lunes, 10 de febrero de 2014

3. EL HORIZONTE TEÓRICO Y LA PRAXIS



R. Terzi (21.2.2012)

Quiero aclarar mejor mi punto de vista, dado que mi carta anterior ha podido dar lugar a algunos malentendidos, como si yo fuera un servidor devoto de la organización. Lo que digo es otra cosa: que no existe una auténtica libertad de pensamiento si no conseguimos pensar según un punto de vista general, objetivo, que trascienda nuestra parcialidad individual, o dicho de otro modo el subjetivismo de las emociones y las conveniencias; una mirada que intente aferrar la totalidad de nuestra condición humana. Como decía Spinoza: «sub specie aeternitatis», es decir, contemplando las cosas desde el punto de vista de lo absoluto. Naturalmente hay un límite que no se puede alcanzar nunca, porque siempre nos encontramos en medio de las contingencias y de lo relativo, pero esa tensión hacia la totalidad es lo que caracteriza el pensamiento auténtico de las modas pasajeras.
         Y es esa la «disciplina» a la que intento permanecer fiel, una disciplina del pensamiento, no de organización. Esa ha sido mi formación, mi modo de adhesión al movimiento obrero y a sus manifestaciones concretas, políticas o sindicales. La clase obrera, según Engels, es la heredera de la filosofía clásica alemana. Ese sigue siendo mi punto de vista, a pesar de todas las transformaciones que desde entonces se han producido. Me interesa la izquierda, política y social, sólo en la medida en que propone objetivos universales, de liberación del hombre. La famosa tesis de Marx según la cual no basta interpretar el mundo, sino que se trata de cambiarlo, no puede ser interpretada en el sentido del pragmatismo, del activismo como fin en sí mismo, sino que significa, en mi lectura, que el pensamiento se hace acción, que la filosofía se incorpora a la realidad. La inversión del idealismo hegeliano no es otra cosa que su realización, su verificación aquí, en la materialidad de nuestra vida y de nuestras relaciones sociales. Es la comunidad humana tomando el control de su destino.
         Comprendo que todo esto puede parecer hoy como una de tantas evanescencias ideológicas de las que hemos de liberarnos. En el mundo post-ideológico ya no hay espacio para el pensamiento, para un proyecto que vaya más allá de los datos de la realidad, más allá de las relaciones de fuerza dominantes. Y la política, liberada por fin del peso de las ideologías, se convierte en el arte de mantenerse a flote, de adaptarse al curso necesario de las cosas. Si la izquierda acepta sufrir este vaciamiento, si se convierte, no en el principio de un nuevo orden, sino en un ladrillo más del orden existente, entonces por mí puede irse al diablo.
         Naturalmente, me interesa mucho conocer tu interpretación de nuestro estar, al mismo tiempo, en sintonía y en desacuerdo. Yo sólo he intentado aclarar mi punto de observación, sin ocultarme su parcialidad, por el hecho de ser fruto de una formación política personal. En fin, y dado nuestro interés común por Walter Benjamin, querría compartir contigo su rechazo radical de la idea de «progreso», por tanto de la idea de un movimiento de la historia que es siempre ascendente, progresivo, que es el mito al que la izquierda ha acabado por sacrificar sus razones de fondo, desde la presunción de mantenerse en cualquier caso en la estela de la modernidad, de la innovación, de lo nuevo que avanza.
         ¿Es posible desmantelar esa presunción? Para Emmanuele Severino la idea misma del cambio, la idea de que las cosas surgen de la nada y vuelven a la nada, es la locura que ha recorrido toda la historia del Occidente, y esa locura ha llevado al dominio exclusivo de la técnica, por cuanto es en ella donde se encarna la fuerza transformadora, el control del hombre sobre la naturaleza. Técnica y progreso son dos conceptos estrechamente entrelazados, hoy más que nunca. Y el progresismo desemboca necesariamente en la tecnocracia, en la aceptación de una necesidad objetiva que sobrepasa a las subjetividades, a las culturas, a los intereses parciales, porque debemos obedecer a una ley superior, en la que se encarna el sentido ineluctable de la historia. La idea del progreso es, en el fondo, la negación de la libertad, de la subjetividad, porque todos nuestros proyectos resultan irrelevantes frente al movimiento progresivo de la historia, que no es otra cosa, en su esencia, que el movimiento del aparato técnico-científico. En el momento en que nos entregamos al progreso, nos entregamos inevitablemente a la técnica, que es la única intérprete auténtica del progreso.
         Sin compartir el planteamiento filosófico de Severino, yo creo que nuestro horizonte cultural no debería estar guiado por el apremio del cambio, sino más bien por el esfuerzo en profundizar en el valor de las cosas que permanecen, que duran en el tiempo, de lo que es universalmente humano. El tiempo es el gran seleccionador, y lo que dura, lo que permanece, lo que atraviesa el curso de la historia, alcanza un nivel de universalidad que lo coloca al resguardo de lo efímero, de lo contingente, de la moda. Como ocurre, por ejemplo, con la música de Bach, en la que toma forma el movimiento de lo eterno. Si el progreso es la inquietud del cambio, a él se puede oponer la consolidación, la profundidad, la fuerza de lo que subsiste a la herida del tiempo.
         Espero que no me malentiendas: no estoy cayendo en el misticismo, sino que intento dar un fundamento a nuestra racionalidad, encontrar una base sólida en la que apoyar nuestra acción política, como acción no efímera, que va al fondo de la realidad y de nuestra común condición social. En suma, nos sirve una política que hable a la integralidad de la persona, a su vida, a su condición existencial. Y hoy resulta insoportable la degradación del debate público, su agresividad inútil, su chismorreo, el vacío narcisista en el que se agitan penosamente sus protagonistas.

