sábado, 8 de febrero de 2014

1. SOBRE LA DEGRADACIÓN DE LA POLÍTICA



F. Bertinotti (4.11.2011)

El aquí y ahora, para la política de la izquierda, es en cualquier caso muy desolador. Tú dices algo áspero que comparto plenamente; que «cada vez es más difícil distinguir lo que es la derecha y lo que es la izquierda». Como también comparto la identificación de la causa de ese desastre: «la adhesión acrítica al principio de la gobernabilidad, de la estabilidad del sistema». Pero tú concluyes que eso ocurre porque «planea sobre todos una ley superior que fija de forma rígida los límites de lo posible». Cuando lo escribiste no podías imaginar hasta qué punto esa ley llegaría a ser «de bronce» y comportar incluso, en estos últimos meses, una fuerte aceleración de la crisis de la democracia en Europa hasta llegar a su suspensión, a una demolición sistemática de la autonomía de la política, por lo demás reclamada por ella misma, que se ha concretado en una especie de neobonapartismo financiero y en la eutanasia de la izquierda.
         Mi tesis es tan sencilla como radical. La respuesta del capitalismo financiero a la crisis apunta a demoler lo que queda del modelo social europeo. El nuevo dogma del balance equilibrado y la deflación salarial responden a la última fase de la crisis, y persiguen una competitividad que, para una composición dada de la producción de bienes y servicios, conduce alternativamente a la recesión o a repuntes parciales sin creación de empleo nuevo y con un crecimiento de las desigualdades. Se niega todo espacio de compromiso y de negociación social. Las opciones se imponen, tanto en el nivel estatal como en el de la empresa, como ineluctables y exigidas por la autoridad monetaria que se ha convertido en motor de esta «democracia real». Es ella quien determina el campo del gobierno «posible». En sus confines se ha levantado un recinto; la gobernabilidad, de la que hablas, delimita el terreno de ese recinto. En su interior están los «responsables». La izquierda institucional y buena parte del sindicato, con el conjunto de los interlocutores sociales, se encuentran, de hecho, dentro. No sus bases, no parte de ellos mismos, militantes, intelectuales, cuadros dirigentes. Pero sí su representación institucional.
         El recinto. Así lo percibe el mundo heterogéneo que en el mundo se opone a esa situación, y se opone tanto por el método (antidemocrático) como por el fondo (la afirmación intolerable de las desigualdades). Es una constelación compleja y articulada de protagonistas diversos; son los que respiran lo que he llamado «el aire de la revuelta». Entre ellos, los Indignados son el signo de los tiempos. Pero a su lado, en la misma línea, están la FIOM, el movimiento No TAV contra la construcción de líneas ferroviarias de alta velocidad, quienes inventaron y ganaron los referéndums sobre el «agua bien común» y contra las nucleares, y también las nuevas experiencias electorales de Milán, Nápoles, Cagliari, y tantas otras personas que, bien en los territorios o bien en torno a las grandes cuestiones, trabajan juntas, cooperan, crean lazos sociales y producen para los hombres. Contemplemos las manifestaciones de ese nuevo mundo e intentemos comprender si de ahí puede resurgir, a través también de una reflexión sobre sí misma, la izquierda que hoy no existe.

R. Terzi (22.11.2011)
Cuando entré en el PCI, hace cincuenta años, aún estaba en activo toda la vieja guardia, desde Luigi Longo hasta Umberto Terracini, Pietro Secchia o Mauro Scoccimarro. El PCI estaba dirigido por una aristocracia legitimada por la historia, desde la epopeya de la lucha antifascista, y su régimen interno se fundaba en una jerarquía rígida que dejaba poquísimo margen al pluralismo y al desacuerdo. Pero se trataba de una «comunidad», al mismo tiempo acogedora y opresiva.
         Ahora el vuelco es total. Vivimos la época del narcisismo, de la atención espasmódica al propio ego, de la competencia individual, para emerger, para aparecer, para conquistar alguna migaja de poder o de privilegio, o incluso sólo un poco de visibilidad. En este tránsito veo un signo de decadencia. Sabes bien que no he sido nunca un conformista, un sacerdote de la ortodoxia, y siempre he sentido un cierto desasosiego individual. Las reglas severas del PCI me quedaban estrechas, y algún precio pagué por ello. Pero es esencial entender que el yo se disuelve si no sabe construir un sistema sólido de relaciones sociales; que en último término, el yo no sobrevive a la disolución del nosotros. Y la escuela del PCI me ha enseñado esto, a contrastar siempre mis opiniones y mis decisiones dentro de un cuadro más general, porque sólo en ese cuadro puedo verificar su eficacia. No es una cuestión de orden moral sino de idoneidad política, de sentido de la realidad, de comprensión más amplia de las fuerzas motrices que marcan el curso de la historia. Frente a todo ello, nuestras vivencias individuales son, en suma, insignificantes. Por eso encuentro irritantes y patéticos a los personajes como Renzi, tan llenos de sí mismos y, por lo tanto, llenos de nada.
