Jan GOSSAERT, "Retrato de un hombre" (1530)
En la última entrega del blog de culto “Según Antonio Baylos” (https://baylos.blogspot.com/2025/10/detras-de-los-muertos.html), se describen las consecuencias catastróficas de algo que está rutinariamente aceptado y sobreentendido como principio pacífico de nuetra economía de todos los días. A saber, que el negocio pasa siempre por delante de las personas.
No fue solo Carlos Mazón quien defendió este principio con
su pasotismo absoluto durante la DANA del mes pasado en Valencia: detrás de él
estaba un selecto grupo de empresarios que temían por los rendimientos a corto
plazo de sus negocios en una situación tan complicada, y dieron órdenes de que,
por ejemplo, el reparto de mercancías se llevara a cabo con tanta celeridad y
eficiencia como en condiciones meteorológicas normales. Quien se vio forzada a
asumir las dificultades de la situación – incluidas las más comprometidas, a
vida o muerte –, fue la fuerza de trabajo.
Una fuerza de trabajo abstracta y fungible, no compuesta
por personas “de bulto” sino por puestos, por horarios y por cláusulas
contractuales. Y claro, una fuerza de trabajo pasajera, susceptible, en caso de
“ausencia por fuerza mayor” de ser reemplazada al instante, sin costo alguno
añadido.
Lo mismo exactamente había ocurrido en el hundimiento del
edificio Rana Plaza de Dacca, Bangladesh, el 24 de abril de 2013, cuando los
encargados impidieron a las trabajadoras ponerse a salvo a tiempo del desastre.
Es un mandamiento inamovible del neoliberalismo económico: unas reglas no
escritas pero inmutables de la producción colocan los beneficios del capital
por delante de cualesquiera necesidades del factor trabajo. Sostenía Margaret
Thatcher que no existe la sociedad, sino solo individuos insignificantes
cargados con sus pequeños y miserables egoísmos (a saber, salud, vivienda,
bienestar físico, seguridad, protección institucional…) los cuales salen
demasiado caros a las élites que dirigen el mundo.
Hay dos formas entonces de considerar el progreso: como
avance de la humanidad y como acumulación en la producción de riqueza. Las dos
formas no son incompatibles en principio, pero sí a partir de la codicia
desmedida de quienes se descargan de responsabilidades hacia los demás por el
afán de mejorar la productividad de sus inversiones.
(Tampoco eso lo consiguen, como se indica respecto de la
Inteligencia Artificial en la siguiente cita, tomada de D. Acemoglu y S.
Johnson, “Poder y progreso”, Deusto, p. 415):
«Las tecnologías digitales tienen una utilidad general y, por lo tanto, pueden desarrollarse de muchas maneras diferentes. En el momento de decidir su futura dirección, deberíamos fijarnos en su validez para alcanzar los objetivos que nos hemos marcado como seres humanos, lo que se conoce como “la utilidad de la máquina”. En el pasado, potenciar el uso de máquinas y algoritmos para complementar las capacidades humanas y empoderar a las personas condujo a la creación de inventos revolucionarios que han tenido una gran utilidad. En cambio, obsesionarse con la inteligencia artificial solo incentiva la recopilación de datos a gran escala, la pérdida de influencia de la ciudadanía y los trabajadores, y el inicio de una carrera desesperada por automatizar el trabajo, incluso cuando ese proceso es solo una automatización “a medias”, es decir, que solo aporta beneficios minúsculos a la productividad. No es coincidencia que la automatización y la recogida de datos a gran escala enriquezcan a quienes controlan la tecnología digital.»
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