyo original era Knox), empezó a escribir tarde, ya sesentona, en 1977. Antes no había tenido tiempo, empeñada en multitud de aventuras personales (matrimonio, maternidad), políticas (siempre en la izquierda), editoriales y empresariales (fue propietaria y gerente de una pequeña librería). Después de contar unas cuantas cosas sobre su propia vida, en títulos como A la deriva o La librería, empezó a cultivar una novela histórica muy, muy sui generis. La puerta de los ángeles apareció en 1990, cuando su autora tenía 74 años cumplidos, y novela el momento de la irrupción del feminismo – en su variante inicial de sufragismo – en la Gran Bretaña, en 1912, poco tiempo antes de que toda una generación de jóvenes varones se viera sometida a la ordalía de la guerra de trincheras en el continente.
El mecanismo de la narración es el de una comedia clásica en la que chico encuentra a chica. Pero los protagonistas son peculiares. Él, Fred Fairly, hijo de un pastor y educado por una madre y tres hermanas solícitas, es profesor de Física Aplicada en un college de Cambridge, St. Angelicus, fundado por Benedicto XIII, el papa o antipapa Luna. St. Angelicus es una fortaleza de machismo residual. Sobre el dintel de la fachada se inscribe en piedra la famosa frase de rechazo de su fundador, cuando el emperador y el rey de Aragón le pedían su abdicación para dar un final digno al tremendo cisma de Occidente: «Estoy en mis trece», es decir, en el orden numérico correspondiente entre los pontífices de nombre Benedicto. En el recinto del colegio no se admitía, según los estatutos seculares, la entrada bajo ningún concepto de mujeres ni de animal alguno de sexo femenino. Los miembros del claustro colegial tenían a orgullo (pero sin saber muy bien a orgullo de qué) la norma taxativa de la exclusión de género. Y a pesar de no ser ni papistas ni hispanistas («Figúrense si España es un país atrasado, dice uno de ellos, que ponen patata troceada en la tortilla»), son los únicos defensores en el mundo de la legitimidad del pontificado de Pedro de Luna. Quien fundó una institución como St. Angelicus hubo de ser necesariamente un gran papa. Fred Fairly ni comparte ni rechaza estos puntos de vista; pero St. Angelicus es el único lugar donde le han ofrecido un trabajo al concluir la carrera universitaria.
Del otro lado, Daisy Saunders es una trabajadora joven que ha decidido prescindir de varón en todos los aspectos de su vida práctica. Ya ha tenido demasiados varones encima, en el trayecto del tranvía abarrotado en el que se traslada al centro de Londres para trabajar. A pesar de acorazarse con toda clase de prendas bien abrochadas y sujetas con imperdibles de refuerzo, no puede evitar la sensación al apearse de haber sido concienzudamente sobada y manoseada en cada pulgada cuadrada de su piel por una legión de furtivos aprovechados de las aglomeraciones. Ya ha perdido dos empleos por negarse a tener con sus jefes las bondades que le solicitaban, y solo ha encontrado trabajo, duro y desagradecido, como auxiliar de enfermería en un hospital.
El encuentro entre los dos jóvenes tampoco es banal. Se conocen compartiendo una cama desconocida, desnudos bajo las sábanas. Lo que ha ocurrido es que transitaban en bicicleta el uno detrás de la otra por una carretera de las afueras de Cambridge cuando una carreta, sin control por un caballo desbocado, los atropelló. Una vecina del lugar los recogió sin sentido de la cuneta y, creyéndolos marido y mujer, los desnudó y acostó a la espera de que una ambulancia los trasladara al hospital. Dolly se despierta con una pregunta: «¿Dónde está mi bicicleta?» La ha alquilado, y si se retrasa en devolverla le costará un dineral. Fred se muestra caballeroso: «¿Quiere que vaya a buscarla? Lamento decirle que no llevo nada puesto. De no ser así, creo que podría levantarme.» Y ella: «No se preocupe por su ropa. He visto a cientos de hombres desnudos.»
Un romance iniciado en condiciones tan extremas tiene pocas posibilidades de prosperar. Pero todo es posible en una época de cambios profundos, si varones y mujeres se avienen a la opción casi heroica de tomar nota recíprocamente de su existencia y valorarse en consonancia.
 

jueves, 12 de noviembre de 2015

¿QUÉ HA SIDO DE LA OFERTA Y LA DEMANDA?


