domingo, 28 de enero de 2024

LO QUE NO PUEDE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

 


Asentamiento inca en Choquequirao (Cuzco). Imagen tomada en préstamo de Facebook.

 

Cito a Daniel Innerarity (“No es tan inteligente”, La Vanguardia de Barcelona 20.1.2024): «ChatGPT y otros artefactos que le sucederán son productos increíblemente capaces de procesar información y lenguaje sin saber de qué va, es decir, serían inteligentes hasta el límite en el que comienza la comprensión del mundo ... Son capaces de adquirir un impresionante nivel de conocimiento experto sin haber adquirido antes un sentido común rudimentario.»

Bernard Shaw intuyó con muchos años de adelanto esa falla de la IA cuando puso en escena, en el ciclo teatral Vuelta a Matusalén, a un homínido artificial creado por Pigmalión y dotado de todas las perfecciones visibles. Cuando uno de los humanos presentes le pregunta “¿Qué piensas de nosotros?”, su respuesta es sin duda inteligente y cautelosa, pero inadecuada. Contesta: “Aún no he leído los periódicos de hoy”. Su inteligencia no es propia, sino que se nutre artificialmente de las certezas emitidas por la autoridad de la prensa (1).

Hablar de inteligencia humana y de inteligencia artificial es contrastar dos realidades diferentes a las que se ha colgado una etiqueta común. Ambas son desde luego susceptibles de colaborar entre ellas; pero no de excluirse entre sí. El gran error del neoliberalismo globalizado es concebir un mundo rigurosamente determinista (pensamiento único), donde la evolución y la innovación no son posibles, y sí solo el desarrollo racional de lo existente. Pretenden colocar, por consiguiente, la IA en el puente de mando, como un retorno más a la tesis del ingeniero Taylor, que concibe el factor trabajo como “gorila amaestrado” encargado de ejecutar, pero no de proyectar.

«Nuestro pensamiento y experiencia dependen de nuestro cuerpo, que tiene un papel activo en los procesos cognitivos», apunta Innerarity, nuestro “filósofo de servicio” como le he llamado alguna vez. Me parece importante esta recuperación filosófica del cuerpo como base insustituible de la inteligencia específicamente humana, de su indeterminación, su proyección y su empatía. En una palabra, que hoy se usa también sesgada, de su libertad.

Por esa libertad potencialmente soberana es necesaria la lucha por elevar el nivel, ahora degradado, de la educación universal, o dicho de otro modo de la inteligencia colectiva, superando para ello, y entre otras, las posibles barreras de género, clase, lengua y nación. Esa es la propuesta que plantea Pedro López Provencio en un artículo reciente e importante (2).  

Muchas cosas están en juego. Ha habido ya una significativa reacción de algunos sindicatos contra las condiciones de trabajo basadas en algoritmos elaborados desde la oscuridad de los “expertos” e impuestos fuera del ámbito de la negociación colectiva. Pero de lo que se trata además es de formar generaciones de ciudadanos y ciudadanas capaces de innovar, coordinar y transformar sus coordenadas vitales y laborales de modo que sea la inteligencia colectiva humana, y no la inteligencia artificial, la que establezca las condiciones de equilibrio, viabilidad y sostenibilidad de un mundo que puede irse al garete en las actuales condiciones bajo la presión desmesurada del capital internacional.

 

(1)  Ver https://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2023/11/matusalen-y-el-chatgpt.html, en mi blog Punto y Contrapunto.

(2)  Pedro LÓPEZ PROVENCIO, “Nación, clase, escuela”, en El Triangle 28.1.2024

 

viernes, 26 de enero de 2024

"SE QUEMABA UNA VELA"

 


Boris Pasternak. Algunos críticos han reducido el tema de su gran novela “El doctor Jivago” a una trasposición de su relación amorosa con Olga Ivinskaya. Quizás ese intento de banalización, y la carga de oportunismo político consecuente a la filtración del manuscrito a Occidente, condujo a la concesión de un merecido pero polémico Premio Nobel como complemento circunstancial.