F. Bertinotti (2.5.2012)
Llegamos al punto que quiero proponerte como centro de nuestras diferencias. Tú insistes en la necesidad de pensar según un punto de vista «general», y en consecuencia «que la comunidad humana tome el control sobre su destino». Quizá. Yo pienso que se debe tender a hacerlo así, pero que para proseguir la empresa hay que someter las dos nociones, lo general y lo humano, a una crítica capaz de desvelar lo que ambas ocultan, que es algo tan importante que impide la posibilidad de afirmar la una y la otra. Es la operación que lleva a cabo Marx al desvelar el secreto que se esconde en el capital. El filo aguzado y al rojo vivo de su fórmula «las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante» puede calificarse de menos elaborado que la idea gramsciana de la hegemonía, pero no por eso es de desdeñar.
La de Marx no es una invectiva; ahonda en la representación de los vencedores y te permite ver, cuando contemplas el Arco de Tito en Roma. Más allá de la belleza de la obra de arte, el cortejo triunfal de los romanos que desfila exhibiendo los tesoros saqueados en el templo de Jerusalén después de haber aniquilado a los judíos rebeldes, y te permite ver los cuerpos de muchos de los que edificaron ese mismo Arco tendidos en el suelo, pisoteados. Walter Benjamin hablaba, a este respecto, de la necesidad de «cepillar la historia a contrapelo». Así la instancia neohumanista, que por lo demás me atrae mucho, al enfrentarse al carácter totalitario del nuevo capitalismo, debe ajustar cuentas con su despliegue histórico, como se confronta con las formas concretas que asume en él el factor que lo connota, el trabajo vivo, en su prerrogativa social, que en el capitalismo es la alienación del trabajo asalariado.
         Pienso desde hace tiempo, como muchos de nosotros, que es necesario a un tiempo redescubrir a Marx y superarlo. Pero en un punto concreto me planto en su descubrimiento, porque sin él la política moderna sencillamente no existe. Es el primer parágrafo del capítulo primero, «Burgueses y proletarios», del Manifiesto del partido comunista: «Toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta; en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.»
         Siempre me ha intrigado la razón por la que, primero Marx y luego Lenin, se diferenciaron de Engels por no considerar suficiente la filosofía alemana como fuente de su pensamiento. Marx, de hecho, considera como fundamento del movimiento obrero tres grandes pilares: como fundamento filosófico, cierto, la dialéctica hegeliana, pero, a su lado, como fundamento científico la economía política inglesa, y como fundamento político el movimiento obrero francés.
