miércoles, 22 de noviembre de 2023

MATUSALÉN Y EL CHATGPT

 


La Justicia. Escultura en la tumba del cardenal d’Amboise. Catedral de Ruán (Francia).

 

He buscado combatir la melancolía de este casi eterno proceso de investidura mediante procedimientos expeditivos muy particulares. Uno de ellos ha sido recurrir a (o recaer en) la lectura de George Bernard Shaw.

El tomo correspondiente de la Biblioteca de Premios Nobel de Aguilar (traducción de Julio Broutá, prólogo de A.C. Ward) me fue regalado por Reyes en 1963, a mis 19 años. Lo leí muy deprisa, saltándome por sistema los prólogos y quizás alguna otra cosa. Luego crio polvo de forma consistente en un rincón de mi biblioteca. Lo he sacado de ahí para centrar mi atención en algunos de los prólogos que me salté entonces y en las tres piezas que contiene (de un total de cinco), del ciclo “Volviendo a Matusalén” (Back to Methuselah), cuyas páginas leí en diagonal hace 60 años. Me parecieron entonces un rollo macabeo, en comparación con las comedias que sí me gustaron (Cándida, La casa de las penas, Pigmalión…)

Shaw escribió su ciclo de Matusalén entre 1918 y 1920, bajo la depresión que le produjo el desarrollo de lo que entonces se llamó la Gran Guerra. Su tesis es que hacen falta periodos de tiempo más amplios que el que abarca la vida humana media (unos 80 años) para que sea rentable que hombres y mujeres atiendan de forma adecuada a las cuestiones realmente trascendentes, capaces de asegurar la resiliencia y la sostenibilidad de la humanidad, para decirlo con términos actualmente en boga, que él no emplea.

En la última pieza del ciclo aparece, en una escena corta, el personaje de Pigmalión, del que Shaw se había servido ya en una obra anterior. Es aquí un artista capaz de dar vida a la materia más allá del arte, y no un profesor de fonética.

Estamos en el año 31.920 después de Cristo, y la humanidad ha evolucionado considerablemente. El entorno no es urbano, sino natural: prados y bosques en torno a un templete vagamente griego.

Los jóvenes de “ahora” colocan por encima de todo los valores de la belleza física, el arte y el amor; los ancianos consideran tales cosas “juguetes” y sienten mayor inclinación, por ejemplo, hacia las matemáticas que hacia las relaciones personales y sociales.

En una discusión colectiva en la que unos y otros presentan sus argumentos, comparece de improviso Pigmalión, y anuncia que ha conseguido crear con los materiales mismos de la vida una figura humana masculina y otra femenina, ambas de una estética perfecta: bellas, elegantes, majestuosas.

El artista no está satisfecho, sin embargo. Sus creaciones, dice, adolecen de una inteligencia “artificial”, con lo que quiere expresar que captan ideas y sentimientos de otros, pero no razonan por sí mismos; carecen de “alma”.

Los jóvenes, sin embargo, admiran la ejecución perfecta de los cuerpos, mientras los ancianos, desconfiados, los miran de reojo. Un joven, Acis, se dirige a la figura masculina presentada por el escultor, con ánimo de dialogar: “¿Qué piensa de lo que ve a su alrededor? Vamos, de nosotros y de lo que hacemos y hablamos.”

La respuesta es digna de la mejor IA de ChatGPT: “Todavía no he leído los periódicos de hoy.”

Una sorprendente retroactualización, pienso, de un concepto tenido hoy por novísimo… y seguramente, la crítica más aguda que puede hacerse del mismo.