 

He sacado de su estante en la librería mi volumen de la novela de Boris Pasternak “El doctor Jivago” (Noguer, 24ª edición, 1967. Traducción – excelente – de Fernando Gutiérrez). El motivo ha sido el recuerdo, vago pero apremiante, de una vela literaria que ardía en el alféizar de una ventana, en Moscú, y la importancia que aquello tenía como símbolo de algo que con su lumbre empezaba a derretir una gruesa costra de hielo invernal.

La luz de la vela quedó recogida, si mi memoria no yerra, en una secuencia de la película de David Lean. Yuri (en diminutivo, Yura) Jivago volvía la cabeza para mirarla, en un piso alto del edificio ante el que pasaba en trineo tirado por caballos.

Sin profundizar más en los posibles significados de la vela, estos son los datos. Aparece en la pág. 96 de mi libro. Lara ha escondido en su manguito un revólver que se propone disparar sobre Viktor Ippolitovith Komarovski, su seductor-violador. Antes de encontrarlo en la fiesta navideña de los Sventitski, sube al piso de su medio novio Pacha Antipov para hacerle una petición importante.

«A Lara le gustaba hablar en la penumbra, a la luz de la vela. Pacha tenía siempre, en reserva, para ella, un paquete sin abrir. Cogió el candelero, sustituyó el cabo de vela por una bujía nueva, la puso en el alféizar de la ventana y la encendió … La habitación se llenó de una luz mortecina. Sobre el cristal cubierto de nieve de la ventana comenzó a deshacerse un pequeño ojo negro.»

En el capítulo siguiente (pág. 98), y en ese mismo instante de tiempo narrativo, el trineo de Yura y Tonia pasa por la Kamergerski, camino de la fiesta navideña de los Sventitski en la que confluirán los distintos protagonistas.

«Yura vio cómo se formaba un negro ojo en la costra de hielo de una ventana. A través de él se filtraba la luz de una vela cuyo resplandor llegaba hasta la calle, casi como el de una mirada, como si observase a los que pasaban y esperase a alguien.

“Una vela quemábase en la mesa. Se quemaba una vela”, susurró Yura para sí.

Era el principio de algo confuso, todavía informe. Y él esperaba que lo demás viniera por sus propios pasos, sin esfuerzo. Pero no venía.»

En la decimoséptima parte del libro, un apéndice que recoge las “Poesías de Yuri Jivago”, figura la siguiente composición (págs. 626-27), que reproduzco parcialmente:

 

«Sobre toda la tierra la tormenta

hasta el confín postrero.

Una vela quemábase en la mesa,

se quemaba una vela.

La tormenta imprimía sobre el vidrio

círculos y saetas.

Una vela quemábase en la mesa,

se quemaba una vela.

Sobre el techo, que estaba iluminado,

se acostaban las sombras.

Cruzados brazos y cruzadas piernas

y cruzados destinos.»  

 

miércoles, 24 de enero de 2024

ODIANDO CORDIALMENTE A GILBERT BÉCAUD

 


Elle parlait en phrases sobres De la révolution d'octobre Je pensais déjà Qu'après le tombeau de Lénine On irait au café Pouchkine Boire un chocolat

(G. Bécaud, “Nathalie”)

 

Nunca ha sido Bécaud un santo de mi especial devoción. Le reconozco voz y buen estilo, pero su canción más universal, “Et maintenant”, me parece un ejercicio de patetismo sobreactuado. Amor romántico pasado por el quinto cubata. La chica le ha dicho “no es no”, de acuerdo en que eso fastidia, pero, lo primero, ella estaba en su derecho; y lo segundo, más o menos a todos nos ha pasado alguna vez algo más o menos remotamente parecido, y pasado el primer trago amargo, poco a poco hemos llegado a la conclusión filosófica de que tampoco había sido para tanto. Tal es la naturaleza de las relaciones humanas, tal como han sido sucintamente descritas por los poetas, y el papel de Joven Werther está bastante devaluado en nuestro siglo veloz y pragmático.

“Et maintenant” no me ofende, pero sí lo hace “Nathalie”, que reúne las peores características de sueño húmedo (montárselo con una chica comunista), servido por ripios infumables (ver la muestra bajo el encabezamiento de la entrada) y adobado con la buena conciencia facilona de un autosatisfecho pensamiento único occidental. Por dios, la guía turística lleva al visitante a su piso, y allí se reúnen con un grupo de estudiantes que discuten sobre París mientras beben, no el chocolate deshecho de Chez Pouchkine, sino champán francés de contrabando. El tópico se suma al ripio. Abominable Bécaud en esta pieza.

