R. Terzi (21.2.2012)
Tú, me parece, te
has decidido ya por una condena definitiva, porque todas las estructuras
actuales son ya degeneradas e irreformables. Y únicamente queda la expectativa
de una «revuelta» que las pulverice. Es una posición que tiene su lógica, su
coherencia, pero no la comparto, como he tenido ya ocasión de decirte. No
porque mi juicio sobre el presente sea más optimista, sino por un conjunto de
razones, políticas, culturales, y probablemente también individuales, que voy a
intentar aclarar, a ti y a mí mismo. No tengo ninguna pretensión, quede claro,
de estar viendo más lejos en la realidad, sino que por el contrario me
encuentro en una condición de fortísima incertidumbre, porque nos encontramos
en medio de un cambio histórico cuyo sentido, tendencia y desarrollos posibles
nos resulta muy arduo discernir.
Hemos hablado de nuestra relación como
de una «amistad discorde», pero todavía no hemos puesto en claro dónde están
nuestras afinidades y dónde las diferencias. Intentaré responder. A mí me
parece que nuestro desacuerdo no se localiza en el análisis de la realidad, en
el juicio político, sino en el tipo de enfoque cultural con el que nos
enfrentamos a la realidad; se trata, en suma, de una diferencia «estética» más
que política, pero no por ello irrelevante y carente de consecuencias.
Tú
hablas, por ejemplo, de un «orden simbólico» que hay que reinventar, de la
significación de un «gesto» que marque de forma visible la ruptura, y por eso
mismo argumentas en torno a la idea de la revuelta. Y la revuelta es a menudo
sólo el derribo de unas formas, de unos símbolos, en tanto que la sustancia
sale de ella confirmada y reforzada. Yo experimento, lo confieso, cierto
fastidio por los gestos, por las manifestaciones externas, por las palabras
dichas a gritos, por todo lo que corre el riesgo de reducirse sólo a retórica.
Tal vez sea un rasgo aristocrático, un modo demasiado distante de observar la
realidad, sin tener en cuenta los aspectos emotivos, el valor de los símbolos,
de la fuerza de lo irracional que ha menudo desbarata todos nuestros cálculos
políticos. En mi actitud hay también algo de broma, como cuando sostengo que
todo aplauso es un error político. He tenido ocasión de ilustrar esa tesis a
Luciano Lama y a Giancarlo Pajetta, que eran dos profesionales del aplauso.
Esta
manera cien por cien «racional» de concebir la política me lleva a ver siempre
la «complejidad» de las situaciones concretas, los diversos factores que
concurren en un proceso, y a evitar toda simplificación. En mi libro, que
conoces, sostengo que la derecha es la simplificación y la izquierda el
pensamiento complejo. Por eso, al contemplar la realidad actual, me he
abstenido de pronunciar juicios sumarios, definitivos, e intento examinar
cuáles son las contradicciones, las potencialidades, los recursos que es
posible activar para volver a poner de nuevo en marcha un proceso de cambio.
Ese
es el sentido de la imagen de la «telaraña», que tú no compartes. No es posible
un movimiento resolutivo, un gesto de ruptura, sino que hace falta desenmarañar
con paciencia toda la red en la que nos encontramos enredados, tejida a través
de complicidades, de conveniencias, de relaciones de poder consolidadas, de
modos de vida, de sentido común. El capitalismo no es sólo dominio, poder del
capital financiero, sino que es la forma como se organiza nuestra vida
colectiva. Una forma distinta sólo puede adquirir vida si se actúa en todas las
direcciones, si se hace valer en todos los campos una lógica diferente, una
escala de valores distinta, y precisamente para eso el factor ideológico y
cultural es un arma indispensable, en ausencia de la cual sólo son posibles las
batallas defensivas, destinadas a perderse antes o después, porque el sistema
posee una lógica propia, una necesidad suya, que se impone por su fuerza
intrínseca, más allá de cualquier interés particular y más allá también de la
variabilidad contingente de los procesos políticos.
