martes, 27 de agosto de 2013

La solidaridad en tiempos de la cólera

Riccardo Terzi tiene la virtud de proponer siempre temas esenciales. No puede ser más oportuna su llamada a recuperar la vieja solidaridad: a desentrañar su sentido último y a desarrollarla de una manera eficaz en un contexto, el de la globalización, particularmente hostil. Porque corren los tiempos de “la” cólera, diría, parafraseando un título famoso de Gabriel García Márquez.

Explora Terzi, en su artículo “La idea de la solidaridad” (1), los límites y el alcance de la pulsión solidaria, y destaca acertadamente su carácter universal. Es falsa y perversa la solidaridad limitada a un grupo en pugna con otros diferentes, ese tipo de solidaridad que funciona a partir de la identificación de los “míos” frente a los otros. Porque el sujeto de la solidaridad es siempre la persona en cuanto tal, y no un grupo (étnico, religioso, etc.) o una clase social; la solidaridad, dice Terzi, está directamente conectada a la condición humana, afecta a la “autonomía” y a la “dignidad” de la persona, de todas las personas.

Apunta Terzi dos grandes corrientes de tradición solidaria: el socialismo y el cristianismo. La afirmación es cierta sin la menor duda, pero entiendo que conviene ahondar más en esta cuestión. No el socialismo, sino la socialidad; no el cristianismo, sino la religión, son las bases de la pulsión solidaria. La socialidad nace en la historia, o mejor dicho en la prehistoria, de la humanidad con la división del trabajo; la religión nace con la necesidad, estrechamente conectada a la anterior, de organizar los colectivos humanos según un principio de jerarquía. Milenios antes de que nacieran el cristianismo y el socialismo, los neandertales cazaban el mamut con estrategias colectivas que implicaban la coordinación precisa y la puesta en común de esfuerzos de orden muy diverso. No sólo los de los cazadores: las mujeres tejían, preparaban las redes y guardaban el fuego, y los ancianos instruían a los niños de corta edad en las costumbres y los tabúes del clan, y también en las técnicas y las habilidades que necesitarían más adelante para sobrevivir. La primitiva división del trabajo en el grupo garantizaba el alimento, el abrigo y la seguridad de todos. Y fue en ese proceso complejo, en el que de la actuación diligente de cada miembro dependía un resultado favorable o adverso para la colectividad, en el que cada nuevo día exigía la coordinación de los esfuerzos comunes para superar una apuesta a vida o muerte, en donde echó raíces sólidas el sentimiento de la solidaridad, y donde nacieron la socialización y con ella todo el progreso del género humano. Con el paso del tiempo creció y se diversificó la división del trabajo, y también la solidaridad se transformó, se extendió y se perfeccionó. La idea central, en todo caso, siguió siendo la misma: cada uno trabaja no sólo para sí sino para el conjunto, el intercambio de bienes y de servicios favorece a todos, y ese proceso implica y exige también la atención a los miembros más débiles e indefensos de la colectividad. Por el contrario la tendencia al individualismo y el egoísmo, siempre presente también en la historia de la humanidad, condujo a la aparición triunfal de la propiedad privada, que el joven Marx consideró una perversión atroz de la naturaleza; y, andando el tiempo, generó otras secuelas indeseables, como las actuales finanzas especulativas globalizadas.

Encuentro poco sentido, de otro lado, a la distinción que apunta Terzi entre una tradición solidaria “socialista” dirigida a combatir las causas del sufrimiento y la marginación, y una tradición “cristiana” volcada a remediar los efectos. Si se refiere a la Iglesia católica en particular, es forzoso reconocer que en muchas ocasiones ha practicado una labor asistencial abnegada, pero sin cuestionar las políticas concretas que generaban desigualdad y marginación. Mi abuela llamaba a ese género de práctica poner “paños calientes”, y lo consideraba de escasa eficacia curativa. También es cierto que el socialismo real descuidó el bienestar concreto de los trabajadores, de “sus” trabajadores, en aras a potenciar un partido y un Estado todopoderoso que habían de ser los guías de una emancipación social siempre relegada al futuro. Hemos estudiado a fondo con el maestroBruno Trentin esos avatares, y hemos dejado escritas en su lugar las críticas oportunas (2). Lo importante hoy es, en todo caso, la necesidad de actuar a un tiempo y de forma coordinada tanto contra las causas como contra los efectos de una política de rapiña y de abuso que margina a sectores muy definidos y cada vez más amplios de la sociedad.

Dicho con las palabras de Terzi: «En la realidad se ha abierto un sinfín de contradicciones, sociales y culturales, que no puede ser afrontado sólo con los recursos de la ética y con la reclamación de derechos, sino que exige estrategias políticas y capacidad de gobierno y regulación de los procesos. Hasta ahora no ha habido soldadura alguna entre el discurso ético y el discurso político.» Dicho de otra forma: el discurso político predominante está desguazando paso a paso las instituciones del welfare, que expresaban una solidaridad social insuficiente sin duda, pero al menos pública y expresa. El trabajo ha dejado de ser contemplado como una actividad colectiva fuente de riqueza y de progreso, y menos aún como un valor significativo en la estructuración de la sociedad. La sociedad, en consecuencia, se desestructura progresivamente en medio de la “indiferencia globalizada” a la que tal vez se refería en su alocución el papa Francisco. El Estado “democrático” deja a la ciudadanía abandonada a sus propios recursos y afronta sin pestañear una etapa de pérdida neta en la calidad de vida de los ciudadanos, o, para decirlo de nuevo con Terzi, en la «autonomía» y la «dignidad» de las personas.

Pues bien, está claro que hemos perdido la senda del bienestar y del progreso. La aldea global se ve enfrentada una vez más a la alternativa de sobrevivir o perecer. Hemos de volver a salir a cazar el mamut: con nuevas estrategias, con técnicas novedosas, con alianzas hasta ahora inverosímiles, pero estamos todos convocados a la supervivencia. Como ha sucedido siempre, el trabajo, el compromiso, la solidaridad, la cooperación, la primacía de lo colectivo por encima del egoísmo individualista, son las armas de las que disponemos. Con ellas hemos de conquistar un futuro que, como ha dejado escrito el profesor Fontana, hoy y para nosotros ha pasado a ser “un país extraño”.

(1) LA IDEA DE LA SOLIDARIDAD, Riccardo Terzi.


(2)  Bruno Trentin. La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo en http://capaspre.blogspot.com.es/