         En otras palabras, lo que resulta de todo ello son dos elementos que me parecen decisivos para una lectura crítica de la sociedad y de la relación entre los hombres. En la secuencia que va de la Revolución francesa a la Comuna de París se encuentran el nacimiento del movimiento popular, el derrocamiento insurreccional y la comunidad de los Iguales. Y en la economía política inglesa están las bases de la crítica de la economía. He ahí lo que hay de más, y de diverso, en mi opinión, de lo que puede considerarse como el presunto punto de vista general; he ahí lo que se debe desentrañar, siempre, en lo humano, es decir su formarse en concreto en la historia. Es la opresión y la revuelta de los justos contra la opresión, antes incluso de que naciera el movimiento obrero.
         Me gusta tu nueva referencia a Benjamin. La aprovecho. En su obra encontrarás la crítica más radical a Hegel, su refutación. En Hegel las ruinas de la historia son medios al servicio del «resultado veraz de la historia del mundo», es decir de la realización del espíritu universal. Benjamin desbarata esta lectura: las ruinas no son el testimonio de la «caducidad de los reinos», sino la realidad y la metáfora de las grandes matanzas llevadas a cabo por los poderosos de la historia. Estoy de acuerdo con Benjamin. En lo universal es necesario saber leer el dominio, la opresión, la violencia del poder. Es así como el progreso toma la forma de la «tempestad». Haces bien en asumir esta lectura crítica del progreso que tanta importancia ha tenido en la cultura de nuestro campo. Pero, en este punto, hay un añadido que afecta a nuestro actuar en la historia. Si el progreso es la tempestad, ilustrada por el Angelus Novus, también es preciso repensar la acción de las fuerzas del cambio, desde lo más pequeño hasta lo más grande. Y aquí tal vez se da también una diferencia entre nosotros. Personalmente experimento cierto fastidio cada vez que se utiliza, contra una experiencia de movimiento, el argumento según el cual el «no», la lucha  «contra», la lucha, si quieres llamarla así, defensiva, sería un terreno a evitar. Sin el «no», no hay política para los oprimidos. Es lo que han comprendido los Indignados, lo que se respira en el aire de la revuelta. Y eso es válido también en general, aunque puede parecer una blasfemia para quien piensa que al proletariado le corresponde completar la obra de la burguesía.
         Nuestro tiempo invita a una nueva reflexión a este respecto. Este capitalismo, que como hoy dicen muchos es el peor que hemos conocido, es una amenaza para la civilización del trabajo, para la persona y para la naturaleza. En su horizonte no está presente, ni como posibilidad, la quiebra; tiene vitalidad de sobra para evitarla, pero sí puede aparecer la catástrofe, «el exterminio de ambas clases beligerantes», la crisis de civilización. Devuelvo la palabra a Benjamin, porque él tiene mayores posibilidades de hacerte reflexionar: «Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero quizá las cosas se plantean de modo muy distinto. Quizá las revoluciones son el recurso al freno de emergencia por parte del género humano que viaja en ese tren.» Se asocia mucho la idea de ruptura con la marcha (regresiva) de los procesos en curso. No tendría gran importancia nuestra diferencia de valoración del gobierno Monti si ésta no afectara a la fase que vivimos y, como se habría dicho en otros tiempos, a nuestras tareas.

