Paco Rodríguez de Lecea
La aparición de un desacuerdo de carácter “estratégico”
con José Luis López Bulla ha sido una sorpresa para mí. En nuestras
conversaciones y en mis colaboraciones con él a lo largo de los últimos años ha
existido en líneas generales una complicidad tan grande que, quizá, me ha
llevado a abusar de los sobreentendidos y acogerme a la comodidad de un acuerdo
implícito de fondo demasiado “redondo”, sobre unos postulados demasiado
indiscutibles. El desacuerdo ha aparecido en el tema de la valoración del
Estado del bienestar; es decir, en un tema no menor, no obviable con facilidad.
Ahí, y utilizo una expresión del mismo José Luis, se encuentra una de las
“madres del cordero” de la situación que atravesamos. Antes que continuar la
conversación emprendida – la polémica – con él y con otros amigos en los
términos en que estaba planteada, he preferido dar un paso atrás y aclarar más
despacio y con más espacio mi punto de vista, en la forma de una reflexión
personal. Si esta reflexión, por su extensión y por sus características, es o
no apropiada como entrada de un blog, lo dejo a la decisión del propio José
Luis.
De la emancipación a la redistribución de las rentas
Si queremos abarcar en una gran síntesis la evolución del
pensamiento de la izquierda política y del movimiento obrero desde el acto
fundacional de la I
Internacional cuyos 150 años se cumplen precisamente en éste,
lo que encontramos es lo siguiente: en el inicio, la intención es acabar con la
explotación del hombre por el hombre a partir de la supresión de la propiedad
privada de los medios de producción – “la propiedad es un robo” – y de la
emancipación del trabajo, única fuente generadora de valor económico. Ese orden
de ideas se complementa con una concepción radicalmente negativa del Estado,
tanto en Bakunin (es “artificial, antinatural y patrimonio de una clase
privilegiada”; al paso del tiempo y después de aplastar a las clases sociales
subalternas, se convertirá en una “máquina”), como, de forma más matizada, en
Marx, que propone desposeer del aparato de Estado a la clase dominante por
medio de la revolución, y transformar el viejo Estado opresor en una “dictadura
del proletariado” que actúe de forma inversa, sometiendo a la burguesía para
luego, una vez cumplidos sus fines, “extinguirse” y permitir el florecimiento
de una sociedad socialista libre y exenta de contradicciones.
La dialéctica de la lucha obrera, con sus fases de
conquista, de represión y de acuerdo consensuado, va modificando los postulados
iniciales. Se alcanzan el sufragio universal (bastante más tardío el sufragio
femenino) y mejoras sustanciales en la condición de trabajo y en la previsión
social (una “conquista de civilización”, en la atinada valoración de Bruno Trentin).
De forma paralela, el modo de producción da un gran salto adelante con la
introducción del maquinismo y de la organización fabril “racional” del
fordismo-taylorismo. Derecha e izquierda coinciden en la admiración por los
avances técnicos y los nuevos métodos organizativos. Lenin primero y después
Gramsci comparten la visión de la fábrica fordista como un germen esperanzador
de la futura sociedad socialista. De hecho, el taylorismo será la norma en la
economía de la sociedad soviética estaliniana, con los planes quinquenales como
desafíos a superar y el obrero Stajanov como héroe de la producción. Mientras
tanto, en occidente, los grandes ideales de la abolición de la propiedad
privada y de la emancipación del trabajo asalariado reculan más y más y quedan
postergados a un futuro nebuloso. Al fin y al cabo, propiedad y trabajo por
cuenta ajena están configurándose como los grandes motores de una revolución
industrial que está cambiando la vida, la sociedad y el aspecto del planeta.
La segunda contienda mundial, con la enorme sangría
padecida tanto en los campos de batalla como en la retaguardia, el
desmantelamiento del aparato productivo por causa de los bombardeos masivos, y
la consiguiente escasez de recursos humanos y materiales, está en el origen de
una nueva fase de la producción. Es el Estado quien toma el timón en sus manos:
dirige el esfuerzo de la producción nacional a la economía de guerra, e impone
a obreros y obreras (la ausencia de hombres es suplida por las mujeres, que por
primera vez adquieren visibilidad y reconocimiento público) sacrificios que
ellos y ellas aceptan con gusto como un deber patriótico. La derecha y la
izquierda se acomunan y la sociedad civil se subsume al Estado en aras de un
gran objetivo común a todos: la supervivencia y la victoria.
