Querido José Luis, incluyo la traducción de las páginas de
Rossanda. Veo que es un artículo de febrero de 2011, al hilo de la última de
las que Fausto Bertinotti llamó "oportunidades perdidas", y de tono
bastante diferente a aquél. Me encuentro en un dilema a la hora de redactar un
comentario, ¿por dónde enfocarlo? Aparte de lo justo de algunas intuiciones de
la señora, como la actuación de los militares en Egipto, lo más sustancioso me
parece la caracterización de los "indignados" de allá y de aquí como
el nuevo proletariado, y lo ilusorio de la fantasía de que ese movimiento
movimientista pueda asaltar cualquier palacio invernal, porque lo cierto es que
si no se organiza su destino es caer en manos de cualquier poder. Otros temas
sugerentes son el de la participación que le es negada a la sociedad civil en
nuestros regímenes neoautoritarios, o el Estado como "sociedad de
negocios" que ofrece perspectivas pingües a la elite económica en un
enjuague ambiguo de propiedades público-privadas. Finalmente, pero eso es ya
una camisa de once o incluso más varas, en torno al análisis sobre la
falta de participación democrática cabría una reflexión sobre lo que significa
en nuestras coordenadas el dret a decidir. Decidir, ¿qué? Porque se
propone ese derecho sin especificar los cauces, los procedimientos
ni los límites, en un país virtualmente soberano. ¿Sólo vamos a
decidir si queremos un Estat propi? ¿Qué tipo de Estat? Y, ¿propiedad de quién?
Paco Rodríguez de Lecea
LAS ILUSIONES PROGRESISTAS
por Rossana Rossanda
Luciana Castellina hace la pregunta justa:
¿cómo ha ocurrido que hombres y movimientos en los que se habían depositado
tantas esperanzas y que se comportaron de un modo magnífico en las luchas de
liberación, hayan llegado al punto de suscitar el rencor de una parte tan
grande de su pueblo? Las revueltas en el Magreb y en el
Oriente Medio nos plantean este problema.
Y lo mismo cabe
decir de las reacciones de los dirigentes en el poder, en particular los que lo
habían asumido con un ímpetu progresista: el libio Muammar el Gadafi y el gobierno procedente del FLN
argelino. No es una pregunta distinta de la que debemos hacernos sobre la razón
por la que las revoluciones comunistas han corrido la misma suerte. Es ridículo
responder que Stalin era un monstruo (Stalin y Hitler tal para cual, tesis de
los historiadores post 1989), y quizá Lenin también, y Mao un loco de atar; y
por otra parte esa respuesta no hace sino modificar la pregunta: ¿por qué
entonces unas masas inmensas y unos cambios profundos encontraron en ellos sus
líderes? En el caso de Gadafi, con sus uniformes rutilantes y sus capas de
caballero del desierto, con su convicción de ser un libertador y su disposición
a asesinar y a ser asesinado, el elemento de delirio es evidente, igual que sus
coqueteos sucesivos con las potencias occidentales y con el terrorismo. Pero al principio tampoco él pareció loco a nadie, y no
lo era.
Sería
interesante profundizar en algunas hipótesis, siquiera sea en cuanto al futuro
inmediato de los movimientos que están agitando los países árabes. La primera
de ellas es entender la naturaleza ilusoria de un anticolonialismo,
interpretado a menudo como antiimperialismo y, más raramente, como
anticapitalismo, confiado en presencia de masas incultas a una vanguardia
fuerte y resuelta, que de forma más o menos transitoria toma el poder y, a
veces por medio de Constituciones ad hoc, lo defiende no sólo frente a los
adversarios sino también frente a cualquier crítica, incluidas las de sus
propios compañeros, a los que ve "objetivamente" como enemigos. Y a
menudo lo son o llegan a serlo, porque una lucha anticolonial no se desarrolla
en el vacío sino en presencia de instancias poderosas políticas y económicas,
que interfieren a cada paso y ante cada contradicción presente en el
"proceso revolucionario". El cual se defiende con medidas drásticas,
pero que resultan justificadas incluso para los observadores externos, porque
la historia es complicada. ¿Quién habría dicho que la oposición al sha de Persia,
Reza Pahlevi, iba a ser dirigida por un movimiento religioso fundamentalista? La CIA no lo había sospechado, y
muchos de nosotros nos dijimos que, en fin, a veces el progreso se abre paso
por caminos inesperados; y no pienso sólo en “il manifesto”, sino en Michel
Foucault. Y sin embargo nos equivocábamos, como se han equivocado Chávez o Lula
cuando han invitado a Ahmadineyad. De ese error tuvo buena parte de
responsabilidad la URSS
en la medida en que defendía únicamente sus propios intereses como Estado (y en
ellos, a medio plazo, perdió y se perdió), pero también los partidos
comunistas, que vieron en la propia URSS y en sus políticas la única
salvaguarda existente después del fracaso de las revoluciones en Europa. Cuando
en Bandung, por iniciativa yugoslava, se formó el bloque de los países no
alineados, ¿debe atribuirse la causa de su breve supervivencia únicamente a la
antipatía que sentían por ellos las dos superpotencias? Sus intenciones de paz
eran fuertes, pero su modelo social era débil. Mucho más grave fue el hecho de
