Fascinado por la
metáfora del profesor Romagnoli sobre el
EL SINDICATO Y EL CENTAURO, he pedido a
José Luis López Bulla una explicación más detallada sobre su significado, y
José Luis en contrapartida me invita a expresar mi propia opinión al respecto.
Invitación aceptada.
En su origen el sindicato es una asociación de
productores o de trabajadores en defensa de sus intereses comunes. A partir de
esos inicios modestos y eminentemente privados, el sindicalismo empieza a
plantearse históricamente metas más ambiciosas y a representar ante los poderes
públicos derechos, intereses y reivindicaciones de estratos cada vez más
amplios y diversificados de trabajadores asalariados: nacen las uniones, las
federaciones y finalmente las confederaciones, unas apolíticas, otras plurales,
y otras aun, políticamente decantadas y posicionadas. En cualquier caso, todas
siguen instaladas en el ámbito de lo privado y el mandato que reciben para
representar a los trabajadores depende únicamente de su relación directa e
inmediata con ellos.
En los momentos de apogeo del Estado social, mediado el
siglo xx para la
mayoría de los países europeos –y con considerable retraso en España, ya que
aquí bajo el franquismo existía una versión peculiar (vertical) del sindicato,
único, de afiliación obligada, de carácter público y con representación en
Cortes; un engendro fascista no asimilable a ningún sindicato digno de este
nombre--, se produce un salto de cualidad y los sindicatos democráticos
adquieren connotaciones de instituciones también públicas, puesto que trabajan
junto al gobierno y los partidos políticos del arco parlamentario en asegurar
la estabilidad y el progreso del sistema. Para simplificar las complejas
mediaciones entre el poder estatal y la sociedad civil, se establece entonces
una “representatividad” presunta de orden general que se reconoce por ley a determinados
sindicatos que han acreditado un arraigo suficiente. Éstos quedan calificados
para negociar y decidir determinadas cuestiones en nombre de todo el universo
de los trabajadores asalariados: no sólo los convenios colectivos de eficacia
general sino además, y de forma más peligrosa, otros pactos globales, con
intervención del propio gobierno, referidos a cuestiones sociales.
Así queda plasmada la naturaleza centáurida
del sindicato. Posee una representación “propia” derivada de su arraigo en el
suelo social: de su afiliación, de las formas de encuadramiento que establece,
del grado de democracia interna que practica, etc. Y sobreañadida, una
“presunción” o ficción jurídica que le otorga una representación general en
determinados órdenes señalados en las leyes.
Hoy las políticas de la derecha para el manejo de la
crisis global que nos aflige han arrumbado el Estado social y amenazan cercenar
todas las connotaciones “públicas” de los sindicatos y expulsarlos al limbo de
lo irrelevante. La fuerza misma de las cosas empuja a una reconsideración
global de la posición del sindicato en relación con la sociedad civil y ante el
Estado.
Y la
solución no está en la invocación clásica del paralítico que se cayó por el
barranco: “¡Virgencita, que me quede como estoy!” El peligro de una
reafirmación de la condición híbrida del sindicato, supuesto que se soslayen
las tormentas políticas que se avecinan, es que la inercia adquirida por la
presencia continuada en ámbitos institucionales lleve al sindicato a sustituir
de forma abusiva su representación propia por la ficción de una representación
general y no discriminada. Que hable por los trabajadores sin consultar en
concreto a los trabajadores. De esta forma su credibilidad se resiente, su
representación real disminuye, y sectores crecientes del universo asalariado se
apartan, e incluso se enfrentan con él, y reclaman, a través de la democracia
directa de las asambleas, “más” democracia a secas.
Tenemos
al centauro enfermo. Y está por decidir si ha de ocuparse de su dolencia el
médico o el veterinario. Romagnoli no aclara a quiénes corresponden en su
metáfora estas dos figuras: dice sólo que encontró la pregunta plausible.
Intuyo que también en este punto se refiere a la dicotomía de lo público y lo
privado. De un lado la posibilidad de buscar una reafirmación en el ámbito de
lo público, a través de un gran “pacto de Estado” con cambios de legislación
que dibujen un sindicato funcionarial, una especie de apéndice de la
administración para la gestión del empleo. O bien, en el ámbito de lo privado,
a través de la búsqueda exterior de alianzas, adhesiones o correas de
transmisión varias con partidos, movimientos u organizaciones diversas, sin
tocar los órganos internos. Las dos vías resultan de corto recorrido; ninguna
de las dos ofrece unas perspectivas medianamente viables, y de hecho así se
sugiere en la respuesta de Romagnoli, que es un acto de fe en el sindicato y en
sus potencialidades: en épocas de tribulación, el propio sindicato es capaz de
aplicarse el remedio oportuno.
Volvemos
así al tema de la autorrefundación, del autosanamiento del sindicato. Insinúa
Romagnoli, o acaso me lo figuro yo, que esa operación sólo es posible a través
de una vuelta a los orígenes, es decir de la reconsideración atenta del vínculo
de confianza en el que reposan la relación directa con los trabajadores
concretos y el carácter de la mediación sindical para la defensa de los
derechos y las aspiraciones del mundo del trabajo heterodirigido. Tema morrocotudo
el de la refundación, te decía yo; un sobrero reservón y marrajo que aguarda en
los toriles a punto de salir al ruedo y que habrá que lidiar “sí o sí”, como se
dice ahora en la jerga de las gestas deportivas. Al respecto conviene recordar
la cita que hacía Eugenio D’Ors de alguien que encabezaba su método para
aprender a tocar las catañuelas con la siguiente recomendación: “Las
castañuelas no hay obligación de tocarlas, pero de hacerlo, es preferible
tocarlas bien que tocarlas mal.” Igual pasa con la refundación del sindicato.
Sólo que estas catañuelas, sí hay obligación de tocarlas.