jueves, 2 de marzo de 2023

FERROVIAL Y LO QUE CUELGA

 


La España de charanga y pandereta: Ramón Tamames y Fernando Sánchez Dragó, en una imagen reciente.

 

Ferrovial no es una gran empresa española que de pronto nos abandona, como el desodorante a media tarde, y emigra a otras latitudes más bonancibles en un paroxismo de ingratitud.

Para empezar, una empresa ya no es una empresa en el sentido clásico de la palabra; no es algo físico, no tiene un propósito económico unitario, no se adscribe a un sector concreto de la producción o los servicios. La OIT ha renunciado, por impotencia que no por otra razón, a definir lo que es la empresa en el momento actual. Algunos autores la han caracterizado como un “flujo” más en un mundo de flujos. Las empresas, como los flujos magistralmente descritos en un aria de “Rigoletto”, del maestro Verdi, son piume al vento che mutan d’accento e di pensier.  

Lo único que está claro, en esta “economía global financiarizada” que incorpora lo mejor de cada escuela de pensamiento y de cada casa bien, es que las empresas no dependen de los Estados nacionales, sino al revés. Las empresas revolotean libres en el éter virtual y recogen el néctar de las flores que encuentran a su paso para llevarlo diligentes a sus accionistas (los prioritarios, claro; al resto, que les den). En este trabajo azacanado, los grandes grupos consolidados de empresas se alinean a lo largo de diversas cadenas de valor, y los que tiran del carro en posiciones de privilegio tienen la capacidad de dictar tanto el precio de las cosas como el del trabajo de las personas implicadas, al margen de lo que declaren las leyes económicas, sociales y fiscales de cada país. El Estado se limita a hacer favores no retribuidos, ejercer de guardián del tráfico, y en algunos casos (véase Ferrovial como ejemplo paradigmático) lucir la cornamenta del marido engañado.

El conjunto de las empresas de un país o territorio dado se ve auxiliado en su acción infatigable por otro elemento de una gran importancia, la Banca, una institución estrictamente privada que tiene como función redistribuir el valor realmente producido en el proceso económico. La primera distribución la ha hecho el Estado soberano mediante su política fiscal. Ocurre que el Estado cada vez llega a menos porción del pastel, y a la inversa es cada vez mayor la parte desviada desde la banca hacia sus clientes predilectos, mediante fondos de inversión y otros instrumentos sofisticados de lo que se viene llamando “finanzas creativas”. De ese modo, la Banca no facilita créditos a los emprendedores en general, sino que los “dirige” a grupos de emprendedores amigos, y con ellos se reparte las ganancias. Entre ellos se deciden los ganadores y los perdedores de cada apuesta en la ruleta de una economía de casino.

Las dos características que importa retener de las finanzas creativas son, entonces: primera, que no producen riqueza sino que se limitan a extraer rentas y mover capitales de un lado a otro; segunda, que el bienestar del común les importa lo que a un soplillo de chimenea. Son un parásito de la economía real, la chupan y la desangran sin parar. Por lo demás los bancos son entes privados, dirigidos por sacerdotes y sacerdotisas atentos/as a la prosperidad del negocio, y cuyos ingresos pingües les sitúan en el estamento bien destacado de la “gente de bien” (en palabras de nuestro jefe de la oposición).

No concierne al gran empresariado y a la banca ninguna cosa relacionada con la salud y el estado físico o anímico del cuerpo social. Ellos se oponen a todo: a los salarios mínimos, a las pensiones acordes con el coste de la vida, a la exigencia de decencia en la oferta de trabajo. Y no les preocupa el aumento potencial de la presión impositiva, porque tienen sus capitales propios fuertemente blindados y en gran medida ocultos en paraísos fiscales.

De modo que nada de eso motiva la decisión de una gran empresa de trasladar su sede a los Países Bajos o tributar en Estados Unidos. Serán en todo caso consideraciones relacionadas con la optimización de su cifra de negocios. Un incentivo más, un descuento fiscal, una golosina en forma de contrato público-privado, atraerá su curiosidad o su gula, pero no será en ningún caso un factor decisivo en su conducta.

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No quiero acabar sin apuntar que no está todo dado y bendecido, sin embargo. Hay posibilidades de corregir la dislocación, de enderezar el rumbo de la economía, siempre que esta esté presidida por una idea “política”, algo de lo que ahora mismo carece por completo.

Conquistar para Europa una mayor democracia económica sería una buena manera de empezar. Pero esa “democracia económica” solo empezará a ser significativa cuando salga de las puertas de las empresas; cuando implique a las fuerzas políticas y sociales que ahora están o subordinadas o distraídas; cuando aborde cuestiones como el “dumping” fiscal, cree incentivos para la innovación y la producción socialmente útil, desarrolle una banca pública que corrija la excesiva voracidad de la privada, y marque las líneas maestras para una distribución más solidaria de bienes de civilización importantes (salud, educación, vivienda, energía limpia) de modo que todos tengamos acceso a ellos.

Entonces la salida de las crisis aparecerá como un remedio eficaz para todos; obra de cooperación y de solidaridad, y no boccato di cardinale para unos y duelos y quebrantos para los más. Que así sea.