Hubo un tiempo en que el Estado se ocupaba de todo lo
correspondiente a la condición social de las personas a su cargo. Fue la
característica principal de la etapa que, en países próximos al nuestro tanto
desde el punto de vista geográfico como cultural, se dio en llamar los “treinta
años gloriosos”. Usted, señora o caballero, no tenía que preocuparse de nada,
solo había de echar una firma. Para todo lo demás, podía contar con la
diligente Administración del Estado, que rellenaba los estadillos y colocaba
sellos en las casillas correspondientes: sanidad, enseñanza, vivienda, crédito,
consumo, etc.
El Estado-nación dejó por unos años de ser el Leviatán monstruoso
descrito por Hobbes, y los ciudadanos de cada país pasaron a constituir su
nutrida y selecta nómina de clientes privilegiados. Todo estaba previsto, en
aquel contexto.
Tal cosa no nos ocurrió a los españoles, porque durante los
“treinta gloriosos” disfrutamos de los beneficios incuestionables (literalmente)
de una “democracia orgánica” que se predicaba a sí misma como avanzada en una
generación a las partitocracias europeas. Hubo un remedo de montaje de un Estado
precario-social, con sindicatos verticales, frentes de juventudes y montañas
nevadas, pero todos mirábamos con envidia lo que ocurría más allá de los
Pirineos, y algo hicimos en el sentido de cambiar las cosas tal como nos las
ofrecían.
Con la Transición, fuimos llegando poco a poco al estado
del bienestar, si bien tarde y por etapas. Algo se quedó adherido, sin embargo,
desde entonces a nuestra fibra, porque adquirimos con rapidez la costumbre de comportarnos
como clientes de una democracia dispuesta a portarse con generosidad inaudita
en relación con la ciudadanía.
Ahí ha estado posiblemente nuestro error. Apenas llegados a
la democracia normal (“partitocrática”), caímos de cuatro patas en un malentendido.
Se nos hizo ver que el sector privado podía ser tan generoso con nosotros como
el sector público, con mayor eficacia en los resultados y menos esfuerzo en la
exigencia de impuestos.
Era lo mismo que se predicaba en las latitudes por las que
habíamos sentido admiración incondicional, el ancho campo de las
socialdemocracias europeas de primer nivel. Se nos animó a “clientelizarnos” en
lo privado, y a cultivar un gusto exigente por el endeudamiento y la hipoteca.
Así lo enunciaron ministros que predicaban con el ejemplo, como Felipe
González, José Bono o Carlos Solchaga (“En este país, quien no se hace rico es
porque no quiere”, ¿recuerdan?). Y todo resultaba más fácil gracias a la
cercanía espiritual y el asesoramiento prudente de la banca recién privatizada, qué
haríamos sin ella.
Ahora que aquel sentimiento universalmente amistoso ha
virado hacia una interfaz hostil, quizás es el momento de reconsiderar las
relaciones entre lo público y lo privado, de reconquistar derechos que creíamos
tener y resultaron humo, y de exigir que la condición de ciudadanos recupere su
antigua capacidad para conformar de forma eficaz nuestra vida decente de todos
los días.
Quizá, para eso, debamos dejar caer la etiqueta de “cliente”
que figura en nuestro carné de identidad virtual, esgrimir con energía nuestros
derechos erga omnes, no quedarnos –quienes tenemos ya una cierta edad– encogidos
en la cocina de casa esperando el hervor del puchero puesto al fuego, y
sumarnos al revuelo que crece en las calles y en las plazas.
Me viene de la Federación de Pensionistas de mi sindicato
la constatación de que son muchas las personas que, cuando se jubilan, deciden
suprimir el gasto de su cuota sindical porque consideran que la afiliación ya
no les representa una utilidad.
No es así. Pagando cuota o sin pagarla, el sindicato se
extiende más allá de las puertas de las fábricas, los talleres, las oficinas y
demás lugares de trabajo o de teletrabajo subordinado o autónomo, fijo o precario,
becado o en negro, incluso trabajo gratuito. Y el sindicato ya no solo
reivindica el salario y las condiciones contratadas privadamente con un patrón,
sino la firmeza de los derechos públicos constitucionales que nos corresponden por
nuestra pertenencia a una colectividad común que llamamos ciudadanía. La
ciudadanía es la clase, también.
Conviene tenerlo muy en cuenta este Primero de Mayo.