         Es preciso reflexionar más sobre esta dialéctica de lo individual y lo colectivo. Mi tesis es que no se dan el uno sin el otro, que la fuerza de la individualidad es la fuerza de sus relaciones, que por consiguiente el individualismo extremo desemboca necesariamente en el vaciamiento del individuo. La época del individualismo triunfante es la época de la máxima fragilidad individual. Ese parece ser el rasgo dominante de nuestra época: crisis de los lazos sociales, individuos que se pierden en el vacío de su universo egocéntrico, sin llegar a dar un sentido a su destino. Yo intento sustraerme a esa deriva y, sin renunciar por ello al espíritu crítico, pienso que debo actuar «desde el interior», en una organización, en un trabajo político que no puede ser sino colectivo. En el fondo, sigo siendo un viejo togliattiano, y no estoy dispuesto a entrar en el actual mercado político, donde la moda consiste en disparar con bala rasa contra toda nuestra tradición.
         Es la dimensión coral lo que da sentido al individuo. Traducido en términos políticos, lo que se necesita es un espíritu republicano, que sea capaz de sobreponerse a los egoísmos individuales y ofrecer una perspectiva, un horizonte sensato en el que las energías individuales se pongan al servicio de una causa común. El ideal republicano supone un compromiso mayor respecto de la idea democrática, porque no es suficiente la libertad individual, sino que se necesita un nosotros, una colectividad. Me gusta la imagen del coro, porque en el coro el individuo no queda anulado, aplastado, sino que es un eslabón indispensable de un sistema.
         Ya ves, a mí me parece que nuestra derrota está relacionada con ese triunfo del yo sobre el nosotros, con el hecho de que no existe un tejido social, sino sólo una multitud de individuos, desubicados, atemorizados y arrogantes. Incluso la comunicación se convierte en anónima, incolora, porque no es el individuo quien forja la palabra y con la palabra da forma al pensamiento, sino que es la velocidad del medio técnico la que construye una relación, aparente y artificial, entre individuos que han perdido el uso de la palabra. Quizá exagero, a menudo me entra la duda de si habré entrado en esa fase de la vejez en la que se pierde el sentido de la realidad viva, y uno queda ligado a las imágenes y los mitos de su pasado. En resumen, este sentimiento de derrota ¿es sólo la señal de nuestro atraso, del seguir atrapados en viejos esquemas ideológicos, o viceversa es un signo de lucidez ver con toda la crudeza necesaria las devastaciones de nuestro tiempo actual?
Hoy no se busca la relación con el otro, sino sólo la satisfacción narcisista que viene del interior de un círculo restringido de amigos o de cortesanos. Esta tendencia tiene un efecto letal en la selección de los grupos dirigentes, porque la autonomía de pensamiento se ve suplantada por el conformismo y el servilismo. Se efectúa de ese modo una selección al revés, y las energías mejores se pierden. Es un problema complicado y de difícil solución, porque no se trata solamente de respetar los vínculos y las reglas de la democracia, que con frecuencia quedan formalmente salvaguardados, sino más bien de situarse en una perspectiva estratégica superior, que ninguna regla estatutaria puede garantizar. Pongo un ejemplo concreto. La actual ley electoral concede a los partidos una discrecionalidad absoluta en la selección, o mejor dicho en la nominación, de sus representantes en el parlamento. Se ha denunciado, con justeza, el carácter antidemocrático de este procedimiento. Pero la norma podía representar también una ocasión para la selección a partir de criterios rigurosos de competencia, de cualidades personales, de representación real. Se podía optar por lo mejor, y en cambio se ha elegido lo peor. La ley es escandalosa, pero más escandaloso aún es el modo como la han utilizado los partidos.
         Si el sistema político, en su conjunto, es visto como una casta, como una superestructura inútilmente opresiva e invasora, si todos los gérmenes de la antipolítica tienden así a penetrar en profundidad en el espíritu público del país, ello no ha ocurrido como efecto perverso de una maquinación destructora, sino como producto desolador de lo que la política ha sabido ofrecer en esta fase. Y entonces, frente a esa degradación generalizada de la vida política nacional, tal vez sea beneficioso el punto al que hemos llegado con el gobierno actual presidido por Mario Monti. No conozco tu opinión al respecto, y puedo imaginar todas tus reservas y desconfianzas. En el gobierno Monti puedes ver encarnado el «recinto», el dominio de los poderes que representan y garantizan el sistema actual.