R. Terzi (1.6.2012)

¿Qué importancia debemos asignar hoy a Marx en nuestra reflexión? ¿En qué medida podemos llamarnos marxistas todavía? Por extraño que parezca son pocos los casos que han intentado dar una respuesta a estas interrogantes mediante un reconocimiento histórico riguroso y sincero. Ha prevalecido la eliminación, fingiendo que estábamos «más allá», que habíamos sobrepasado las antiguas categorías ideológicas del siglo XX.

Mi opinión personal es que Marx sigue siendo una clave indispensable de acceso a la comprensión e interpretación  de la sociedad capitalista, de la que desvela su mecanismo secreto, las relaciones de poder y la distorsión alienante de las relaciones humanas. El capitalismo actual aparece como una extrema y abnorme ampliación de los caracteres que Marx intuyó entonces como una forma desplegada de dominio, de control autoritario sobre el trabajo y la vida de las personas; como una organización «total», que comprime todo espacio de autonomía  y pone fuera de juego cualquier forma de subjetividad alternativa.

Sin embargo, por otro lado, su mesianismo revolucionario y el anuncio de un futuro «reino de la libertad» no han superado las pruebas de la historia. Puede parecer paradójico, pero la idea de la revolución no está adecuadamente elaborada y pensada por Marx. Este fallo teórico es lo que ha posibilitado que las degeneraciones  hayan hecho descarrilar al movimiento comunista. Habiendo elaborado el momento de la negación y dejado totalmente en suspenso la futura organización política y social, se abrió así una brecha donde han podido transitar y reproducirse las antiguas lógicas de la opresión y el dominio sin encontrar ninguna resistencia eficaz.

Se trata de una auténtica inversión, y en este engaño todos nosotros hemos estado atrapados: en la ilusión de que el proceso revolucionario tenía, sin embargo,  in sé la manera de ir más allá de sus límites. No se trata solamente de las degeneraciones del estalinismo, sino del modo en que desde el inicio, con Lenin, se impuso el problema del poder y la organización del Estado. La «revolución cultural» china no es una excepción ya que fue una movilización manipulada desde arriba para ajustar las cuentas al conjunto de la oligarquía dominante.

¿Cómo podemos calificar todo este proceso histórico? Mi respuesta es que se trata de un «fracaso». He discutido recientemente con un amigo, que prefiere llamarlo «derrota». Son dos cosas muy divergentes: la derrota significa que hemos sido diezmados  por las relaciones de fuerza; sin embargo, el fracaso indica un vicio de origen en el proyecto político mismo. Si decimos solamente «derrota» estamos indicando que íbamos encaminados en la dirección correcta y que sólo unas razones externas interrumpieron aquel glorioso camino. Por eso yo pienso que debemos someter a crítica todas las formas políticas que se han realizado durante ese proceso. Es un extraordinario bagaje cultural que sigue siendo imprescindible para la comprensión del mundo actual, pero que cuenta con infinitas gangas de las que debemos liberarnos. No pueden liquidarse como desviaciones o contratiempos de la historia, sino que indican la existencia de un vulnus, una fagilidad de fondo. El vulnus es la ausencia de una teoría del Estado, sobre este punto comparto el juicio de Norberto Bobbio.

Del Estado sólo se ha cuestionado que debería extinguirse. Pero esta extinción queda como un evento mítico, imaginario. Y a la espera de que el mito se cumpla, todo queda justificado. De ese modo se concreta una brecha total entre el presente y el futuro: hoy, un dominio despiadado; mañana –quién sabe cuándo--  el final de todo dominio. Es la relación de los medios con los fines lo que está privado de coherencia. Esta es una tentación que retorna periódicamente; por ello, cada vez que se reclama la «primacía de la política» me parece advertir este impulso de extrema irresponsabilidad, que hace coincidir la política con lo arbitrario.

Es siempre peligroso proyectar a plazo excesivamente largo la propia meta en un futuro imaginario. Esta es la trampa de la idea de «progreso»: una idea que nunca está en el presente, siempre en una futura proyección histórica. Y, en esta óptica, la izquierda siempre está fuera del tiempo; es la imaginación de un mundo que debería ser, pero que nunca es capaz de plasmar nuestro presente, nuestra realidad efectual. Por eso, nunca he compartido los arrebatos líricos de la utopía y me mantengo fiel a Maquiavelo, a su realismo: un realismo que conecta estrechamente los fines y los medios como elementos indisolubles de un proceso único, como las articulaciones concretas de un proyecto político. Por otra parte, bastaría leer volver a leer las palabras despectivas de  Marx hacia los socialistas utópicos.