El
gobierno actual es la encarnación coherente de esa lógica. Es un paso adelante,
porque nos hemos liberado de un populismo reaccionario y corrupto, pero el
resultado es que ahora aparece en todo su dramatismo el vacío de la política,
la ausencia de un proyecto alternativo. Caído Berlusconi, la izquierda ha
perdido la palabra porque no tiene nada que proponer. Tomar conciencia de ese
vacío es la primera condición para intentar un nuevo despegue sobre bases
nuevas. Como sabes, hubo un viejo georgiano que ponía en guardia contra el
«vértigo del éxito». Pero también existe un «vértigo del fracaso», el
sentimiento de una catástrofe definitiva e irremediable. Veo síntomas claros de
esa posición muy negativa, que alimenta sobre todo el trasfondo emotivo de la
antipolítica, y veo presentes también en parte esos síntomas en tu modo de
representar la realidad.
Mi
modelo político es aún el de Palmiro Togliatti, que en los años treinta, en
pleno régimen fascista, analiza con frialdad racional los puntos fuertes y las
debilidades del sistema, e intenta señalar los espacios posibles que se abren a
la iniciativa política, las contradicciones sobre las que incidir, las posibles
alianzas. Me parece que este es el trabajo que sería útil llevar a cabo, en las
condiciones actuales: no una caricatura de la realidad, no la invectiva
impotente contra el peor de los gobiernos posibles, sino, siguiendo el método
togliattiano, «el análisis concreto de la situación concreta». Por ahora no veo
que nadie trabaje seriamente en esta perspectiva, y por tanto mi juicio no está
dictado en forma alguna por mi pertenencia política. Más bien contemplo la
necesidad de superar todas las pertenencias, e iniciar un nuevo discurso de
verdad, dejando abiertas de par en par todas las salidas políticas posibles de
este conflicto. Como te he dicho ya en mi carta anterior, se trata de superar
el espíritu de escisión y el sectarismo ciego e ineficaz que es su inevitable
punto de apoyo. Por eso me estoy comprometiendo en este diálogo nuestro, porque
puede llegar a tener un significado que vaya más allá de los límites de
nuestras dos subjetividades.
¿Qué
tiene que ver todo esto con mi trabajo en el sindicato? Yo intento encontrar
una relación, y pienso que el sindicato, en el momento en que profundiza su
función de representación, puede ser el portador de una nueva cultura. Un
sindicato autónomo, que tiene su fuerza en sí mismo, y que no se deja enredar
en las maniobras de la política. En mis arrebatos más idealistas he llegado a
hablar de un sindicato «filosófico», que busca representar a las personas en
toda la complejidad de su condición, y que para eso busca respuesta a las
preguntas fundamentales. Naturalmente la realidad es más prosaica, y el perfil
del sindicato es todavía incierto y oscilante. A propósito, me interesaría
mucho conocer tu juicio sobre la situación actual del sindicato, y en
particular sobre la CGIL. Si
te parece bien, podemos discutirlo en nuestro próximo intercambio epistolar.
F. Bertinotti (2.5.2012)
Pienso que el
gobierno Monti, más que un paréntesis, responde a un papel constituyente. Se
sitúa en una Europa que se encamina hacia un régimen post-democrático, en la
que un gobierno oligárquico alimenta una pulsión tecnocrática. Aparece al final
de una transición larga y opaca y en un entorno de crisis declarada. Estamos de
verdad (demasiadas veces lo hemos dicho cuando era todavía sólo una tendencia)
en el final de un ciclo capitalista completo y en el comienzo de otro. Conviene
ahora trazar una raya para interiorizar el hecho de que nos encontramos ya al
otro lado de una divisoria. El capitalismo financiero globalizado en su versión
europea (en otros lugares es diferente), al contrario del que lo ha precedido,
se está revelando incompatible con la democracia. Los gobiernos nacionales y la
misma soberanía se ven aherrojados a un vínculo exterior que no sólo los
condiciona sino que los domina, los somete. El partido obrero, en cualquiera de
sus posibles interpretaciones, ha desaparecido. Los partidos, tanto los nuevos
como los viejos, han sufrido una mutación genética que los aísla del conflicto
social, que les ha visto abandonar toda visión societaria para sustituirla por
el acceso al gobierno, y que, ahora, los reduce a puras articulaciones de un
cuadro institucional fallido. El sindicalismo confederal se encuentra dividido
y en crisis, si bien la multiplicación de las huelgas generales en varios
países lo aproxima, más que los partidos, a las contradicciones sociales
concretas.
