domingo, 11 de diciembre de 2022

LA BELLEZA DEL CAMPANILE

 


Apoteosis del campanile giottesco de la catedral de Florencia, en una fotografía de I. Manfredi. La luz casi sobrenatural añade maravilla sobre maravilla.

 

No faltan opiniones que sostienen que el de Giotto en Florencia es el campanile más bello del mundo. Lo dijo Ruskin en “Las siete lámparas de la arquitectura”, pero casi nada de lo que haya escrito Ruskin, pelmazo dogmático donde los haya, es enteramente de fiar, y uno de los fastidios más grandes que nos agobian a los mortales es esa necesidad de los poncios de clasificar la belleza – algo inclasificable por naturaleza – en una espiral ascendente de menos a más, a fin de confeccionar listas oficiosas de excelencias. Se hace con las cervezas artesanales o los cocidos madrileños; con las bandas de reguetón o con las películas de Frances McDormand; con los castillos roqueros o con las catedrales góticas.

Olvídense entonces de clasificaciones. A mediados del siglo XIII la venerable iglesia florentina de Santa Reparata se caía literalmente a pedazos, y el commune (el municipio, dispensen, no tenía intención de hacer ningún apunte político) encargó al arquitecto Arnolfo di Cambio la traza de una nueva catedral que había de ser la más grande y hermosa de la Cristiandad, o por lo menos claramente superior a los dos bellísimos templos recién levantados en Pisa y Siena, que acaparaban la admiración de los viajeros.

Eran tiempos de soberbia municipal, y Florencia tenía empeño en quedar por delante de cualquiera en la competición. Uno de sus hijos más ilustres (aunque no predilecto, nunca pudo regresar del exilio debido a una condena a muerte que pesaba sobre él), Dante Alighieri, expresó esta situación en dos versos de su Commedia, que me voy a permitir citar pudorosamente en su lengua original, sin traducirlos: «… la rabbia fiorentina, che superba / fu a quel tempo sí com’ora è putta».

Sea ello como fuere, la construcción de Santa Maria del Fiore (la flor en cuestión era, parece, el lirio que aparecía en el escudo de la ciudad) se prolongó durante más de siglo y medio, y alcanzó finalmente con creces las dosis de magnificencia previstas. Uno de sus maestros de obras, hacia el 1330, fue Giotto di Bondone, contemporáneo riguroso de Dante y conocido sobre todo como pintor, que fue el autor de la traza del campanile exento que se levanta a un costado de la fábrica principal. A diferencia del de Pisa, que además no quedó del todo bien asentado sobre sus cimientos, Giotto lo imaginó como una serie de pisos superpuestos, pero no exactamente iguales. Ahí entraron en juego las dos circunstancias que le dan superioridad sobre cualquier otro, según Ruskin: por un lado la inclusión del color en la arquitectura; por otro, el juego de las proporciones, de manera que, dado que la función de la torre es sobre todo “ser vista”, su manera de ofrecerse a los paseantes tiene muy en cuenta que estos la ven desde abajo.

La estética de la construcción de Giotto se vio comprometida en el siglo siguiente por el añadido de una cúpula gigantesca imaginada por Filippo Brunelleschi. Un prodigio técnico, pero un hiper volumen visible desde todos los acimuts y capaz de oscurecer el fino tallo de lirio, el “Fiore” emblemático, concebido por Giotto.

La fotografía de Manfredi resalta la esbeltez y la proporción del campanile, y disimula el volumen del cupulón que lo vigila de cerca. En la foto aérea bajo estas líneas aparece el conjunto completo, presidido por el Baptisterio octogonal cuyas puertas de bronce, labradas por Lorenzo Ghiberti, dieron fe de bautismo a la amplia revolución estética que había de ser conocida en las historias del arte como Renacimiento.