miércoles, 24 de julio de 2013

Fenómeno y epifenómeno

Conviene, en efecto, distinguir en el presente caso el fenómeno del epifenómeno, es decir, para entendernos, la infraestructura de la parafernalia; o más castizamente expresado, el jamón de las chorreras.

El fenómeno, me adelanto a decirlo, es la quiebra del contrato social, aquel que teorizó en tiempos pretéritos don Juan Jacobo Rousseau. Había un contrato imaginario en virtud del cual el individuo, asocial por naturaleza, renunciaba a sus instintos de lobo solitario y se unía a la manada dando por bien empleada la pérdida de parte de su libertad y de sus ingresos a cambio de la protección y la seguridad que el Estado benefactor (simplemente benévolo en algunos casos) podía asegurarle. En este esquema clásico, el Estado era un artificio compuesto según arte novedosa para reunir a su alrededor a los ciudadanos como la clueca agrupa bajo sus alas a los polluelos.

Pues bien, el esquema se ha roto. El Estado ha olvidado su vocación primigenia de Supernanny de la ciudadanía, y no ha tenido empacho en abandonar el nido. Sus objetivos y sus prioridades han cambiado. Si antes estaba escrito en mármoles en el artículo primero de todas las Constituciones que la razón de ser del Estado era la felicidad de sus ciudadanos, ahora lo que queda subrayado con doble trazo es que se atendrá escrupulosamente al equilibrio presupuestario dictado por las autoridades financieras globales para no incurrir en pecado mortal de déficit. Caiga quien caiga; y ya se sabe en este caso quién suele caer.

El Estado se ha ensimismado. Ya no mira hacia fuera, sino hacia su propio ombligo. Hablo del Estado democrático, por supuesto, con todos sus distintos aparatos y adminículos, incluidos el parlamento, los tribunales, las instituciones de crédito, la policía y los partidos políticos del arco parlamentario, necesitados también de cuadrar como sea el estadillo de ingresos y gastos. Los códigos penales no han cambiado aún, o han cambiado apenas, pero se intuye que en el nuevo paradigma en vigor (no sólo estamos situados en el postfordismo sino en el postwelfare), criminales serán aquellas personas que atenten de una u otra forma contra la austeridad presupuestaria: los parados, los pensionistas, los escolares, los desahuciados. Gente, en una palabra, sin escrúpulos, dispuesta a gastar, sin tasa y desoyendo todas las advertencias, unos recursos escasos.


Hasta aquí el fenómeno. El epifenómeno, las chorreras del jamón, son las formas con que se ha adornado ese proceso en España. Sentenció Giulio Andreotti hace bastantes años que en la política española “manca finezza”, falta finura. Era la época de don Felipe González al frente del gobierno, de modo que vayan ustedes evaluando mentalmente el radio de la curvatura de la trayectoria seguida desde entonces. Bajo el mandato del actual presidente termidoriano, todo lo que podía hacerse de una forma chapucera se ha hecho, incluso se ha exagerado. El globo del equilibrio financiero no se ha elevado impulsado por un atildado saneamiento de las estructuras, sino que se ha finchado por retambufa a partir del gas mefítico generado en unas alcantarillas de eficaz diseño y copyright de la Marca España, llamadas “bárcenas” en lengua castellana y “millets” en la catalana. Y no sólo se ha abandonado a su suerte a la ciudadanía desamparada: se la insulta a diario con declaraciones ante micrófonos o con tuiters, con desgarro ( “Que se jodan” dixit la joven congresista Andrea Fabra, que no ha dimitido), con la mueca despectiva de un magistrado Cobos que considera su militancia política como una cuestión irrelevante a la hora de calibrar su imparcialidad (y tampoco ha dimitido), o con las sensacionales declaraciones de don Mariano sobre el tema de Bárcenas (cuando se anime a hacerlas): “Aquí, señoras y señores, no ha pasado nada, salvo alguna cosilla que es lo que viene apareciendo en la prensa.”