 

sábado, 6 de enero de 2024

RESURRECCIÓN DE AIGAI

 


Columnas del palacio real de Aigai, vistas desde el museo. La mansión en la que vivió Filipo II fue el edificio de mayores dimensiones de toda la antigüedad griega. (Foto compartida del grupo “Grecomaníacos”, en Facebook.)

 

La capital histórica de la Macedonia griega fue Aigai (léase “Egue”, lo he visto castellanizado en algunos autores –por ejemplo, María Belmonte Barrenechea– como “Egas”), desde el siglo VII aC. En el IV aC, Arquelao prefirió Pella como residencia, lo cual pudo significar, o no, un cambio de capitalidad. Posiblemente se dio una dualidad: Pella, lugar de nacimiento de Alejandro Magno, ejercía como capital administrativa, pero la función de “representación” (el palacio real, el teatro, los templos, las tumbas de los reyes) habría seguido anclada en Aigai.

En 168 aC los romanos derribaron las murallas de Aigai y prendieron fuego al palacio real. El siniestro fue completado un siglo después por un seísmo que arrasó la ciudad hasta hacerla desaparecer de la faz de la tierra. En 1923 se asentaron en el lugar unos refugiados griegos procedentes de Bulgaria, que llamaron Vergina a la pequeña población que fundaron. La antigua capital quedó subsumida bajo la tierra de labranza, hundida salvo por algunos afloramientos pétreos apenas reconocibles.

El proceso de resurrección se inició el 11 de noviembre de 1977, cuando un equipo de arqueólogos dirigido por Manolis Andrónikos empezó a excavar un túmulo de grandes dimensiones que resultó contener varias tumbas. La tumba II, que contenía un ajuar funerario excepcionalmente rico, quedó identificada de forma plena como la de Filipo II, el padre de Alejandro Magno. María Belmonte, a quien sigo en estas notas históricas (*), cuenta que Voula, la patrona del hotel rural en el que se alojó ella en Vergina, al pie de la colina de las Musas sobre la que se había alzado el palacio real, era una joven camarera en el bar de la localidad hacia 1984, cuando las excavaciones de las tumbas: «Recuerdo un día en que [los arqueólogos] estaban muy excitados y hablaban todos a la vez. Fue el día en que descubrieron la tumba intacta del rey.»

Angeliki Kottaridi formaba parte de aquel grupo, en los inicios de su carrera como arqueóloga. Hoy, como directora del eforato de la región de Imathia, ha podido completar otro sueño: la reconstrucción parcial del palacio de Filipo. Por en medio, hace apenas un año, inauguró el moderno Museo de Aigai, vecino al palacio y distante apenas unos cientos de metros de las tumbas. De la oscuridad del subsuelo, el visitante pasa de pronto a un edificio casi transparente, de colores vivos y una luminosidad radiante, donde el protagonismo ya no recae en los reyes muertos sino en la vida cotidiana que bulló en las calles y las casas de Aigai. Una gran vitrina contiene solo clavos de construcción; otras, pedazos de cerámica o pequeñas lámparas de aceite. Hay vestidos y adornos, mosaicos y estatuillas. «En otros museos solo tienes obras maestras, dice Angeliki. Aquí mostramos cosas normales, la realidad de la vida.»

El resultado es un museo “policéntrico”, con puntos de atención muy diferentes, no pensado para los arqueólogos sino para el público común. Este 5 de enero de 2024 se ha abierto al público el palacio real parcialmente reconstruido de Aigai. En los planes de la dirección está extender la visita a la iglesia de Ayios Dimitrios, en otra localidad vecina, donde unas pinturas murales evocan a Alejandro Magno de la única manera concebible en el momento en que fueron creadas: como un basileus bizantino, con los atributos de su poder terrenal y espiritual, incluidas la cruz y la bola del mundo.

 

(*) María BELMONTE, “En tierra de Dioniso”, Barcelona, Acantilado 2021.