Voy ahora a otro punto de tu discurso que me interesa mucho aclarar y profundizar. Se trata de la función del «negativo» en la historia. Estoy totalmente de acuerdo contigo en la necesidad, ética y política, de pronunciar con fuerza nuestro «no», cada vez que nos encontramos frente a situaciones inaceptables. Y ese «no» no tiene que ser edulcorado, condicionado, sufrir el chantaje nauseabundo del buen sentido, para el cual la crítica es admisible sólo si es también constructiva. Es esa una tesis a abolir: ¿qué crítica es, si se contiene y se frena en su fuerza destructiva? El momento de la negación, por consiguiente, ha de llevarse a fondo, hasta sus últimas consecuencias, de modo despiadado, sin cálculos de conveniencia, de equilibrio o de oportunidad.
         Pero, a su vez, la negación necesita una superación, es decir, necesita producir una forma nueva, un nivel de síntesis más alto, para salir de su parcialidad. La negación es sólo un momento, un pasaje. Lo que cuenta es el movimiento de conjunto, en el que todos los puntos de vista parciales son superados y se produce un equilibrio de fuerzas nuevo y más avanzado. Como ves, mi modo de pensar sigue siendo el de la tradición hegeliana. Pero no se trata, a mi juicio, de una cuestión sólo filosófica, sino también del modo como se piensa y se construye la dimensión política.
         ¿Te acuerdas de la fórmula de Berlinguer: el PCI partido «revolucionario y conservador»? A muchos les pareció en su época una extravagancia, o un sofisma. Pero en realidad expresa una idea profunda de la política, en la que el momento de la negación y el de la reconstrucción deben estar juntos, como las dos caras de un mismo proceso. Cuando falta una de las caras, todo el movimiento se desestabiliza, bien hacia la pura negatividad destructiva, o bien hacia el acomodo pasivo a los datos de la realidad.
         Encontré la misma idea en Pier Paolo Pasolini, en una respuesta a los lectores en «Vie nuove»: «Los verdaderos tradicionalistas son los marxistas.» E incluso tu cita de Benjamin sobre la revolución como «freno de emergencia» se sitúa en la misma perspectiva. La gran oleada de la modernización capitalista empuja a una disolución de las relaciones, naturales y sociales, y agrede a la misma dignidad humana al subordinarla a las necesidades impersonales del mercado. Y entonces no se puede prescindir del momento de la conservación, de la defensa de un patrimonio humano en peligro de quedar disuelto, arrastrado por la locomotora progresista de la historia.
         Por eso no es fácil realizar un juicio histórico sobre los distintos movimientos de contestación; porque en ellos conviven con frecuencia el momento de la liberación, de la rotura de los vínculos autoritarios, y el de la dispersión individualista, del rechazo de cualquier dimensión ética de la vida. Así ocurrió en el 68: un movimiento liberador, que sin embargo no supo superar la negación e insertarse en un proceso nuevo de reconstrucción política. Ahí apunta la crítica de Pasolini: el impulso liberador acaba finalmente por resultar, a falta de una fuerza cultural autónoma propia, del todo funcional para los designios del neocapitalismo, y dar vida a un mercado totalmente libre, expansivo, sin frenos, en el que cada uno queda abandonado a sus propias opciones individuales como consumidor, y ya no como ciudadano.
         Es esta una dialéctica que tiende a reproducirse y a dar lugar a la más sorprendente heterogénesis de fines. También hoy, el ataque a la política, al sistema de partidos, ¿no es algo que sirve a los grandes poderes constituidos? Se puede estar, esa es la paradoja, fuera del sistema y ser funcional al sistema. Y entonces el discurso filosófico sobre la «negación» asume una significación política extremadamente concreta y actual. Por eso, insisto, el tema no es la revuelta. Todos nosotros estamos enredados en una red de complicidades, y no basta el gesto, la protesta, la rabia de la antipolítica, porque todo eso puede ser fácilmente reabsorbido y manipulado.

