jueves, 27 de febrero de 2014

CATALUNYA OTRA VEZ

¿De verdad alguien había creído que “lo” de Cataluña se arreglaba con una votación del Congreso de los Diputados, aunque la haya respaldado el 85% de los prohombres y las promujeres de la patria? ¿Alguien creyó que el president Mas echaría atrás su proyecto de consulta después de la exhibición de “tanta” soberanía nacional encima de la mesa? Y por lo menos el Congreso retiró oportunamente la truculenta amenaza de utilizar “todos los medios previstos en la Constitución y en las leyes generales” para abortar de forma radical el peligro de secesión. Así lo proponía la señora Rosa Díez, que no es especialmente sanguinaria, pero tenía en mente ganar algún puñadito de votos para comicios próximos, de modo que se consintió a sí misma, sin más, la frivolité que le pedía el cuerpo en ese momento. Pero nadie que no sea un analfabeto político dejará de ver que: a) amagar y no dar es mala política siempre; b) amagar y dar es pésima política en este caso concreto, y c) el puñado de votos ganados por doña Rosa con su iniciativa sería pura filfa al lado de los réditos electorales para los independentistas catalanes, después de una amenaza abierta de ese tipo.

Ahora la comisaria europea de Justicia, Viviane Reding, ha recomendado al ejecutivo español entrar a negociar con el govern dela Generalitat sin precondiciones y sin límites, para remediar el asunto. Puede parecer a algunos un toque de sensatez, pero es otra cosa, en mi opinión. Yo diría que se trata de un recordatorio urbi et orbi de que tal cosa como la soberanía nacional no existe ya en la aldea global. Aquí, y conviene que el señor Rajoy tome buena nota, todo transcurre según las vibraciones emitidas por los mercados financieros, y esas vibraciones no aconsejan la permanencia indefinida de un conflicto interno tan espinoso. El señor Rajoy necesita de vez en cuando de tales admoniciones, porque su indolencia peculiar le impulsa, tanto en las situaciones críticas como en las que no lo son, a aferrarse a un guión preestablecido (a poder ser por otros), y a un argumentario sencillo cuyo leitmotiv principal viene a ser el de que se harán las cosas “como Dios manda”. Para él la consulta catalana ha sido hasta ahora tan sólo un tema menor, útil para entretener al personal y ganar un poco de tiempo a la espera de que se produzca de una vez la dichosa salida del túnel y crezcan los consabidos brotes verdes, sean ellos los que fueren.

Ahora bien, si la crisis catalana, debido a la inercia provocada por el impulso o sugerencia de la comisaria europea, llega a ingresar en breve plazo en la agenda política del señor Rajoy, convendrá tener en cuenta un elemento sustancial, a saber: que el independentismo catalán no es, como parecen creer muchos, entre ellos bastantes catalanes, un problema sólo de Cataluña. Es un problema de España, y no un problema menor. Si se busca un encaje adecuado de Cataluña en el Estado español, será necesaria, sea cual sea la solución que se elija, una revisión a fondo de la Constitución española. Las derechas rancias que hoy representa con tanta propiedad y soltura el PP estuvieron en su momento en contra de esa Constitución, que derogaba las Leyes Fundamentales del franquismo. Hoy la declaran “intocable”, irreformable, sagrada y eterna, aunque lo cierto es que la han tocado y retocado y manoseado una y otra vez para cercenar e ignorar derechos laborales y derechos ciudadanos que están reconocidos expresamente y amparados por ella.

Sea cual sea la solución que se elija, decía, el problema de Cataluña afectará a un tema sustancial: la forma de ser de España. Con un centralismo intolerante, con el ninguneo de una lengua y una cultura, con la negativa seca a propuestas legítimas de autogobierno que no son una agresión al centro sino una forma práctica de organizar la convivencia, no se va a ninguna parte. Un choque de trenes será una catástrofe, pero para ambas partes: anular a Cataluña por la fuerza de la ley o por la ley de la fuerza supondrá también una disminución de España, un empequeñecimiento en todos sus parámetros y una herida sangrante que no se curará con facilidad.

Cabe la posibilidad de buscar una solución federal al problema, pero es difícil, muy difícil. Porque el federalismo no se reduce a un poco más de descentralización o de delegación de funciones: exige del Estado una lógica distinta, de coordinación y no de ordeno y mando; y reclama por su parte un impulso autónomo a todas las entidades implicadas, una iniciativa continuada de autogobierno desde abajo, en lugar de la rutina de estar a la espera de la siguiente circular para cubrir puntualmente el expediente.

Hoy existe un fermento de inquietud en una parte de la sociedad española. Lo demuestran las luchas contra las privatizaciones de servicios públicos, contra los desahucios, contra la violencia y las discriminaciones de género (incluida la amenaza de una terrible ley antiabortista), contra expedientes de crisis inmotivados, contra alcaldadas como la de Gamonal. Se percibe una voluntad democrática masiva que emerge y se construye a partir de una sociedad civil diferenciada, no reducible a identidades políticas lineales y homogéneas, sino plural, compleja, contradictoria muchas veces. Esa voluntad masiva y plural del “abajo” va a chocar contra un Estado centralizado y rígidamente jerarquizado, sordo a sus reivindicaciones, y que se reclama además como lugar exclusivo de la soberanía. Y entonces, se produce en la sociedad viva una actitud de rechazo frontal: no se reconoce en las instituciones que teóricamente la representan.

Ese es el problema de fondo. Y frente a ese problema, el federalismo ofrece sólo una respuesta muy parcial y deficiente si se implanta desde arriba, por ley o por ley de leyes. Sólo en el caso de que la idea federal, la idea de una nueva organización política del territorio, de un autogobierno efectivo y de una cooperación y una solidaridad renovadas, llegue a prender en esas amplias masas hoy dispersas, fragmentadas y enfrentadas, podrá funcionar de forma eficaz un sistema federal sólido y coherente en Cataluña y en España.