Se me ha puerto Mario Trinidad
6.9.13
Pido disculpas al editor de este blog y a cualquier
improbable lector por el “me”. La noticia escueta es que Mario Trinidad ha
muerto. Sobra ese “me”. Sin embargo, reivindico un sentimiento muy particular
ante una noticia que nos afecta a muchos por igual, pero que en mi caso, a
través de la lectura de un hermoso obituario firmado por Soledad Gallego, ha tenido
el efecto fulminante de un rayo en mitad de un descampado. En pocos meses he
sufrido la pérdida de mi hermano pequeño, una vivencia claramente contra
natura, y ahora la de Mario, que en tiempos fue otro hermano.
Nos conocimos en las aulas del CEU, en el primer
curso de la carrera de Derecho. Tardamos en congeniar. En nuestro caso – como
en ciertos experimentos de química – hizo falta un catalizador, un tercer amigo
que nos puso en contacto y con quien nos embarcamos en una larga aventura
intelectual. No cito el nombre de ese tercer amigo no porque lo haya olvidado,
ni mucho menos, sino porque no tengo permiso para dar su nombre y aborrecería
ser indiscreto en este punto. Quienes convivieron con nosotros en esos años
saben perfectamente de quién hablo.
No sólo cursamos juntos toda la carrera, y nos
reunimos en casa de cualquiera de los tres para repasar e intercambiar apuntes.
Íbamos juntos también a los cines, a los teatros y a las librerías. Durante
unos años mágicos fuimos casi intercambiables, una persona que pensaba con tres
cerebros y sentía con tres corazones. Cada uno de nosotros sabía, antes de que
ocurriera, la reacción, incluso las palabras aproximadas, de los otros dos
frente a cualquier situación. Y lo que nos caracterizaba en aquella edad de los
descubrimientos era sobre todo la voracidad intelectual. Descubrimos juntos a
Antonioni y Bergman, a Buero Vallejo, a Freud y Marx, a los Beatles. Fuimos
asiduos de las tertulias estudiantiles del padre Miguel Benzo, consiliario
entonces de la Acción Católica , y
discutimos con él combativamente de religión delante de un tablero de ajedrez,
mientras su instalación estéreo desgranaba las notas de la sonata opus 111 de
Beethoven tocada por Wilhelm Backhaus (la más sólida argumentación, quizá, a
favor de la existencia de un más allá, pero aun así insuficiente para nosotros;
aunque yo fui el más reticente de los tres a abandonar la fe. “Resulta a fin de
cuentas que todos mis mejores amigos son ateos”, se lamentó un día Benzo).
También, lectores impenitentes como éramos de “Cuadernos para el Diálogo”, nos
conjuramos un día para entrar en contacto con las comisiones obreras y
comprometernos de alguna forma con una opción que veíamos como la punta de
lanza para el desguace del franquismo. Los tres, de una forma u otra, cumplimos
años después nuestro compromiso.
La vida nos separó. Lo primero, las mujeres: formamos
familia y los tres, con nuestras respectivas, Encarnación, Pilar y Carmen,
asistimos como invitados a las bodas de los otros dos. Lo segundo, el trabajo,
cada vez más absorbente. Incluyo también el trabajo clandestino: los tres
ingresamos en el partido comunista (yo en el PSUC catalán). Era, en nuestra
opinión, cuestión de pura coherencia. Y seguimos viéndonos cuando podíamos;
una, todo lo más dos veces al año, aprovechando fugazmente días de vacaciones.
Luego ocurrió que Mario dejó el PCE por el PSOE y yo
comprendí, y en parte compartí, sus argumentos, pero estuve en desacuerdo con
sus conclusiones. No creo, retrospectivamente, que aquello nos distanciara,
pero era mucho más difícil coincidir ahora que él vivía en Chicago o en otros
lugares aún más exóticos.
No incluyo en estos apuntes los datos relevantes de
la biografía política de Mario; cualquier interesado los encontrará en Google.
Sí me importa destacar que al paso de los años los dos insistimos hasta la
tozudez, en nuestro trabajo teórico o práctico, en el leitmotiv del trabajo
como base de la vida y como base de la economía. Hacía más de veinte años que
no nos hablábamos, ni nos escribíamos, ni nos telefoneábamos; pero digo la
verdad cuando afirmo que nunca dejamos de vernos. Enterarme de su muerte ha
sido sentir morir un pedazo de mí, sentirme yo mismo amortecido por esa atroz
herida en carne ajena. Mejor expresarlo con unos versos de Miguel Hernández que
siempre consideré hiperbólicos hasta que he comprobado que expresan una
realidad seca y palpable:
“No hay extensión más grande que mi herida.
Lloro mi desventura y sus conjuntos,
Y siento más tu muerte que mi vida.”
Las preguntas de Rossna Rossanda.