El “mercado” se ha convertido en ley, en nuestros días. La ley del mercado es superior, se nos dice, a la voluntad democrática, porque se ajusta al diapasón de un orden natural en el que todas las cosas humanas se encaminan espontáneamente a su perfección, entendiendo por tal el encaje en una súper programación cibernética que define las expectativas y los objetivos a cubrir por parte de todos los actores económicos en liza. La economía es, entonces, la nueva ciencia de la vida, y todas las demás tienen el carácter de ancillae oeconomiae, siervas de la economía, porque no hay vida fuera de esta, y todo aquello que carece de valor económico (para expresarlo con más precisión, lo que carece de un “precio de mercado”) sencillamente no existe.
Pero en esta doctrina, que se quiere imponer como dogma definitivo a toda la humanidad globalizada, no se define con claridad cuáles son los mandamientos de la nueva ley, y los preceptos del orden neo-neotestamentario se envuelven en un misterio que desafía el de la Santísima Trinidad. Necesse est obedecer los mandatos del mercado, sí, pero ¿qué mandatos?
La libre competencia, por poner el primer ejemplo que se me ocurre, queda bastante malparada cuando las grandes corporaciones, las llamadas majors, imponen sus condiciones para invertir en terceros países. Las condiciones en cuestión (véase el TTIP) incluyen, no solo una fiscalidad “amigable”, sino cosas tales como las restricciones a la acción de los sindicatos, y la remoción de preceptos estatales relacionados con la contaminación, la salud y la higiene pública.
Y si nos fijamos en otra de las banderas tradicionales del libre mercado, ¿qué ha sido de la oferta y la demanda? Esto es lo que nos dice André Orléan (L’Empire de la Valeur. Refonder l’économie. París, Le Seuil, 2011, p. 307): «Lo propio de los mercados financieros es que la ley de la oferta y la demanda no funciona, porque la posición de cada operador varía, de modo que tan pronto es comprador como vendedor, y especula, no sobre el valor de los bienes, sino sobre el que les conceden el resto de los operadores. De modo que el “precio de mercado” ya no es la expresión de un valor definido por encima de los juegos de los comerciantes, sino una creación sui generis de la comunidad financiera en busca de liquidez.»
El precio de un bien económico responde entonces, no a un criterio fijo e inamovible, sobre el que pueden fundarse cálculos sólidos, sino a las vicisitudes cambiantes derivadas del conchabeo de los operadores económicos. Y con el valor de las empresas ocurre otro tanto gracias a la flexibilización de las antes estrictas normas de contabilidad, que podían dar con los huesos de un empresario en la cárcel si no las seguía de forma escrupulosa, y que ahora funcionan según los alegres criterios de una alquimia llamada «contabilidad creativa», capaz de convertir el plomo en oro esta temporada, y revertir el oro en plomo la temporada siguiente.
De modo que la ley ineluctable de los mercados viene a plantearse como una versión “aggiornada” del retablo de las maravillas cervantino. Estamos obligados a creer en ella so pena de vernos señalados con el dedo, como analfabetos incurables, por gentes de mucha prosapia y distinción.
Pero sus explicaciones son lo suficientemente confusas como para hacernos dudar. Una situación parecida se describía en un chiste de Eugenio, que les recuerdo para el caso improbable de que no lo conozcan. Un hombre colgado de una rama sobre un precipicio pide socorro, y una voz de ultratumba, que se presenta a sí misma como Dios omnipotente, le pide que se suelte y se deje caer al fondo porque los ángeles lo retendrán con la vibración de sus alas y lo depositarán sano y salvo en el suelo. Y dice el hombre:
– Vale, ¿hay alguien más?