He descrito el cuadro de una forma más
impresionista que analítica, pero la realidad dramática de la política y de las
izquierdas está a la vista de todos. Pienso que no debemos repetir en nuestra
casa el error que ya cometimos en relación con la URSS. Cuando un
sistema no responde ya a las razones que lo han visto nacer y crecer, se
esclerotiza hasta convertirse, en su interior, en irreformable. Nos hace falta
un Big Bang. Las energías vitales están ya ahora mayoritariamente fuera de los
circuitos de la democracia representativa, de su enfermedad ya crónica. Pienso
en las revueltas en sentido propio que se han producido ya; pienso en el aire
de revuelta que comparten movimientos portadores de demandas y prácticas de
nueva democracia, desde los bienes comunes a la No TAV , a los pastores
sardos; pienso en el nacimiento, en formaciones históricas, de experiencias
nuevas que se proyectan sobre terrenos inéditos del conflicto (entre nosotros,
es el caso significativo de la
FIOM ).
Imagino tu objeción. El domingo próximo
se vota en Francia, y allí las cosas no son como aquí. Allí todavía existe la
política, y existe la gauche. Aquí la CGIL no ha sido
«normalizada», conserva aún su capacidad para actuar sobre el escenario real.
Incluso, recogiendo una sugerencia tuya, propondría afrontar la cuestión del
conflicto laboral, del sindicato y de su naturaleza política peculiar, como una
historia dotada de una especificidad propia importante. Lo merece. Retomaremos
el argumento en otro momento. Aquí me interesa sólo anotar que el uno (Francia)
y el otro caso (la CGIL )
suponen una contradicción con la tendencia predominante. Son puntos de
resistencia, pedazos de una historia que permanece en un cuadro que, sin
embargo, tanto estructural como subjetivamente, ha cambiado, más bien que
hipótesis de solución (de alternativa). El cuadro actual es el del capitalismo
financiero globalizado y el de una Europa post-democrática en la que toma forma
una opción de gobierno neo-oligárquico. Los partidos, tal como son hoy a
diferencia de ayer, y las izquierdas oficiales, tal como son hoy a diferencia
de ayer, se encuentran en sustancia dentro de ese cuadro. Fuera está la
energía, la posibilidad de hacerlo pedazos para recomenzar la partida (lo que
no quiere decir, con todo, que no se deba proponer incidir también sobre lo que
está dentro; entre otras, por la razón de que el cuadro general sigue siendo
inestable y no carente de contradicciones). La fórmula de Occupy Wall Street al
proponer la reconstrucción de la política fuera del cuadro, «no podéis
obligarnos a elegir entre la
Coca Cola y la
Pepsi Cola » (indicando las dos grandes formaciones políticas
estadounidenses), es bastante útil para evidenciar el problema. Problema que,
lo reconozco, no tiene una solución fácil.
El recurso son los movimientos, pero
esta generación de movimientos no ha vencido nunca, siempre ha conocido la
derrota. Aun así contienen, al menos potencialmente, la clave de bóveda. Todos
tienen un recorrido cársico; la imagen con la que se les caracteriza a menudo
es la del enjambre (la diversidad del bloque histórico no podría ser descrita
con mayor precisión). Por tanto, la cuestión de la subjetividad sigue aún del
todo sin resolver. Marx, a finales del siglo xix,
había indicado la solución histórica: la clase obrera y su organización
internacional.
