Alberto Durero, “El Caballero, la Muerte y el Diablo” (detalle).
Comenta Daniel Innerarity, en su reciente libro
“Una teoría crítica de la inteligencia artificial” (Galaxia Gutenberg 2025), la
estrecha relación histórica entre los modos de comunicación y los tipos de
democracia.
La primera democracia, nacida en Atenas hacia el s. V aC y que podríamos
calificar de socrática, estuvo basada en la oralidad, y era de tipo directo y
dialéctico. Fue por lo demás una flor efímera, rápidamente sofocada por el
enorme peso piramidal de los grandes imperios antiguos.
La democracia moderna, reinventada en el siglo XVIII, tuvo su base de maniobra
en la imprenta y en la comunicación a través de la prensa. (Entonces se definió
a la prensa como el cuarto poder, hoy es solo un mejunje irreconocible).
La democracia representativa basada en la libertad de opinión vehiculada por
una prensa libre entró en crisis en los albores del s. XX, con la nueva
hegemonía comunicativa de la radio y, algo más tarde, de la televisión.
Hoy, según John Keene (Democracy and media decadence, Cambridge 2013), la democracia
está «estrechamente vinculada al crecimiento de sociedades saturadas de
multimedia, cuyas estructuras de poder son continuamente cuestionadas por una
multitud de mecanismos de control o vigilancia que operan dentro de una nueva
galaxia mediática definida por el ethos de la abundancia comunicativa.»
A algunos puede sonarle abstrusa la descripción de Keane. Como ejemplo práctico
basta, sin embargo, fijarse en la verborrea fake y el desenfado de las críticas
al gobierno español desde rincones comunicativos tan heterogéneos como Se Acabó
La Fiesta o Taberna Garibaldi.
Esta situación no pone propiamente la democracia en peligro, pero sí sugiere la
necesidad de la adecuación del funcionamiento de las instituciones democráticas
(empezando por el parlamento y los tribunales) al escalón tecnológico
comunicativo en el que nos encontramos. De otro modo, podríamos vernos
arrastrados por el caos comunicativo como por una Dana repentina o una pandemia
viral.
Conviene, ante tanto volumen de “ruido” tecnológico, reafirmar la
indeterminación esencial de la política democrática, y la existencia a nuestra
disposición de opciones abiertas a la decisión colectiva. Política es sobre
todo libertad para decidir. Los big data o la inteligencia artificial pueden
ser escuderos de esa libertad, pero de ningún modo debe recaer en ellos el peso
de la responsabilidad social.
No está de más recordar al respecto una afirmación llena de sentido de Melvin
Kranzberg: «La tecnología no es buena ni es mala, y tampoco es neutral.»