El “Estado social” nace de esas premisas. El esfuerzo de
los trabajadores se prolonga después de la victoria, ahora con el objetivo de
la reconstrucción. Con Keynes, con Bevan, se prolonga esa ilusión de una
comunión de intereses entre capital y trabajo, entre izquierda y derecha, entre
Estado y sociedad civil. Es en ese momento histórico, durante el ciclo largo
expansivo de la posguerra mundial, cuando la izquierda es “seducida” por el
Estado, cuando empieza a considerarlo, en positivo, “la” palanca decisiva,
eficaz y poderosa, que puede ofrecer a la sociedad el impulso necesario para
completar una transformación histórica. Olvidémonos en este punto de mi
anterior alusión a Lassalle y a Marx. Era una simple metáfora.
Un paréntesis sobre la expresión “Estado social”, apuntada
por el profesor Aparicio Tovar. No ignoro hasta qué punto está asentada en los
ámbitos académicos, pero me parece un oxímoron. Sugiere la idea de una sociedad
incorporada al Estado, que ha pasado de alguna forma a ser parte integrante de
él. Pero ni es así, ni puede serlo nunca. La sociedad es una estructura, el
Estado una superestructura. La confusión entre ambos, o la ilusión de un
maridaje indisoluble entre ambos, ha sido a mi entender un error capital de la
izquierda. Un error que ahora estamos pagando muy caro, y que, sin embargo, no
hemos rectificado.
Las premisas teóricas que orientan la actuación de esa
izquierda “seducida” por el Estado son: que la propiedad privada de los medios
de producción ha dejado de ser un elemento relevante, puesto que es el Estado y
no los propietarios quien controla y dirige la economía; luego la propiedad no
se toca. (Más tarde vendrá lo peor: no ya es que no se toque, es que se
privatizará lo que era público.) Y la mejora de la condición de los
trabajadores puede posponerse hasta las calendas griegas porque el Estado
dispone de un mecanismo reequilibrador de una efectividad impresionante: los
sinsabores, en el interior de la fábrica o del taller, de un trabajo
heterodirigido, alienado, extenuante, son compensados a través de una
redistribución de la riqueza creada por ese mismo trabajo, en la forma de unos
servicios sociales cada vez más afinados, completos y sofisticados. Desaparece,
en consecuencia, el horizonte teórico de la emancipación, sustituido por el
nuevo concepto del bienestar, el “welfare”, convertido en clave de bóveda o en
madre del cordero de una forma de democracia representativa que lleva implícita
una alternancia pacífica entre los gobiernos que expresan los intereses del
capital y los que se reclaman del trabajo. El mecanismo de las urnas determina
cada cierto número de años si van a ser unos u otros los que dirijan la
“máquina” estatal (recordemos la expresión de Bakunin); pero el resultado viene
a ser indiferente desde el momento en que unos y otros comparten una misma
visión de los problemas. Se da ya de antemano lo más parecido a lo que luego
será calificado de pensamiento único.