El
nacimiento del partido obrero y del sindicato de clase, primero, y la
revolución del 17 después, habían propuesto esa solución concreta, que ha
recorrido por entero el trayecto del «siglo breve». Pero ¿ahora? Frente a la
revolución capitalista que ha multiplicado y diversificado, a escala mundial,
las formas de opresión y de alienación del trabajo y de la vida, y frente a la
crisis del movimiento obrero (¿crisis o final?), ¿cuál es la respuesta al gran
tema no resuelto de la formación de una subjetividad para la transformación de
la sociedad, para la liberación del trabajo y de la vida?
Me
parece que únicamente puedo intuir cuál sería un inicio factible de esa vía. No
por cierto la del gobierno, la búsqueda de alianzas positivas entre las fuerzas
políticas para conquistarlo, ni esa ilusión de la autorreforma de los partidos,
convertidos ahora en coaliciones de potentados. La vía justa me parece, en
cambio, la de la centralidad del conflicto, de los conflictos abiertos en la
sociedad de hoy. Me parece a mí que con esa opción es posible evidenciar lo que
es necesario realizar para la resurrección de la izquierda y de la política. Se
trata de llevar a cabo dos grandes recomposiciones para unir lo que ha dividido
el capital con su política; recomponer una fuerza que pueda reabrir el combate
histórico en Europa y en Italia. Recomponer por abajo, para trabajar en la
construcción de una subjetividad social capaz de ligar entre ellas las demandas
que surgen, demandas de organización extramercantil y de afirmación de la
primacía del valor de uso sobre el valor de cambio, y conectarlas con las
experiencias críticas de todas las formas de trabajo asalariado y alienado. Y
recomponer, por arriba, las piezas del pensamiento crítico en un mosaico
unitario. En suma, contribuir a recomponer la parte (nuestra) y contribuir a
que adquiera una conciencia unitaria de sí misma me parece que constituye hoy
el trabajo político preciso para activar las palancas de la resurrección de la
política. Esta es, entonces, mi tesis.
A
un proceso constituyente autoritario, centralista, verticista, tecnocrático,
dirigido a reafirmar la primacía del mercado y de la empresa capitalista sobre
el hombre y sobre la naturaleza, se debe poder oponer otro proceso
constituyente distinto y opuesto, surgido de abajo, democrático, participativo,
difuso, plural, para afirmar un modelo económico y social fundado en la
libertad de la persona, en la igualdad y en una nueva alianza entre el hombre y
la naturaleza. Por un lado la construcción del recinto; por el otro su rotura
para cambiar el curso de las cosas. Para esto es necesario respirar, buscar,
rodearse del aire de la revuelta; es necesario porque únicamente a partir de
ahí y de quienes están fuera del recinto (o han sido expulsados de él) puede
generarse la energía y la palanca para la reconstrucción de una alternativa de
sociedad. Sólo con una ruptura de fondo, radical, pueden tomar cuerpo las dos
grandes recomposiciones a las que me he referido. Vuelvo a ellas para
precisarlas un poco más.
La
primera es sin duda la social. La fragmentación del mundo del trabajo, la
separación de los campos en los que actúan las diferentes instancias críticas
(los derechos de las personas, la valoración del medio ambiente, la afirmación
de los bienes comunes), la crisis de la cohesión social, las fracturas
territoriales y generacionales, se oponen a la propagación de los movimientos.
Creo que se debería dedicar una muy superior inversión política, de trabajo, de
tiempo y de empeño, doblegando todas las resistencias de las organizaciones y
de historias personales y de grupo, para la unificación y la generalización de
los movimientos. Estamos ante un problema enorme, el problema que el movimiento
obrero había, de alguna manera, resuelto con la clase obrera, de un lado, y el
partido obrero y el sindicato de clase, de otro. Un problema que, a pesar de
ello, quedó de todas formas sin resolver (o mal resuelto) en algunos trances de
tensión aguda (los años veinte, el 68-69) y en algunos grandes filones de
pensamiento crítico (las «herejías comunistas», como han sido definidas por
algunos historiadores). Sin embargo éstas pertenecen también a una gran
historia, la del movimiento obrero. Aquí, como en otros lugares pero, por lo
que a nosotros respecta, tal vez más que en otros lugares, se produjo una línea
de falla. Si la generalización y la unificación del movimiento es el objetivo
político-social prioritario de este tiempo, el gran tema de la subjetividad, del
sujeto, constituye su trasfondo «teórico».
