viernes, 7 de abril de 2023

LA SONRISA DEL ÁNGEL

 


“Ángel sonriente” de la fachada de la catedral de Reims.

 

Durante muchos siglos, escribe André Malraux en “El museo imaginario”, los artistas no sospecharon que estaban haciendo arte. De hecho, ni siquiera habrían sabido definir el arte, que es un concepto tan moderno como dudoso y, atendidos los precios de las transacciones dinerarias que implica, sobrevalorado sin la menor duda.

Fue la creación de los museos, al almacenar y catalogar unas cuantas obras a las que atribuían un valor especial, y colocarlas unas junto a otras cuando en realidad habían estado separadas por miles de kilómetros y siglos de distancia, la que propició esa decantación especial (cristalización, la habría llamado Stendhal) a la que desde entonces, por convención, llamamos Arte e Historia del Arte.

Figuras como la que vemos arriba fueron esculpidas para adornar las fachadas de templos elevados como imago mundi a la mayor gloria de Dios. Eran el portal adecuado para acceder al recinto de los misterios. No eran bellas ni feas, no estaban pensadas para ser vistas sino para marcar con cierta solemnidad un ritual de paso.

Algunas tuvieron un destino aciago. La portada de Notre-Dame de París estaba revestida de figuras de santos y de profetas. En el siglo XIX, cuando la catedral fue restaurada por Viollet-le-Duc, existía ya un cierto concepto ideal de belleza absoluta al que no se ajustaban las figuras instaladas en los pilares y las arquivoltas. Hubo una carta pública de personalidades exigiendo la remoción de aquellos esperpentos. El primer firmante era el poeta de lo sublime, Charles Baudelaire. Las estatuas fueron arrancadas de su lugar y destruidas. A cambio se añadió en el crucero una fina aguja gótica de la que un incendio casual se ha tomado recientemente venganza cumplida.

Esa destrucción sistemática anterior a las voladuras de los talibanes no ocurrió en todas partes, por fortuna, y las figuras esculpidas en los siglos oscuros fueron entrando también, poco a poco, en el canon ampliado de la belleza reconocida.

En ciertos casos, como el del ángel de la catedral de Reims que encabeza estas líneas, se produjo una metamorfosis de otro orden.

El ángel está colocado a una altura considerable, de modo que mientras las leyes físicas mantuvieron su imperio despótico, fue percibido en tanto que bulto, pero no en detalle. La invención de la fotografía lo acercó hasta las narices mismas del espectador, y entonces la humanidad pudo ver que el ángel sonreía. Su sonrisa, oh maravilla, era idéntica a la de ciertas korés arcaicas helénicas, lo que no solo abría de par en par las puertas del canon artístico a la figura del ángel, sino que la dotaba de un pedigrí formidable en términos de antigüedad y nobleza.

Esa metamorfosis, concluye Malraux, es la esencia del arte visto desde la perspectiva de una mirada moderna. Se trataría (esto es una coletilla mía, por la que pido disculpas) de un significante capaz de ofrecer significados distintos según las épocas y los estadios culturales por los que avanza la humanidad. Aquí lo dejo.