Nuevo paradigma y autismo del Estado
Pues bien, el mundo ha vivido en los últimos años una
mutación gigantesca. El paradigma fordista de la producción ha quebrado con la
introducción masiva de nuevas tecnologías, tanto en la industria en sí como en
el terreno de las telecomunicaciones. La gran fábrica, el símbolo más perfecto
de toda una etapa productiva, ha cerrado sus puertas. Se ha producido un big
bang, una gigantesca explosión, que ha fragmentado en millones de pedazos el
mundo de la producción y del trabajo, antes compacto y estable, ahora disperso
y precario. Donde había pleno empleo tendencial, ahora tenemos índices muy
altos de paro estructural. El peso del factor trabajo en el producto interior
bruto ha sufrido un descenso vertiginoso, y sigue en caída libre. Ni los
impuestos ni las cotizaciones de los trabajadores pueden costear ya los gastos
de la previsión social en los niveles conocidos hasta ahora. Al mismo tiempo,
el gran capital ha globalizado su funcionamiento y sus expectativas de
inversión y de ganancia; su ubicuidad le permite utilizar a voluntad mecanismos
de evasión o de elusión de impuestos en los países en los que invierte, y la
lógica nueva del negocio financiero lo desliga de las leyes tradicionales de
los mercados, como la productividad, la prospección, la competitividad o los
balances de resultados. El gran capital puede hoy arruinar una empresa rentable
y bien dimensionada, vaciarla de patrimonio y de contenido, y venderla por un
precio irrisorio, dejando en la calle a cientos o miles de trabajadores
competentes y bien adiestrados. Puede hacerlo, y en efecto lo está haciendo.
Esta nueva situación ha dejado desubicados al Estado y a
sus instituciones. La soberanía nacional significa hoy mucho menos que hace
unos años, porque no hay dónde ni cómo ejercerla; los instrumentos estatales de
dirección y gestión de la economía han perdido toda eficacia; el capital no
sólo se independiza de hecho, sino que impone sus propias condiciones al
Estado; y entre los dos hacen repercutir los costos de sus operaciones sobre la
sociedad civil, que es quien sufre en sus carnes las consecuencias del
cataclismo. En cuanto al Estado del bienestar, se está desmontando pieza a
pieza en una gran voladura controlada. Hoy todo lo que tenemos, para decirlo
con Carlos Arenas Posadas, es un “Estado de malestar”.
La reacción defensiva que genera en el
Estado-superestructura la impotencia a que se ha visto reducido por la
avalancha de novedades llegadas con el cambio de paradigma, lo lleva a levitar
como un enorme globo aerostático sobre la estructura de la sociedad, soltando
las amarras que lo sujetaban a ella. La actitud del Estado hoy es autista. Se
desentiende de sus responsabilidades, es el primero en gritar “sálvese quien
pueda”, ha roto el contrato
constitucional que lo ligaba a la sociedad, y se preocupa sólo de atender a los
deberes que le imponen las instancias multinacionales del capital: saneamiento
de la banca, equilibrio de los presupuestos, austeridad “asesina” (recojo la
expresión de Paco Frutos), centralización máxima de los recursos, restricción
de los créditos. El hecho de que florezca como nunca la corrupción en sus
distintas covachuelas es – también – una expresión significativa del
desgobierno y la conducta errática que presiden sus decisiones.
Una izquierda estatalista
Por curioso que parezca, la izquierda no ha perdido su
confianza en las bondades del Estado. Una razón es, probablemente, que ella
misma está introducida a fondo en las instituciones del Estado. Demasiado
introducida, si se me permite la objeción. Flota en alguna parte de su
territorio la idea de que “Estado somos todos”, como en aquel eslogan de la Hacienda pública hace
algunos años. La izquierda ha tenido su cuota de corresponsabilidad en el
gobierno, y sigue asumiendo hoy, a pesar de todos los pesares, una
corresponsabilidad en el desgobierno. De hecho, la preocupación por la
“gobernabilidad” del Estado parece ser aún la preocupación primordial de
nuestras izquierdas, el azucarillo que les ayuda a tragar todos los sapos que
les son presentados. Si hemos de padecer, como antes he afirmado, un Estado
autista, tenemos además una izquierda ensimismada, lejana a la sociedad y
abstraída en su propio laberinto. Me refiero a la izquierda establecida, “vincente” en la expresión de Trentin: la que ha
ejercido responsabilidades de gobierno. Todo pasa en la izquierda como si
pudiera arreglarse de pronto con un vuelco electoral que la devolvería al poder
y a la gestión de los recursos clásicos del Estado del bienestar, para
felicidad de sus electores y de la ciudadanía en general. Pero es obvio que las
cosas no funcionan así.