F. Bertinotti (6.7.2012)
Vuelvo ahora a las grandes organizaciones del pensamiento a las que nos consideramos vinculados tú y yo, no para convencerte de la mayor fecundidad de ésta o de aquélla, sino para señalar una perspectiva posible (a la que yo me siento personalmente próximo). Lo hago porque pienso que se deducen de él algunas consecuencias sobre el modo de entender la política y sobre le elección que hacemos de una praxis respecto a las demás. No necesito insistir en que no estoy pensando en ninguna clase de determinismo, porque por lo demás ese determinismo no ha existido nunca, ni siquiera cuando lo han defendido el protagonista político por excelencia (el partido) y su teoría (el marxismo-leninismo). La autonomía existente entre los diferentes planos sobre los que se articula el pensamiento y la que se da entre estos últimos y los de la praxis social y política, son más necesarias aún después de la derrota histórica del movimiento obrero. Y sin embargo precisamente en el movimiento obrero esa investigación de los lazos entre teoría y praxis, aun con los resultados más diversos y en algún caso incluso devastadores, con la negación de cualquier margen de autonomía, se desarrolló como nunca lo había hecho hasta entonces. La categoría de la revolución fue su partera y el pensamiento de Marx su origen, que a su vez rechazaba todo tipo de interpretación unívoca. Hubo un tiempo, que nosotros hemos conocido de forma directa, en el que las filiaciones ideológicas de los diferentes marxismos se debatían con pasión. La discusión se desarrollaba como si los protagonistas estuvieran aún presentes en la escena política. Y con todo, incluso entonces, en muchos casos, una toma de posición no implicaba un alineamiento político-partidista definido. Podías ser luxemburguiano, pero la crítica al reformismo que constituía su rasgo característico, podía defenderse tanto en el campo socialista como en el comunista. Y en todo caso, durante gran parte del siglo xx, en Italia tanto los revolucionarios como los reformistas compartieron el mismo programa fundamental de superación del capitalismo. Cuando luego, en los años sesenta, se impuso un análisis diferenciado del capitalismo, el definido como neocapitalismo, y emergió un perfil distinto de la clase obrera, se concretó en la izquierda una tendencia que Gilles Martinet llamó de los «reformistas revolucionarios», en cuyo trabajo teórico confluían materiales de diferentes procedencias históricas, aunque predominaban las aportaciones de los marxistas heréticos. A esta tendencia se atribuyeron las contribuciones de Pietro Ingrao, de Lelio Basso, de Bruno Trentin, de Riccardo Lombardi o de Vittorio Foa, una lista de nombres que explica por sí sola lo que quiero decir. Incluso si se observa otro filón de parecida importancia, nacido una vez más del análisis combinado de las características del nuevo capitalismo, el maquinismo, y de la nueva composición social de la clase, la aparición del obrero común de la cadena, es decir, si se observa el filón del obrerismo, se obtiene la confirmaciód de la autonomía de los diferentes planos de investigación. Sin embargo, en este caso la palanca teórica es prácticamente unívoca, la irrupción de los Grundrisse, aunque también se producirán hipótesis políticas y sociales muy distintas entre sí, y referentes ideológicos muy diversos a los que remontarse. Con todo, ahora que nos encontramos del otro lado de la línea divisoria marcada por la derrota histórica del movimiento obrero, la cuestión se nos presenta en términos más radicales.
         Creo que ya no es posible utilizar políticamente, y subrayo mucho el políticamente, las genealogías derivadas del árbol de familia, porque ya no son útiles para definir un sujeto o una praxis política. Del otro lado de la línea divisoria, todo tiene que ser definido de nuevo. Es este capitalismo, con su brutalidad y su carga de incertidumbre para el futuro, lo que vuelve a abrir el campo del pensamiento crítico. Estoy convencido de que es imposible entrar en él con eficacia subidos sobre los hombros de algún antepasado ilustre; pero tampoco podremos hacerlo sin ellos, sin indagar y descubrir sus verdades interiores para hacerlas confluir, combinadas quién sabe de qué forma, en una nueva corriente de pensamiento. Sólo un problema hemos heredado en su totalidad, porque ni está resuelto ni ha quedado anulado por la derrota histórica: el problema de la liberación del hombre, de la liberación del trabajo asalariado con la transformación de la sociedad capitalista.
