Comisiones
Obreras en la calle. Imagen del 3 noviembre 2022, Madrid.
Dos paradigmas de éxito, Elon Musk e Isabel Díaz Ayuso, han
tropezado recientemente en la misma piedra. Puestos a hilar fino, la culpa no
ha sido únicamente de sus respectivas inepcias; los dos han seguido a pies
juntillas una percepción muy conocida y ensalzada de Margaret Thatcher.
Maggie dijo en su época que no veía “sociedad” por ningún
lado, y que el estar juntos no añadía nada al valor económico individual de cada
uno de los innumerables especímenes que se agitaban y se afanaban por imponer
su propio egoísmo a todos los congéneres que les rodeaban.
Lo único importante, según ella, era la cantidad de
personas y el funcionamiento –enteramente predecible– de sus egoísmos
respectivos. Una vez hecho el cálculo, era tarea de las computadoras evaluar la
máxima común satisfacción posible para el conjunto, asignando en cambio un
valor cero a las diversas interacciones posibles de las personas entre ellas. Porque
interactuar significaría entrar en valoraciones cualitativas, y la “cualidad”
nunca contó para Maggie.
Curiosamente han sido la cualidad, y la presencia de
interacciones no previstas, lo que ha fallado de forma estrepitosa en los
cálculos de Musk y de Ayuso. Musk compró Twitter y de inmediato despidió al
número de trabajadores que estimó conveniente para extraer de la plataforma
tecnológica el máximo rendimiento, según algoritmos incontestables.
Es lo que tienen los algoritmos, son siempre incontestables
y no están concebidos para analizar la cualidad, sino solo la cantidad. (La señá
Blasa, la de Forges, les llamaba “algorrinos”. Recuerdo una viñeta en la que un
“algorrino” se le comía un módem creyendo que era una bellota. “Velay, es que
no se pué distraer una”, se quejaba Blasa.)
Volviendo a Musk, él consideró únicamente el número, y no
las cualidades, de las personas a las que despedía. Resultó que entre ellas
había unas cuantas (las leyendas urbanas no especifican cuántas) cuyo cometido
era absolutamente imprescindible para los resultados de la empresa, y el boss
hubo de arriar velas antes de concluir la singladura; o, dicho con el
maestro Pitigrilli en sus memorables colaboraciones en La Codorniz, hubo
de temblar después de haber reído.
El caso de Ayuso es enteramente similar. En el puente de
Todos los Santos abrió por decreto las Urgencias extrahospitalarias de la
Comunidad de Madrid, sin contar con personal suficiente ni con apoyo
informático. El resultado fue más o menos el desierto de los tártaros pero sin
tártaros. Los “algorrinos” no previeron los niveles de estrés a los que se
vieron sometidos los pacientes no atendidos, ni incluyeron en sus outputs la
posibilidad de agresiones a los profesionales de la sanidad, por tratarse de temas
cualitativos en los que ellos por principio ni entran ni salen.
En teoría todo transcurrió a la perfección; en la práctica,
se produjo el caos. Era un caos anunciado, pero el clan de los thatcherianos
irredentos siempre ha presumido de moverse a sus anchas en la perfección
intrínseca del caos.
Veremos qué pasa a continuación. Ayuso propone la atención
sanitaria por videoconferencia, lo cual es una solución al mismo tiempo
impecable e inviable. Mientras se debate la propuesta, supongo que seguirá intentando
trasvasar profesionales de la sanidad pública a la privada. El intento no
funcionará, porque en la sanidad privada predominan las mismas ideas que
precisamente está imponiendo Ayuso en la sanidad pública: la interacción superflua
de unos profesionales, sin cualidades e
infrarremunerados, con unos pacientes cosificados, y convertidos en “clientes”
de un sistema basado en su poder adquisitivo para contribuir a los buenos
resultados financieros de la empresa.
Feijoo, siempre inoportuno, ha pedido –a propósito de Queipo
de Llano, pero todo está relacionado en esta entrañable aldea global– “dejar a
los muertos en paz”. Será que los muertos tampoco tienen cualidades, igual que
les ocurre a los vivos, y por tanto no merecen la atención de un sistema edificado
sobre “algorrinos”, donde no existen los sentimientos; no hay diferencia entre delitos
y comportamientos desinteresados; los asesinos y las víctimas tienen el mismo
valor de cambio; lo mismo dan los cuidadores que los enterradores, y toda la Historia
de la que deberíamos aprender queda reducida a “peleas de abuelitos”.