jueves, 27 de abril de 2023

TRABAJADORES Y CIUDADANOS

 


Hubo un tiempo en que el Estado se ocupaba de todo lo correspondiente a la condición social de las personas a su cargo. Fue la característica principal de la etapa que, en países próximos al nuestro tanto desde el punto de vista geográfico como cultural, se dio en llamar los “treinta años gloriosos”. Usted, señora o caballero, no tenía que preocuparse de nada, solo había de echar una firma. Para todo lo demás, podía contar con la diligente Administración del Estado, que rellenaba los estadillos y colocaba sellos en las casillas correspondientes: sanidad, enseñanza, vivienda, crédito, consumo, etc.

El Estado-nación dejó por unos años de ser el Leviatán monstruoso descrito por Hobbes, y los ciudadanos de cada país pasaron a constituir su nutrida y selecta nómina de clientes privilegiados. Todo estaba previsto, en aquel contexto.

Tal cosa no nos ocurrió a los españoles, porque durante los “treinta gloriosos” disfrutamos de los beneficios incuestionables (literalmente) de una “democracia orgánica” que se predicaba a sí misma como avanzada en una generación a las partitocracias europeas. Hubo un remedo de montaje de un Estado precario-social, con sindicatos verticales, frentes de juventudes y montañas nevadas, pero todos mirábamos con envidia lo que ocurría más allá de los Pirineos, y algo hicimos en el sentido de cambiar las cosas tal como nos las ofrecían.

Con la Transición, fuimos llegando poco a poco al estado del bienestar, si bien tarde y por etapas. Algo se quedó adherido, sin embargo, desde entonces a nuestra fibra, porque adquirimos con rapidez la costumbre de comportarnos como clientes de una democracia dispuesta a portarse con generosidad inaudita en relación con la ciudadanía.

Ahí ha estado posiblemente nuestro error. Apenas llegados a la democracia normal (“partitocrática”), caímos de cuatro patas en un malentendido. Se nos hizo ver que el sector privado podía ser tan generoso con nosotros como el sector público, con mayor eficacia en los resultados y menos esfuerzo en la exigencia de impuestos.

Era lo mismo que se predicaba en las latitudes por las que habíamos sentido admiración incondicional, el ancho campo de las socialdemocracias europeas de primer nivel. Se nos animó a “clientelizarnos” en lo privado, y a cultivar un gusto exigente por el endeudamiento y la hipoteca. Así lo enunciaron ministros que predicaban con el ejemplo, como Felipe González, José Bono o Carlos Solchaga (“En este país, quien no se hace rico es porque no quiere”, ¿recuerdan?). Y todo resultaba más fácil gracias a la cercanía espiritual y el asesoramiento prudente de la banca recién privatizada, qué haríamos sin ella.

Ahora que aquel sentimiento universalmente amistoso ha virado hacia una interfaz hostil, quizás es el momento de reconsiderar las relaciones entre lo público y lo privado, de reconquistar derechos que creíamos tener y resultaron humo, y de exigir que la condición de ciudadanos recupere su antigua capacidad para conformar de forma eficaz nuestra vida decente de todos los días.

Quizá, para eso, debamos dejar caer la etiqueta de “cliente” que figura en nuestro carné de identidad virtual, esgrimir con energía nuestros derechos erga omnes, no quedarnos –quienes tenemos ya una cierta edad– encogidos en la cocina de casa esperando el hervor del puchero puesto al fuego, y sumarnos al revuelo que crece en las calles y en las plazas.

Me viene de la Federación de Pensionistas de mi sindicato la constatación de que son muchas las personas que, cuando se jubilan, deciden suprimir el gasto de su cuota sindical porque consideran que la afiliación ya no les representa una utilidad.

No es así. Pagando cuota o sin pagarla, el sindicato se extiende más allá de las puertas de las fábricas, los talleres, las oficinas y demás lugares de trabajo o de teletrabajo subordinado o autónomo, fijo o precario, becado o en negro, incluso trabajo gratuito. Y el sindicato ya no solo reivindica el salario y las condiciones contratadas privadamente con un patrón, sino la firmeza de los derechos públicos constitucionales que nos corresponden por nuestra pertenencia a una colectividad común que llamamos ciudadanía. La ciudadanía es la clase, también.

Conviene tenerlo muy en cuenta este Primero de Mayo.