Conviene, en efecto, distinguir en el presente caso el
fenómeno del epifenómeno, es decir, para entendernos, la infraestructura de la
parafernalia; o más castizamente expresado, el jamón de las chorreras.
El fenómeno, me adelanto a decirlo, es la quiebra del
contrato social, aquel que teorizó en tiempos pretéritos don Juan Jacobo
Rousseau. Había un contrato imaginario en
virtud del cual el individuo, asocial por naturaleza, renunciaba a sus
instintos de lobo solitario y se unía a la manada dando por bien empleada la
pérdida de parte de su libertad y de sus ingresos a cambio de la protección y
la seguridad que el Estado benefactor (simplemente benévolo en algunos casos)
podía asegurarle. En este esquema clásico, el Estado era un artificio compuesto
según arte novedosa para reunir a su alrededor a los ciudadanos como la clueca
agrupa bajo sus alas a los polluelos.
Pues bien, el esquema se ha roto. El Estado ha olvidado su
vocación primigenia de Supernanny de la ciudadanía, y no ha tenido empacho en
abandonar el nido. Sus objetivos y sus prioridades han cambiado. Si antes
estaba escrito en mármoles en el artículo primero de todas las Constituciones
que la razón de ser del Estado era la felicidad de sus ciudadanos, ahora lo que
queda subrayado con doble trazo es que se atendrá escrupulosamente al
equilibrio presupuestario dictado por las autoridades financieras globales para
no incurrir en pecado mortal de déficit. Caiga quien caiga; y ya se sabe en
este caso quién suele caer.
El Estado se ha ensimismado. Ya no mira hacia fuera, sino
hacia su propio ombligo. Hablo del Estado democrático, por supuesto, con todos
sus distintos aparatos y adminículos, incluidos el parlamento, los tribunales,
las instituciones de crédito, la policía y los partidos políticos del arco
parlamentario, necesitados también de cuadrar como sea el estadillo de ingresos
y gastos. Los códigos penales no han cambiado aún, o han cambiado apenas, pero
se intuye que en el nuevo paradigma en vigor (no sólo estamos situados en el
postfordismo sino en el postwelfare), criminales serán aquellas personas que
atenten de una u otra forma contra la austeridad presupuestaria: los parados,
los pensionistas, los escolares, los desahuciados. Gente, en una palabra, sin
escrúpulos, dispuesta a gastar, sin tasa y desoyendo todas las advertencias,
unos recursos escasos.
Hasta aquí el fenómeno. El epifenómeno, las chorreras del
jamón, son las formas con que se ha adornado ese proceso en España. Sentenció
Giulio Andreotti hace bastantes años que en la política española “manca
finezza”, falta finura. Era la época de don Felipe González al frente del
gobierno, de modo que vayan ustedes evaluando mentalmente el radio de la
curvatura de la trayectoria seguida desde entonces. Bajo el mandato del actual
presidente termidoriano, todo lo que podía hacerse de una forma chapucera se ha
hecho, incluso se ha exagerado. El globo del equilibrio financiero no se ha
elevado impulsado por un atildado saneamiento de las estructuras, sino que se
ha finchado por retambufa a partir del gas mefítico generado en unas
alcantarillas de eficaz diseño y copyright de la Marca España ,
llamadas “bárcenas” en lengua castellana y “millets” en la catalana. Y no sólo
se ha abandonado a su suerte a la ciudadanía desamparada: se la insulta a
diario con declaraciones ante micrófonos o con tuiters, con desgarro ( “Que se
jodan” dixit la joven congresista Andrea Fabra, que
no ha dimitido), con la mueca despectiva de un magistrado Cobos que considera
su militancia política como una cuestión irrelevante a la hora de calibrar su
imparcialidad (y tampoco ha dimitido), o con las sensacionales declaraciones de
don Mariano sobre el tema de Bárcenas (cuando se anime a hacerlas): “Aquí,
señoras y señores, no ha pasado nada, salvo alguna cosilla que es lo que viene
apareciendo en la prensa.”