         Estamos de acuerdo, aunque discrepemos en el antes y en el después, en que, como tú escribes: «Marx sigue siendo aún una clave indispensable de acceso para la interpretación de la sociedad capitalista», cuyo secreto ha revelado. Y estamos de acuerdo también en un punto que a mí me parece decisivo: en que el capitalismo actual es el peor de los capitalismos, porque se pretende totalizante y es capaz de subsumir dentro de sí todos los aspectos de la vida en una gigantesca y monstruosa colonización de los seres vivos. Por tanto, el anticapitalismo es el único fundamento posible de la autonomía de la política. Esto es lo único que podemos decir por ahora: lo que no somos, lo que no queremos. Para poder volver a hablar, como será necesario hacer, de revolución y de comunismo, habremos de recorrer un camino largo y terriblemente difícil. Marx seguirá siéndonos útil, pero es evidente que no basta. Si el aumento impresionante de la temperatura del planeta se dispone a mutar sus equilibrios y amenaza catástrofes, si la causa reside en gran medida en la economía mundial, cuya producción genera niveles críticos de anhídrido carbónico, no puedes pensar que toda esa cuestión no afecte, desde un punto de vista ciertamente distinto al desarrollo de las fuerzas productivas, al tema mismo de la transformación. Si el feminismo, la cultura de género, nos han demostrado que no es verdad que el proletariado, al liberarse a sí mismo del trabajo asalariado, libera a la humanidad entera, ya que la emancipación de la mujer no es la liberación de aquella forma de opresión entre los sexos que conocemos del patriarcado y sus herencias, entonces la formación de un pensamiento crítico exige ser repensado a la luz de este paradigma. Podríamos continuar argumentando la necesidad de reinventar una praxis de la liberación-transformación y un pensamiento crítico unitario frente al capitalismo de nuestro tiempo, sin poder pensar en derivarlo de nuestra tradición por grande que ésta sea, como he dicho. Insisto en todo esto para subrayar que no creo en absoluto en el Gran Retorno, ni me parece suficiente volver a ponernos (¿pero de verdad hemos estado ahí aguna vez?) en manos de Marx. Sobre el cual, sin embargo, me resisto a suscribir las críticas que lo responsabilizan de los males padecidos por las sociedades post-revolucionarias, en particular por lo inadecuado de su idea de revolución, y por las carencias de su pensamiento político en torno a la idea del Estado. Es del todo evidente que la una (la idea) y el otro (el pensamiento) han precisado y siguen precisando aún un desarrollo, y por lo demás se ha propuesto e intentado ya más de uno. Aquí recae por entero la carga de la responsabilidad y de la capacidad de realizar la propia tarea histórica, la tarea de superar el capitalismo, cuando llegue el momento.
Hablamos en este caso del movimiento obrero y comunista. En ambas cuestiones, el punto de vista de Marx me parece una virtud, más que un vicio. La superación del capitalismo y la extinción del Estado se muestran en su obra como procesos abiertos. No hay ninguna indicación prescriptiva sobre cómo llevarlos a cabo porque no se puede ni se debe hacerlo, y no porque exista una laguna en su planteamiento. La crítica radical al capitalismo y al Estado burgués ve en el comunismo el movimiento para derrocar el orden existente, y en el proletariado el sujeto que puede (¿debe?) tener en sus manos el control del proceso revolucionario. Se inicia así el tiempo de los asaltos al cielo. Si en uno de esos intentos, en lugar de luchar por un nuevo orden mundial te dedicas a la construcción del socialismo en un solo país, no puedes echarle la culpa al carácter abierto del planteamiento teórico sobre la revolución anticapitalista. Si, en vez de aquella «dictadura del proletariado», ya en lo esencial de paternidad dudosa, construyes por el contrario la dictadura del partido, la supresión de la democracia directa y del autogobierno, y la creación de un Estado autoritario, no puedes atribuir la responsabilidad a quien había preconizado la extinción del Estado, convencido como estaba de que la simple emancipación política del hombre podía agravar incluso su alienación, que procede de las relaciones sociales. Las duras réplicas de la historia nos golpean, golpean al movimiento obrero y comunista. Pero no derriban el fundamento marxiano del pensamiento crítico. Por lo menos, eso me parece a mí.

