Carmen
y Paco de excursión familiar. El lugar no es Núria, pero la edad es más o menos
la correspondiente. Tal vez la foto se tomó el mismo verano.
Debió de ser en agosto del año 1954; para entonces yo
estaba en vísperas de cumplir los diez años, y Carmen tenía solo ocho. Las dos
familias veraneábamos en La Garriga, y desde allí hicimos una excursión conjunta
a Núria. Era necesario madrugar para coger el tren, que nos dejaba en Ribes de
Fresser, y allí enlazar con el cremallera que por Caralps (ahora Queralbs) nos
dejaba en el valle de Núria. Los vagones del tren de Ribes eran de madera con
plataformas metálicas en los extremos, como los de los Hermanos Marx en el
Oeste. Era un subidón instalarse en la plataforma, disfrutar del traqueteo y
los decibelios, y ver el paisaje desde allí.
Las dos familias llevábamos a hombros todo lo necesario
para la excursión. Cuando digo todo, quiero decir “todo”. A mí, como mayor de
los chicos, me tocó cargar con la sandía, y para la ocasión (era una excursión
larga, al límite de nuestras posibilidades para una ida y vuelta el mismo día),
también con un rollo de papel de wáter marca “El Elefante” destinado a prevenir
cualquier contingencia.
El desayuno tuvo lugar en el bar de la estación de Núria:
un tazón grande de leche y un bocadillo de provisión casera, envuelto en papel
de plata. Después de recontados niños y enseres, el grupo en perfecto orden de
campaña dejó el valle por el camino de la Font Negra, que ascendía hacia
poniente.
Era la Font Negra, creo. También pudo ser la Font Alba, que
en mi recuerdo estaba más lejos y siguiendo un camino más empinado. Como íbamos
mamás y niños pequeños, además de los jefes de familia al mando, mi idea es que
en aquella ocasión se optó por lo práctico y el objetivo señalado fue la Font
Negra, un afloramiento de agua en una ladera muy pina, a una distancia asumible
para todas las edades.
Pusimos las bebidas y la sandía a refrescar en la
corriente, buscamos asiento cómodo sobre la hierba, se repartieron los platos y
los vasos de plástico, y empezaron a circular la tortilla de patatas, los
filetes empanados y las grandes rebanadas de pan pringado con tomate. Los niños
pequeños alborotaron para hacerse notar, y los mayores nos situamos al acecho
de cualquier ocasión favorable para reengancharnos a un trozo de tortilla o un
filete más.
Luego, los papás se tumbaron a dormitar con un pañuelo
tapándoles la cara, y las mamás se juntaron a cuchichear informaciones
inaudibles. La siguiente generación, la nuestra, había sido conminada con
severidad a guardar un silencio profundo y continuado, cosa imposible dada la
naturaleza de las cosas.
Antes de que la paciencia de los papás durmientes diera
paso a una ira jupiterina, el sentido práctico de las mamás les sugirió la idea
de mandarnos por parejas a recoger ramitas con las que hacer un refugio para aves.
También hubo una recogida escrupulosa de “basura”, es decir de papeles de
envolver, platos sucios y corteza y semillas de sandía. Todo se guardó en un
gran paquete, dejando limpio el paraje.
Acabada la siesta, emprendimos todos la vuelta hacia el
valle y el tren. Libre de la sandía, yo llevaba ahora una bolsa con el paquete de
la basura y el rollo de papel higiénico, más una vara de avellano como bastón.
Carmen me pidió el rollo por una urgencia. “Busca un sitio
escondido, no hay problema, yo vigilo”, le dije, solos los dos frente a la
naturaleza. Yo tenía hermanas, sabía cómo funcionaban aquellas incidencias en
las circunstancias, siempre complejas, propias del otro género.
Hubo un fallo. Pensamos que sería cosa de un momento, no pasamos
parte de incidencias a la superioridad por el breve receso, y se produjo un desajuste
en el plan de campaña. Caminamos un rato sin ver a nadie delante, y ni siquiera
seguros de que no quedara nadie detrás. Incluso esperamos un rato prudencial por
si aparecía a nuestras espaldas alguna compañía.
Nadie apareció. Caminamos más deprisa, pero tampoco
estábamos seguros del camino, y no se oían voces. Sabríamos luego que los papás
habían dado la consigna de acelerar, para llegar a la estación con tiempo
suficiente para coger asientos en el cremallera, siempre lleno.
La solución apareció de pronto, en una revuelta vimos aparecer
el monasterio, inconfundible, a lo lejos. Había una tartera en aquel lugar, en
una ladera en fuerte pendiente de más de cien metros, y abajo se veía un camino
más ancho y mejor trazado, junto a un arroyo de montaña.
“Creo que por aquí podemos atajar”, propuse. “Si no tienes
miedo”. Carmen no tenía miedo a nada. Las piedras sueltas apenas representaron
un problema, y la tartera fue un atajo maravilloso. El camino ancho y el arroyo
nos llevaron en poco tiempo hasta la explanada principal del monasterio.
Cuando llegamos, estábamos seguros de que éramos los
últimos, pero el lugar estaba desierto de familia. Ahora no sabíamos si habíamos
caminado delante o detrás del grupo. Paciencia, para volver al tren había que
pasar exactamente por ahí.
Lo que de verdad había ocurrido, fue que en algún momento las
familias se dieron cuenta de la ausencia de dos unidades en el efectivo de la
expedición. Dieron marcha atrás, vocearon por los valles, no encontraron a
nadie. Se efectuaron marchas y contramarchas, alguien se asomó con cuidado a
los puntos peligrosos del camino en los que podía haberse producido una caída,
y por fin se optó por seguir a toda prisa hasta el valle y dar parte
a la guardia civil para organizar una búsqueda con más medios. Los niños pequeños
pedían brazos, los mayores callaban, todos estaban nerviosos y desanimados.
Y al llegar a Núria, allí estábamos esperándoles Carmen y
yo, contentísimos de verles. Agitamos los brazos, revoleamos los jerséis, y conseguimos
que nos vieran desde bastante distancia.
Se adelantaron al resto del grupo la mamá de Carmen y mi
papá. Ella le dio un abrazo muy fuerte, y muchos besos. Papá me pegó una
bofetada, por incumplir órdenes y tomar iniciativas indeseadas. “Pero si no ha
hecho nada malo”, le protestó Carmen, cándida.
No puedo decir que la bofetada me extrañara. No es que mi
padre fuera ningún monstruo, pero por lo común prefería tensar la cuerda. Siempre
tuve la sensación de que, a la larga, yo acabaría por decepcionar las
expectativas que había puesto en mí; y los años confirmaron ese presentimiento.
Enseguida llegó mi mamá, y yo también tuve, como Carmen, mi
ración de besos y caricias. A la hora de las explicaciones, se aceptó que yo
había tomado una decisión adecuada e incluso brillante, habida cuenta de que no
podía conocer todas las circunstancias del caso.
Por fortuna, había asientos libres suficientes en el
cremallera, y todos estábamos muy cansados. Luego, durante el interminable
viaje hasta La Garriga en el tren del Far West, cada cual intentó dormir y
reinó el silencio.
Hasta ahí, mi recuerdo. El día estuvo cargado de
premoniciones para el futuro, pero nunca me di por aludido. Para ser del todo
sincero, no creo en las premoniciones.