         Como sabes, yo no comparto esa imagen del recinto, porque pienso que el poder no se concentra en un punto sino que es algo difuso, transversal, que nos implica a todos de modo que somos al mismo tiempo sus víctimas y sus cómplices. Y el sistema actual de poder se rige por una telaraña tupida de intereses, de conveniencias, de egoísmos, que imposibilita distinguir con claridad un dentro de un fuera. Pero es posible un trabajo más profundo de recomposición que comprometa a toda la comunidad nacional. La dificultad reside precisamente en el hecho de que no existe un poder a abolir determinado y circunscrito, sino que es preciso llevar a cabo una reconversión general de nuestro modo de pensar y de vivir. Silvio Berlusconi ha caído, pero para la izquierda el problema estratégico sigue presente y sin resolver. ¿Basta una revuelta, basta la explosión de los movimientos, basta la indignación? Yo soy menos optimista, y veo la necesidad de un trabajo más complejo de reconstrucción de la dimensión política.
         El punto que me interesa aclarar ahora es el siguiente: si la política ha navegado a la deriva durante todos estos años, la política en general, sin entrar en un juicio más detallado sobre los distintos partidos, hoy esa circunstancia se ha hecho por fin visible, declarada, y el gobierno actual es el punto de llegada lógico de todo el proceso. En este sentido, y sólo en este sentido, digo de él que puede ser providencial, porque suprime de golpe todas las cortinas de humo, las ilusiones, las retóricas que han envenenado el debate político, y nos presenta en toda su crudeza el problema de fondo: cómo reconstruir una dimensión política que tenga un sentido, un espesor, una relación con la vida de las personas. Ya no tenemos coartada. Ahora esta claro que debemos volver a pensarlo todo.

F. Bertinotti (9.2.2012)
Tú pareces atribuir el triunfo del individualismo (con la consiguiente fragilidad de la persona contemporánea) al aire de nuestro tiempo, y la posibilidad de sustraerse a él, a un encuadramiento (por sí mismo virtuoso) en el interior de la Organización. Temo que esa ya no sea la solución del problema, porque las organizaciones políticas de izquierda han entrado, en sustancia, ellas mismas en el mercado político, ese mercado político que considera un peso muerto de nuestra tradición precisamente lo que, a pesar de su derrota política, es insuprimible: el conflicto entre los oprimidos y los opresores, y, con él, la instancia de liberación consecuente.
         Te planteo dos cuestiones, la de la naturaleza del capitalismo de nuestro tiempo y, en él, la de la conformación de la subjetividad política. Tomo, como punto de partida, tu argumento sobre la soledad del individuo en la sociedad contemporánea. Tú propones la salida a través de la puesta en práctica de una causa común investida del ideal republicano. Pienso, sin embargo, que hay algo que se superpone al uno, el individuo, y a la otra, la república, y condena al primero a convertirse en un «consumidor endeudado», el individuo mercantil, y a la segunda a devenir un régimen oligárquico. A ese algo, un algo definible con bastante precisión, lo llamo capitalismo financiero globalizado. Pero ya antes nuestra tradición cultural había sabido descubrir el secreto de la mercancía y la base del proceso de mercantilización. Hace muchos años me impactó el Rousseau y Marx de Galvano della Volpe.
         Por lo demás, la crítica de Marx en la cuestión hebrea a la pretensión burguesa de la liberación política del ciudadano, ignorando su condición humana y social alienada por el mercado y la mercantilización, sigue pareciéndome insuperable. Y hoy, en cierto sentido, el capitalismo da, aquí en Occidente, lo peor de sí mismo: «Nunca ha tenido un rostro tan sucio y tan hosco como hoy, el capitalismo. En pocos años, ha envejecido y se ha anquilosado. Hubo un tiempo en que suscitaba esperanzas, hoy no atrae a nadie y a veces repele.» (Danilo Taino, Neo-statalista, rigido, legato al potere: il capitalismo ha mutato anima?, «Corriere della sera», 21 enero 2012). En mi opinión, aquí está el centro de la cuestión, para la izquierda y para la política: la desaparición de un pensamiento crítico que se confronte al capitalismo actual, justo en el momento en que este último muestra su peor cara. Aquí se encuentra la causa primera de su eutanasia como entidades autónomas del sistema, para las que no queda ahora más que confiar en su resurrección, en lugar de apuntar a una improbable autorreforma.
