Federico
Martín Bahamontes negociando una revuelta en la “grande route” francesa. Ha
fallecido a los 95 años. Ganó un Tour, en 1959, y seis Premios de la Montaña,
además de otras carreras en Italia y en España.
Todos éramos Bahamontes, en la segunda mitad de los
cincuenta. El Tour de Francia tenía una mística propia, e inspiraba un temor
reverencial. No era para ciclistas españoles, “nosotros” no sabíamos correr en
pelotón, no entendíamos las tácticas, íbamos a nuestro aire sin formar adecuadamente
“la grande boucle”, nos dejábamos desbaratar sin abanicos cuando soplaba el
mistral. Éramos soldados de guerra de guerrillas, escapadas en solitario,
machadas sin apenas consecuencias en la clasificación general.
Teníamos, sí, a Bernardo Ruiz, que subió al podio del
Parque de los Príncipes el año 52, y a Miquel Poblet, que ganó al esprint una
primera etapa y fue dos días de amarillo: nada en comparación con Louison Bobet
o los grandes italianos Bartali y Coppi, o incluso el suizo Koblet y el
luxemburgués Charly Gaul.
Y en estas llegó Federico, que se subió en solitario al
Tourmalet y se detuvo en la cumbre a la espera del pelotón tomando un helado,
porque le daba miedo bajar solo por aquellos vericuetos. ¡Tan español, tan
nuestro!, decía la prensa, que le dio el título de Águila de Toledo.
En el pueblo de la sierra donde pasaba el verano con mi
primo en casa de las tías, les sonsacábamos una pesetilla para comprar la Marca;
entonces no había tele, y tampoco radio que siguiese el evento en román
paladino. Nos conectábamos a una emisora francesa de deportes, pero ellos solo
hablaban de Anquetil y Poulidor, la nueva generación de maravillas de la ruta. Y
la verdad es que no se les entendía, solo pescábamos algún retazo de
información.
La Marca lo traía todo negro sobre blanco, con un día de
retraso. En las primeras etapas, perdidas para la causa si no estaba Poblet,
nuestra Águila llegaba a la meta el 132º, por ejemplo, y perdía regularmente un
buen cuarto de hora al día. Todo cambiaba cuando la Grande Boucle llegaba a Pau
y empezaban los Pirineos (Luchon, Bagnères de Bigorre…). Ahí éramos los amos,
Federico se empinaba sobre el sillín y se hacía el vacío a sus espaldas. El
Aubisque (nunca pronunciamos “Obisc”) por las dos caras y el Tourmalet de
postre. Federico iba solo, Anquetil solo estaba atento a la rueda de Poupou, el
Gran Perdedor. Nosotros hacíamos cola delante del quiosco de la plaza a partir
de las diez, cuando ya había llegado el tren de Madrid que traía la prensa, para
ser de los primeros en leer la Marca con toda la información y clasificaciones
de la etapa del día anterior. El único galardón que avizorábamos en esos días
críticos era el Premio de la Montaña. El Tour, con su prestigio intacto, era el
Nunca-Jamás de nuestros sueños, durante tres semanas. Nos habíamos transfigurado
en Bahamontes alzado sobre su sillín.