que la descolonización pasó pronto – una vez liquidados los Patrice Lumumba o
Amílcar Cabral – a través de la formación de burguesías nacionales (también
durante algún tiempo el movimiento comunista confió en ellas) o bien de fuerzas
que, inicialmente anticapitalistas o progresistas mediante formas de propiedad
pública, pronto se enredaron, bien debido a los problemas de un crecimiento
económico enteramente estatalizado con el Estado reducido a su expresión más
burda, sin ninguna forma de control desde abajo, o bien, peor aún, debido a
formas diversas de corrupción. Libia y Argelia, en posesión de grandes fuentes
de energía, son dos ejemplos muy diferentes de un secuestro del poder que ha
negado cualquier tipo de participación a las mismas poblaciones a las que
dispensaba algunos servicios que hicieron crecer sus necesidades, pero a las
que no implicó nunca salvo en una red, más o menos transparente, de negocios o
de llamamientos basados en la emotividad. La mundialización ha inducido en esas
poblaciones un doble proceso: de un lado, en el vértice se ha establecido una
alianza del régimen con las fuerzas económicas, utilizando el Estado como una
agencia de negocios de propiedad ambigua; y de otro lado, se ha generado una
inmensa masa de trabajadores explotados pero en buena parte aculturados, y
dotados de medios de comunicación desconocidos para los condenados de la tierra
de cuarenta años atrás: las muchedumbres de la plaza Tahrir disponían de
teléfonos móviles y estaban familiarizadas mayoritariamente con Internet, que
en buena parte había contribuido a su formación. Los explotados y oprimidos de
hoy no son ya los humillados y oprimidos de antes. Ni son tampoco únicamente,
como algunos se complacieron en divulgar después del 11 de setiembre, una masa
de maniobra de los imames fundamentalistas. Este nuevo tipo de proletariado -
que no otra cosa es – ya no se somete con facilidad a los progresismos
despóticos, de los que extrajo en el pasado algunos beneficios. Es él quien ha
invadido las plazas, quien hace tambalearse a los regímenes, quien se ha
sacudido la hegemonía del islamismo a través de una cierta secularización.
Excepción hecha del poder de la dinastía wahabita de la Arabia saudí, y sobre todo
de los ayatolás iraníes, capaces al mismo tiempo de desarrollar y de mantener
encerrada en un sistema sólidamente aherrojado a una "sociedad civil"
reluctante hasta cierto punto, pero a la que no se consentirán sin la menor
duda los tumultos del mundo árabe. En cambio, en Túnez y en Egipto los militares
son los únicos mediadores, prepotentes y peligrosos, entre el poder y la
población.
Peligrosos, porque también ellos son una casta cerrada, y por naturaleza
fuertemente jerarquizada, en la que no existe alternativa entre obediencia e
insurrección, insurrección y obediencia, una necesariamente a continuación de
la otra. No pienso, como algunos amigos, que la salida de esta situación esté
en una especie de confrontación permanente entre movimientos abiertos e
instituciones cerradas, y mucho menos que el desarrollo de la persona pueda
consistir en un perpetuo echarse a las espaldas todo el contexto, como en este
mismo periódico se sugería a los tunecinos que han desembarcado en Lampedusa.
Puede que alguno de ellos madure en el éxodo, pero no me atrevería a proponer a
quienes apenas acaban de librar a su país de una autocracia que se vayan a otra
parte, sin ocuparse de volver a dar un sentido al tejido social del que
proceden; y aún menos que pasen a nuestro continente, encerrado en su propio
declive. En todos los países en los que una forma de despotismo, sea obtuso o
progresista, ha impedido la articulación de corrientes y proyectos de sociedad
y la confrontación democrática de todos ellos en el conflicto, una muchedumbre
generosa pero atomizada, y que desea seguir así, será siempre antes o después
presa de un nuevo poder. No por nada los totalitarismos prohíben la existencia
de cuerpos intermedios que no sean una emanacion directa suya. El problema de
las revueltas árabes – a las que tal vez no es justo tampoco dar ese nombre -
es el de darse a sí mismas la forma de partidos y sindicatos y reglas y
divisiones de poderes que puedan convertirse en palancas reales de intervención
sobre unos regímenes que siempre tienden a reconstituirse de nuevo. Es un
problema presente también entre nosotros, y estamos lejos de haberlo resuelto
si, en el caso italiano, nos vemos paralizados por un personaje de un nivel tan
modesto como Berlusconi. Existe en occidente un malestar de la
democracia representativa que es imposible ignorar. Pero no lo resolveremos arremetiendo al frente de una
multitud cualquiera contra un Palacio de Invierno; la historia debería habernos
enseñado por lo menos esto. La pregunta que surge hoy ante las muchedumbres
triunfantes de Túnez y de El Cairo, o ante las batallas en curso en Libia, no
es distinta de la que ha venido madurando en nuestra desoladora cotidianidad.
Fuente : “il manifesto”, jueves 24 febrero 2011
Traducción de Paco Rodríguez de Lecea