         El gobierno Monti forma parte del problema. No voy a aburrirte, sabes lo que pienso (el recinto, la tarea de romperlo y el papel central ahora de la revuelta). Pero me interesa mucho tu opinión. Ya ves, yo no creo que se pueda hablar, como tú dices, de un «sistema de poder que se rige por una telaraña tupida de intereses, de conveniencias, de egoísmos, que imposibilita distinguir con claridad un dentro de un fuera». No porque no exista la telaraña, sino porque pienso que por encima de ella existe una polarización entre una concentración supranacional del poder del capital financiero, por un lado, y la fragmentación del cuerpo social y del mundo del trabajo, por otro. Así, el capitalismo financiero globalizado da pruebas de su incompatibilidad, distinta de la del ciclo fordista-keynesiano, con la democracia.
         El gobierno Monti nace, en este cuadro, de una suspensión de la democracia dictada por la tecnocracia europea a fin de perseguir una política económica de respuesta a la crisis en cuyo centro se encuentra la puesta en discusión, por parte del capital, de lo que queda del modelo social europeo, el generado por las luchas de clase y por las políticas del movimiento obrero. El gobierno Monti, en el concierto neo-autoritario europeo, va acompañado por la reocupación por el mercado de los espacios que le habían sido sustraídos, mientras explora la extensión de su dominio a otros nuevos. La suspensión de la democracia, más que un paréntesis, es un tiempo que ha sido ocupado por una clase dirigente y una política que se configuran como constituyentes de un estado de cosas postdemocrático de larga duración para Italia y para Europa. Una maniobra de esa naturaleza nunca está cerrada para siempre, incluso yo lo sé, y por eso observo como recurso quién está fuera y en contra de ella, cuáles son sus limitaciones y sus problemas. El trabajo, la vida del trabajo en la vida social, está en el centro de un desafío decisivo para el futuro de la civilización europea.

R. Terzi (21.2.2012)
De hecho, yo no pienso que nuestra libertad deba ponerse al servicio de la Organización. Es un concepto que me resulta extraño y en sustancia me repugna. El colectivo no es el lugar de la ética, así como el individuo no es el lugar de la libertad. Es la relación entre los dos planos lo que debe construirse en función de un designio de responsabilidad y de libertad. Y coincido contigo en que resulta del todo insuficiente el principio liberal según el cual mi libertad tiene como límite exclusivo la libertad del otro, porque no hay una frontera marcada, y todas mis opciones, incluidas las en apariencia más personales y privadas, tienen un reflejo externo e interactúan con el conjunto de las relaciones sociales. La esfera pública y la esfera privada no están separadas, sino que la una actúa sobre la otra. Por eso no funciona la pretensión liberal de confinar la religión en el espacio de lo privado, y esta cuestión hace bastante más complicado el problema de la laicidad, porque ésta se construye y se defiende en el seno de una confrontación viva entre concepciones diversas. La religiosidad nos desafía no sólo en el terreno de la fe, sino en el terreno, enteramente político, de la idea de sociedad y de justicia, y no es posible sustraerse a ese desafío.
         Precisamente ahí, en esa separación abstracta de la esfera individual y la colectiva, se sitúa el fallo tanto del pensamiento liberal, que se reduce a una patética defensa de la “privacy” en el momento mismo en que ésta se ve arrasada por las fuerzas objetivas del mercado, como del pensamiento socialista que, en su desconfianza hacia toda forma de individualismo, ha acabado por promover soluciones autoritarias y burocráticas. En el medio, entre los dos extremos, están los intentos de elaborar un “socialismo liberal” (Norberto Bobbio, Guido Calogero), que sin embargo se han quedado en un terreno meramente cultural y especulativo, sin conseguir insertarse en un proceso político real. Pero tal vez aún es posible extraer de estas elaboraciones algún indicio práctico para nuestro futuro. Por otra parte, tú procedes de un filón de socialismo libertario, y pienso que podemos compartir esta búsqueda de una conexión, de una coherencia que aúne libertad y justicia social. No para correr detrás de los fantasmas de una “tercera vía”, sino para construir un nexo, una relación fuerte, que nos ponga al resguardo de las degeneraciones confrontadas de la libertad irresponsable y de la justicia autoritaria.