R. Terzi (30.8.2012)
Veo con placer que también tú te apasionas por el horizonte del pensamiento teórico y filosófico. No es, a mi juicio, algo superfluo, un ejercicio académico que los políticos realistas y pragmáticos hacen bien en mantener a una distancia prudente, sino al contrario: la política tiene fuerza de penetración y de movilización si sobre los hombros lleva un pensamiento, una visión, una interpretación de la realidad. Nunca he soportado la facilonería con la que se practica una escisión de los dos planos: sería justo en teoría, pero no en la práctica. Si existe una fricción entre la teoría y la realidad, entonces es que la teoría debe ser objeto de examen y reelaboración. Pero los pragmáticos piensan que pueden avanzar a ciegas, sin pensar, fiados sólo a su instinto por el poder. Y ese instinto les lleva a desconfiar de toda forma de pensamiento organizado.
         Me parece que esa es una de las razones del descrédito de la política actual, porque sólo aparece como maniobra, como juego de poder, y no sabe responder a las demandas fundamentales del hombre contemporáneo. Y entonces se busca refugio en las sectas, en los fundamentalismos, en los mitos, en los populismos, en todo lo que ofrece una apariencia de verdad y de identidad. La política débil, que da un paso atrás, que se reduce a técnica administrativa, que se mantiene a distancia de las ideologías, no es, como sostiene alguno, la vía de salida a las locuras extremistas del siglo xx, sino el camino más seguro para preparar locuras nuevas y más peligrosas, porque ya no hay un cemento, un fundamento cultural común que mantenga unida la polis, la comunidad en la que vivimos. Si la política se retira, serán otros los que ocupen la escena: aventureros, predicadores, organizadores de mafias. ¿No es ese ya hoy el escenario predominante?
         Me parece que en eso estamos de acuerdo, en que no puede existir política sin pensamiento. Por eso es importante para la izquierda hacer balance de su tradición y del gran depósito histórico y teórico del marxismo. En ese depósito se encuentran muchos filones, muchas trayectorias posibles, unas hoy ya agotadas, otras por redescubrir, pero de seguro no es posible fijar de forma dogmática una única interpretación posible y legítima. Yo me limito a decir que no se puede entender a Marx si no se reconoce el método dialéctico como su arma vencedora fundamental. La dialéctica, para decirlo de un modo simple, no es otra cosa que el pensamiento del movimiento, de la contradicción, del ser de las cosas no fijas sino siempre en relación, siempre dispuestas a invertirse en su opuesto. Se puede abusar de la dialéctica, y en efecto se ha abusado de sobra, convirtiéndola en una fórmula mágica que lo resuelve todo y todo lo concilia. Pero la actualidad del marxismo está en ese modo suyo de ser un pensamiento que sabe penetrar en el movimiento dinámico de las cosas.
         Y el propio Marx debe ser dialectizado, encuadrado por consiguiente en el movimiento de nuestra historia y de sus contradicciones. Yo te confirmo, in toto, mi tesis sobre el vulnus teórico que ha posibilitado todas las degeneraciones del socialismo real, y que está a mi juicio en el utopismo aleatorio de la extinción del Estado. No podemos limitarnos a subrayar la forma «abierta» y experimental desde la que Marx afronta el problema, porque precisamente ha sido ese exceso de apertura lo que ha hecho posible la dramática distorsión en la organización del nuevo poder. En suma, la misma historia del marxismo y de sus realizaciones ha de ser contemplada históricamente, interpretada, dialectizada. Si se ha producido un fracaso, debemos saber llevar a cabo una revisión teórica, siguiendo hasta el final un método de verificación crítica y de verdad, con toda la severidad necesaria, sin inercias ni acomodos fáciles.
         Y todo eso nos atañe directamente, por las cosas que hemos dicho y las que hemos callado, por lo que hemos visto y lo que hemos fingido no ver, por las trampas ideológicas en las que nos hemos dejado atrapar. En suma, nos debemos a nosotros mismos dejar claro todo el sentido de nuestro camino, en sus grandezas y en sus caídas. No para renegar de nada, sino para reemprender la lucha sobre bases teóricas nuevas y más firmes. Este esfuerzo de clarificación no lo veo hoy por ninguna parte, sólo veo el arrumbamiento o la nostalgia, el «novismo» que ve la historia como un lastre del que hemos de librarnos, o el intento más bien patético de volver a ser como éramos. En uno y otro caso, se piensa que no es necesario el pensamiento crítico, que basta con ocupar una posición, delimitar un campo, estar ahí donde hemos sido convocados a estar, enarbolando las viejas banderas desteñidas, o bien con la retórica vacía de un «nuevo comienzo» parecido a un viaje hacia la nada. Yo me niego a participar en ese juego. Y estoy buscando alguna vía que podamos emprender con provecho.