Carmen,
la Acrópolis, y el limpio y democrático cielo de Atenas. Verano de 2022.
La revista “Perspectiva” cumple una
nueva cita con su público, bajo la dirección del siempre inquieto y sagaz Xavi
Navarro. Es un número de lujo, pueden encontrarlo en el sitio https://perspectiva.fsc.ccoo.es/.
Reproduzco sin más comentario mi propia aportación a una colección
particularmente brillante de estudios y análisis diversos.
En este mundo dislocado que es el nuestro, la
democracia económica despunta como un horizonte lejano, pero urgente. Una democracia
stricto sensu, nacida de la participación ordenada de todas las partes implicadas.
Su sentido último es simple: se trata de la participación de todos en la toma
de decisiones económicas que atañen a todos.
No es un mecanismo limitado a la presencia de
representantes de los trabajadores en el consejo de administración o en el
consejo asesor de una gran empresa. No es privativo del sector público, del
privado, o del llamado “tercer sector” (sociedades anónimas laborales y
cooperativas). Afecta al para qué y el para quién se trabaja, afecta a la
sostenibilidad de la economía en su conjunto, y a una adscripción más racional
de los recursos disponibles.
Porque no es el capital lo que mueve el mundo y trae el
progreso. El capital reposa encerrado en cámaras de seguridad subterráneas
ubicadas en paraísos fiscales, y desde esa penumbra mal ventilada va criando y
adjudicando dividendos alineados en columnas de cifras que no guardan relación
ni congruencia con lo que sucede en el exterior. Allí, es el trabajo, y no el
capital, el que crea riqueza y trae progreso. Y tanto “riqueza” como “progreso”,
son dos realidades estrechamente vinculadas al acontecer social. Un país es
rico, un país progresa, si lo hace la sociedad en su conjunto. La existencia de
algunos individuos ricos cuyos caudales sobresalen muy por encima de la media,
no revierte en riqueza para el conjunto. Se ha inventado un mecanismo de
redistribución para que esas personas pudientes con rentas altas beneficien de
forma indirecta a sus conciudadanos: es la tributación. Pero a ella
precisamente se oponen de forma agresiva las derechas, que exigen igualdad en
el tipo impositivo para personas con rentas desiguales, demandan subvenciones exclusivas
(véanse las becas de Ayuso en Madrid), y además defraudan.
El hecho de ser el trabajo el elemento fundamental de la
riqueza de las naciones, sitúa al sindicato en una posición preferente para la
reivindicación de la democracia económica. Pero esta va mucho más allá de los
parámetros de la acción sindical. La negociación colectiva de ámbito general es
solo un primer paso; además de los instrumentos de cogestión que puedan crearse
en las empresas y grupos de empresas, el debate sobre las prioridades de
inversión y de subsidiarización ha de extenderse a los órganos internos de los
partidos políticos y plasmarse en sus programas electorales; y ha de invadir la
práctica diaria de los ayuntamientos, los consejos económico-sociales, las asambleas
autonómicas, las comisiones parlamentarias, etc.
Se trata de controlar colectivamente qué se produce, cómo
se invierte, qué se incentiva, con qué objetivos. Separar la economía de la
política, y gestionar la primera por medio de “expertos” asignados a dedo, es
un error catastrófico que estamos pagando no una sino mil veces.
La izquierda en su conjunto, sus partidos, sus sindicatos y
sus organizaciones de todo tipo, ha de abordar con altura y ambición este problema.
Porque la cuestión afecta a las clases sociales y a la cultura del trabajo; responde
a criterios políticos básicos, y su naturaleza incide de forma directa en la
actividad sindical: clase, cultura, política, sindicato, cuatro territorios
conectados entre sí. No se puede dejar al capital marcar el paso en la selección
de objetivos económicos, mientras el trabajo ocupa un lugar subalterno. Entre
otras razones, porque no es cierto que el capital sea ambicioso, y el trabajo
conformista. La derecha es simplemente codiciosa; la ambición rectamente
entendida es en cambio una cualidad de izquierdas; exige mejoras concretas para
personas y territorios, y favorece la aspiración común al progreso y al
crecimiento de los derechos de todas las personas sin exclusiones.
Owen Jones nos dejó, hace ya algunos años, un texto lleno
de sugerencias, en torno al último aspecto citado: ¿Qué es la aspiración? (Ver
en https://pasosalaizquierda.com/que-es-la-aspiracion/).
Allí hace propuestas viables sobre empleo, vivienda, transporte, educación o
pequeña empresa. Puede ampliarse el catálogo, con el fin de mejorar en otros
aspectos tanto la calidad de la vida como la del consumo.
Me detengo un instante en el consumo: es una fuerza
económica poderosa, y a veces da la sensación de que no nos atañe a los
trabajadores y trabajadoras, que es una trampa diabólica colocada ahí solapadamente
por la “otra” parte. Y sin embargo, solo se acabará con el consumismo frenético
que padece esta sociedad, si se democratiza también el consumo racionalizando
mejor sus objetivos y sus formas. Una política en este sentido tendría un eco
amplio en las familias trabajadoras y en la cooperación social.
La producción y el consumo, no solo la distribución, deben
ser objetivos señalados de la democracia económica a la que aspiramos. Sin
olvidar nunca la observación de Norberto Bobbio, de que la democracia siempre
es subversiva, porque por naturaleza crece y florece de abajo arriba, desde las
raíces y hacia el cielo; no como las políticas autoritarias, que siempre se
despliegan de arriba abajo, como una forma de dominación.