F. Bertinotti (6.7.2012)
Lo que está sucediendo me parece que confirma y radicaliza todavía más mi análisis crítico. En un lado está la construcción de una Europa tecnocrática, en el otro la rabia y la protesta, y en medio, la eutanasia de la política organizada. Un vacío espantoso, sin precedentes en toda la etapa de la posguerra. La organización oligárquica de la Europa real responde a la exigencia fuerte y dura del capitalismo financiero de liberarse del viejo modelo social europeo, en cuyo centro se situaba el contrato de trabajo. Un intelectual burgués riguroso como el presidente del BCE, Mario Draghi, ha explicado las motivaciones teóricas del rechazo de toda forma de keynesismo y de la puesta en discusión del modelo social europeo, a los que considera incompatibles con el nuevo capitalismo globalizado. Para mí, esa es la confirmación de la incompatibilidad entre el capitalismo financiero y la democracia, pero, y esto cuenta todavía más, Draghi da de ese modo una cobertura teórica a las políticas económicas reales de Europa. Lo que admite la teoría, como posible objeto de conflicto entre los gobiernos y entre el abanico de las organizaciones políticas y sociales que los apoyan, son algunas variables internas, pero solamente variables internas, a esa orientación de política económica, a esa nueva ortodoxia. Como se mostró en la última cumbre europea. Monti se sitúa en el punto de convergencia entre las variables internas de esa misma política, por eso es tan influyente. Desde esa posición, en el centro de la constituyente oligárquica europea, el gobierno realiza, en Italia, la gran contrarreforma, sin encontrar una oposición eficaz, por la desaparición de la izquierda y por el ingreso del sindicato-institución en ese consenso, después de que el gobierno lo haya negado institucionalmente y lo haya domesticado sensibilizándolo a las razones de los mercados. La escandalosa deserción de la izquierda mayoritaria y del sindicato confederal que ha permitido al gobierno llevar a cabo la contrarreforma del mercado de trabajo sin librar ninguna batalla, reclama una reflexión de fondo severa acerca de esos sujetos sociales y políticos fundamentales, mientras por contraste la experiencia sindical y política de la FIOM debe ser valorada en toda su extraordinaria originalidad. Las políticas de equilibrio presupuestario son la nueva variable independiente de la política. La oligarquía diseña el espectro de las políticas económicas y éste, a su vez, define el campo de la gobernabilidad en todos los países europeos. Si quieres gobernar, debes optar por permanecer en ese campo; si deseas presentar tu candidatura al gobierno, tienes que aceptar moverte en ese rincón. No es cierto, en mi opinión, que exista una contradicción vital, real, entre la aceptación del PD para hoy de la política del gobierno Monti, y la propuesta para mañana de una política distinta. La segunda está destinada a vaciarse, si no a desaparecer. No estoy haciendo un proceso de intenciones, sino señalando el resultado de un análisis de las fuerzas presentes, de su conformación y de su cultura.
         De la democracia representativa, en su forma de república parlamentaria, no queda casi nada. La propuesta de una asamblea constituyente  (¡ahora!) parece querer aprovechar la ocasión para colocar su losa sepulcral. Los partidos de masas, que fueron sus protagonistas, se han convertido en una cosa tan distinta de lo que fueron con bastante éxito en tiempos, que hoy constituyen una de las causas principales de la desafección a la política y de su abandono. Impresiona el hecho de que en la actualidad más de la mitad de los electores (basta con sumar las abstenciones y el voto contra el sistema político en su conjunto) se sitúan fuera del actual régimen político-institucional. Los partidos se han convertido en un obstáculo, más que en una oportunidad para la salida de la crisis, un impedimento para la radical e indispensable reforma de la política. Creo que esa es precisamente la consecuencia de la mutación genética ocurrida en relación con los partidos de masas. La adhesión a la ideología y a las prácticas de gobierno indicadas por Bruselas refrenda retroactivamente ese pasaje, al eliminar de la política la idea de una alternativa de sociedad. Esta postura mina de raíz las razones principales de una adhesión fuerte y duradera al partido, las razones de una participación política como «opción de vida», las razones de una militancia como participación en la construcción de un proyecto de sociedad compartido y de pertenencia a una comunidad elegida. El partido se reduce a pura maquinaria electoral y se estructura como un grupo de potentados. La homologación de la cultura del partido a las ideas dominantes es la conclusión de un camino largo y accidentado hacia la absolutización de la cuestión del gobierno, fuera del cual no habría salvación. En ese camino, en ese proceso regresivo, el partido ha enajenado su dote principal, la de ser lugar de participación activa, de socialización de las experiencias sociales, de producción de cultura política, de elaboración y de formación de decisiones.