Una
familia de excursión, a finales de los años cincuenta del siglo pasado.
Convendría deshacernos – dice Daniel Innerarity (en Una
teoría crítica de la inteligencia artificial, Galaxia Gutenberg 2025, p. 272-73)
– del paradigma de la inteligencia como una acción racional consciente, un patrimonio
individual acotado y mensurable mediante índices precisos. La inteligencia
humana consiste más bien en la interacción dinámica con el mundo, y en este
sentido es de carácter colectivo y social. Un acto inteligente es el que ayuda
a un grupo humano amplio a sobrevivir y prosperar; no, el que enriquece a algunos
individuos seleccionados, apartándolos al mismo tiempo de los demás con los que
conviven.
Así considerada, la inteligencia artificial no compite con
la humana. No existen replicantes del tipo Blade Runner forcejeando por
apoderarse de un poder político con el que nunca sabrían qué hacer. No hay
máquinas hechas a nuestra imagen y semejanza que intenten imponernos sus
propios mandamientos, como no hay dioses contemplándonos desde un Olimpo
situado por encima de nosotros. No debemos tener miedo de lo nuevo.
Tampoco se da un efecto apreciable de sustitución del
trabajo humano por los automatismos de los robots o los cyborgs. Por el
contrario, la inteligencia de las máquinas, diferente de la humana, aumenta la nuestra
y la complementa; el trabajo con máquinas tiene más valor que el que se realiza
sin ellas. El progreso va en esa dirección: la inteligencia de las máquinas
revaloriza el trabajo de las personas que las utilizan a partir de su propia
inteligencia.