Paco Rodríguez de
Lecea
Amén a todo lo
que dices, José Luis. Leyéndote, ¿QUÉ HACEMOS CON «LO» DE CATALUÑA?, me he preguntado si te ocurrirá lo
mismo que a mí. A saber: que no me siento en este conflicto ni un “español
cabal” ni un “bon català”, sino aproximadamente ni lo uno ni lo otro. No niego
que es una sensación rara, pero tampoco es novedosa porque hace ya muchos años
me alineé con la
Antiespaña , y ahí sigo. La estatua que más
se aproxima a lo que yo tengo por mi patria es la de don Antonio Machado, y él habló de una España que muere y una España
que bosteza, ambas dos con capacidad para helar el corazón del españolito que
viene al mundo. Hoy la dicotomía está clara, la
España que
bosteza es la de don Mariano Termidor, y la que muere es seguramente la
España que
muchos de nosotros soñamos. Muere de incompetencia, de corrupción y de una
perniciosa hinchazón de ínfulas. Muere de incapacidad para ordenar la
convivencia entre españoles, muere de ordeno y mando, de oídos sordos.
Creo contigo
que un remedio posible sería lanzarse a renovar la
Constitución. ¿Quién
dice que las constituciones son intocables? ¿Quién puede creer que una sociedad
que ha cambiado tanto desde 1978 como para exigir incontables reformas del
código penal, sigue sin embargo teniendo las mismas aspiraciones, valores y
presupuestos de convivencia que en el momento de salir de la etapa franquista?
Una Constitución es como la ropa de cama: hay que cambiarla y airearla de
cuando en cuando, porque si no, apesta.
No estaría mal
plantearse una solución federal para el Estado, como propones. Tengo una
objeción al respecto, que ya te expuse en una ocasión: no hay mantillo
suficiente en el suelo de la sociedad española para que arraigue en él, en
estos momentos, una solución federal. Serán necesarios decenios de explicación,
de convencimiento y de proselitismo. Las mal llamadas autonomías están hoy por hoy
demasiado acostumbradas a la dependencia de los recursos del poder central y a
la guerrilla de todos contra todos por el reparto de ese maná. Falta una
educación severa en la convivencia, en la cooperación y en la solidaridad
intercomunitaria. También, dicho sea de pasada, en la gestión austera de los
recursos. Y estoy hablando de todas las comunidades autónomas: puede que haya
entre ellas alguna excepción meritoria, pero desde luego Catalunya no lo es.
Pero aquí
tenemos en cambio un proyecto político, que se ha visto reforzado por la
masividad y la organización de la cadena humana del pasado día 11. Hemos
presentado al comité calificador un proyecto de independencia low
cost, al estilo del de los Juegos Olímpicos de Madrid 2020, y con el
mismo resultado negativo. Ahora tenemos en el calendario la posibilidad de una
consulta no legal para 2014, y la de unas elecciones plebiscitarias para 2016.
Posiblemente las dos grandes consultas se celebren en su momento, pero podemos
vaticinar ya que no clarificarán el panorama. Porque ese proyecto político, sin
definir aún si su sustancia última es la independencia o sólo el “derecho a
decidir”, se ha convertido en una prioridad única y ha desplazado de la agenda
política todas las demás cuestiones. De momento se han prorrogado un año más
los presupuestos, y no es aventurado sospechar que la cosa seguirá igual hasta
pasadas esas elecciones plebiscitarias que se postulan. Los dos Mas (Artur y Colell)
se limitan a gestionar el día a día, en una situación de provisionalidad
permanente. Nada se decide (salvo alguna minucia como el indulto “porque sí” a
los dos directivos de Ferrocarriles Catalanes condenados por malversación de
dineros públicos.) Y en estas penurias, se nos convoca a “hacer piña” en torno
a la gran propuesta del gobierno catalán, que nos tendrá entretenidos otros
tres años por lo menos.
Existe en la
izquierda la esperanza de que después de la gran consulta, tome ésta la forma
que tome, todo será posible, todas las puertas estarán abiertas. En esa
esperanza se basa la formulación del “dret a decidir”, una formulación que, si
se analiza bajo el microscopio de la ciencia política, resulta ser bien poca
cosa. Pero estamos anclados en el terreno de la ambigüedad y del ilusionismo.
Siguiendo la tradición honorable del tardofranquismo, queremos llevar las cosas
adelante todos juntos, “transversalmente”, lo más lejos que sea posible, y
discutir después entre nosotros las profundas contradicciones políticas que nos
dividen. ¿Es eso posible? ¿Puede construirse un “Estat propi” desde la
abstracción del “tots plegats ho farem tot”, todos juntos lo haremos todo? ¿No
se están marcando las cartas, no se están anticipando ya las soluciones futuras
desde el poder indiscutido que hemos entregado a esos “simples” gestores de la
situación? Yo me declaro dispuesto a votar por Catalunya como ultimísimo
remedio, en el caso de que sea del todo imposible un encaje adecuado en un
Estado español que cada día me merece menos confianza. Pero eso sí, antes de
firmar exijo que consten con toda claridad las condiciones del contrato y el
compromiso de respetarlas con todo escrúpulo. No sea que en esto nos vuelva a
pasar lo mismo que nos ocurrió con las cajas de ahorro en el tema de las
preferentes.