Así
llegamos a la segunda gran recomposición. No la llamaré teórica, porque tal vez
el término es aún deudor en exceso de una tradición, la de la revolución
inmanente, capaz de abordar directamente, hic
et nunc, la política, esa política de la que la revolución ha sido la
manifestación más alta. Diremos, entonces, la recomposición que atañe al
pensamiento crítico, un pensamiento que, innovando en el seno de una opción
anticapitalista, sepa reabrir la cuestión de la liberación en la
transformación. La fórmula que se utiliza por lo común a este propósito es «Más
allá de Marx»; yo mismo la he utilizado, como has visto. Quiero decir con ello
que Marx, a diferencia de la moda del pasado reciente, se revela de nuevo como
el punto de partida ineludible (así se explica la «Karl Marx renaissance») y, al mismo tiempo, todo
lo que hasta aquí se ha vivido, en el mejor de los casos, en un suma y sigue de
clasismo, ambientalismo, feminismo y pacifismo, exige ser trascendido en un
pensamiento crítico acabado. Entre la recomposición de abajo y la de arriba,
recomposiciones que constituyen las prioridades absolutas para la resurrección
de una política de izquierda, se sitúan dos cuestiones clásicas en el campo de
la democracia representativa: el programa y la organización política. Pero la
crisis de la democracia y de la izquierda política es tan aguda que pienso que
no pueden resolverse de forma autónoma, al margen de las dos grandes
recomposiciones.
Pero ya hablaremos
en las próximas cartas, si quieres, del sindicato, del partido y del programa.
Lo que puedo anticipar ahora es la conclusión, me parece que coherente, de este
análisis. La reconstrucción de una subjetividad política de izquierda, europea,
heredera del movimiento obrero, pero bien asentada para el nuevo combate contra
el capitalismo financiero globalizado en Italia, pero creo que más en general
en Europa, no pasa por una combinación cualquiera de las fuerzas políticas
existentes, sino por su deconstrucción, por su desestructuración. Descomponer
para recomponer. El Big Bang. Es necesario trazar una raya, para que lo muerto
no siga comiéndose a lo vivo. En la reconstrucción debería estar al completo
todo el pueblo de la izquierda, todos los pueblos de la izquierda, sean cuales
sean sus anteriores y sus actuales alineamientos partidarios. ¿Tienes presente
el Sol del porvenir? Sería necesario que volviese a salir, no para unos en
perjuicio de otros, sino para todas y todos los que sueñan con él, que lo
quieren soñar.
R. Terzi (1.6.2012)
Un punto clave que
tú señalas es el de la «subjetividad», es decir el proceso de construcción de
una conciencia alternativa. En nuestra historia pasada la «clase» era el lugar
de la subjetividad, y ese era el resultado de una construcción política, de un
proyecto, de una ideología. ¿Estamos ante una crisis o ante el final de esa
construcción? Es una pregunta inquietante. Pero es la auténtica cuestión
crucial que nos debemos plantear. ¿Es posible, y cómo, sobre qué bases,
reconstruir las condiciones de una identidad colectiva, que se haga fuerza
política, movimiento real, proyecto? No es un problema que se resuelva con un
gesto de voluntad, o con la reafirmación abstracta de valores añejos; hace
falta un reconocimiento atento de todas las transformaciones sociales que han
ocurrido, para determinar cuáles pueden ser los puntos fuertes, los recursos
potenciales desde los cuales reemprender la marcha, y qué dinámicas, sociales y
políticas, se pueden organizar, preparar, hacer madurar, dentro de un proceso
de conocimiento, de madurez, de acumulación progresiva de experiencia. No veo
signos de nada de eso, más que, de un modo parcial, en el sindicato. La
política está extraviada en otro terreno, y vive sólo en la inmediatez, en las
apariencias, teniendo como único horizonte el electoral. Mis reservas sobre el
«aire de revuelta» no nacen, por tanto, del hecho de que yo vea «en otra parte»
un posible punto de apoyo. Por un lado hay movimientos parciales, moleculares,
contradictorios, y por el otro una política que ya no es capaz de decir nada a
la sociedad ni de ofrecer un proyecto suyo, un sistema de valores suyo, una
visión del presente y del futuro.