Por cierto, vale la pena interrogarse sobre cómo han
ejercido hasta ahora nuestras izquierdas las responsabilidades de gobierno,
cuando las han tenido y en la medida en que las han tenido. No voy a entrar en
el tema, excede mis capacidades. Doy, eso sí, la palabra en este punto a
Riccardo Terzi, con la advertencia leal de que él se está refiriendo a otra
izquierda, la italiana, y a otras responsabilidades de gobierno, sin duda no
asimilables miméticamente a las que se han vivido aquí. Dejo al lector la
decisión de si es factible establecer algún paralelo entre una y otra
situación: «Se razona de un modo estático, dentro de un determinado equilibrio
de poderes, y en ese análisis acaba por desaparecer la fuerza fundamental de la
izquierda, su relación con los movimientos y con las expectativas de la
sociedad civil. La izquierda no tiene el coraje de apostar sobre sí misma y
sobre su futuro. Falta una cultura reformista digna de su nombre, porque falta
la capacidad de proyecto, de innovación, y lo que prevalece es la lógica de la
gestión, de la mediación pasiva entre los intereses en presencia. La izquierda
ha gobernado, pero no ha sido portadora de un proyecto autónomo propio. Podemos
presumir de actos administrativos y de obras públicas importantes, pero la
calidad de la condición urbana y la calidad democrática de la vida pública han
retrocedido.» (R. Terzi, La pazienza e l’ironia. Ediesse, Roma 2011, pág. 130-31.)
Nuevas solidaridades y vuelta a la sociedad
Si no eres capaz de apuntar soluciones, formas parte del
problema, se me podría decir con razón. Voy a concluir mi diatriba con algunas
propuestas que a mí, al menos, me parecen razonables.
La primera propuesta es la vuelta a la sociedad. Lo
expresaba de una forma explícita en el último párrafo de mi intervención
anterior “Contra el estado de bienestar” (1). Hay un tic superestructural
permanente del que las izquierdas políticas y sindicales deben liberarse, o
desenmarañarse. Es necesario que se apeen de esas alturas en las que se han
perdido y pisen tierra firme, porque la izquierda sólo es capaz de crecer de
abajo arriba, como un árbol; y como un árbol, recibe todos sus nutrientes del
suelo social.
El suelo social es diverso, no uniforme. Esa diversidad se
ha multiplicado dentro del nuevo paradigma. Hoy no se puede reducir la
militancia a la figura arquetípica del obrero-masa. Conviven en el seno de la
sociedad capas sociales y expectativas de vida muy diferentes entre sí.
Representarlas a todas, porque todas ellas son legítimas y todas “suman”, exige
un gran plus de esfuerzo: un contacto más próximo, una multiplicación de los
espacios de debate social, una atención particular a detalles que antes se
descartaban como insignificantes. En palabras de Maurizio Landini, dirigente de
la FIOM , citado
en otro contexto por López Bulla: «Cuanto más complejo y diferenciado es el
universo representado, más difícil es la tarea de los representantes.» Pero de
esa tarea difícil, la izquierda no puede y no debe dimitir.
Quizá entonces la clave para superar la dislexia a la que
aludía en mi texto anterior, ya citado, se encuentra en el respeto a la
iniciativa y a la expresión plurales de las izquierdas existentes en la
sociedad, y a las formas como cada una de ellas desarrolla su actividad.
Conviven en el mismo territorio movimientos sociales, sindicatos y partidos, y
cada uno posee su autonomía propia. Eso no es malo, al contrario, es una
riqueza. La centralización supone siempre un principio de burocratización. La
arquitectura política del futuro de la izquierda debería asentarse, pienso yo,
en una federalización basada en dos principios básicos: la máxima autonomía
para cada escalón, y la máxima cooperación entre todos ellos. Esa
federalización, por supuesto, no ha de detenerse en el escalón del Estado
nacional, sino ir más allá, abarcar también a la Unión Europea y en
último término a la aldea global.
Mientras tanto, pienso que el nuevo sujeto político en
ciernes, el gran partido político de masas que conseguirá en el futuro reunir a
la izquierda diversa, habrá de ajustar su estructura, su funcionamiento y su
praxis a un principio novedoso y sorprendente: el “descentralismo” democrático.