Quiero, por otra parte, aclarar que mi
objeción no es la que imaginas: porque está François Hollande, porque está la CGIL , porque existe una
izquierda que aún sigue en pie. De todo eso tomamos nota, obviamente, pero
equivocamos del todo el enfoque si pensamos que es suficiente, que podemos
avanzar paso a paso, confiando en una evolución lenta y gradual, sin ver la
necesidad de un salto, de una ruptura, de un cambio de marcha. Europa, antes
aún que Italia, tiene necesidad urgente de una transformación radical, porque
sólo así puede salvarse el proyecto europeo, destinado de otro modo a
desintegrarse en el particularismo de las lógicas nacionales, que sólo
encuentra un freno en las grandes estructuras tecnocráticas. Europa, que ha
sido la patria del pensamiento democrático y el terreno de experimentación del
moderno Estado social, está cambiando de piel, y se está transformando en su
opuesto. Está plenamente justificada tu alarma sobre la posible aparición de un
régimen post-democrático. Ya estamos muy próximos a ese punto de ruptura, y no
sólo por el gobierno Monti, sino porque es la tendencia general que sopla con
fuerza en todo nuestro continente.
¿Dónde se encuentra entonces el camino
de salida, qué vía podemos emprender? En la cultura china está la idea del Tao,
que es el ponerse en camino sin una meta preestablecida, si no es la del
autoperfeccionamiento individual. Algo parecido decía Eduard Bernstein, hace ya
muchos decenios: cuenta sólo el movimiento, no el fin. Pero no creo que podamos
contentarnos con esas respuestas, porque nuestro camino, por abierto y
problemático que pueda parecer, debe seguir un itinerario, tener un sentido,
una idealidad que fije el sentido de la marcha.
Tú identificas la «vía» con la idea del
conflicto. ¿Pero qué conflicto, en vista de qué objetivos? Vale para el
conflicto lo que queda dicho sobre el papel de la negación, que es sólo un
pasaje, un momento cuyo significado depende de cuál sea, al final, el punto de
arribada. Como ves, vuelvo siempre al mismo punto: a la necesidad de una
síntesis política, no en nombre de un gran consenso general, sino en nombre de
un proyecto que redefina las jerarquías, las relaciones sociales, las bases
sobre las que construir un nuevo sistema. El conflicto tiene sentido sólo si es
funcional a este trabajo. Dejado a sí mismo, no puede despegar más allá de la
dimensión corporativa. Es el problema que afronta Amartya Sen en su teoría de
la justicia: la justicia es el resultado de un proceso en el que entran en
juego intereses distintos, puntos de vista diversos y en conflicto entre ellos,
que son reconocidos como tales, en su legitimidad; y es el proceso democrático,
o bien la confrontación pública transparente, la única garantía, el único
instrumento para alcanzar decisiones aceptables. Justicia y democracia están
así ligadas por una relación estrecha, de modo que no puede existir la una sin
la otra.
Me parece que ese es hoy el punto:
quién decide, cómo se decide, si el proceso es democrático o si por el
contrario la democracia es arrumbada a un rincón como un procedimiento
demasiado lento, demasiado complejo, demasiado expuesto a la subjetividad de las
personas y a sus oscilaciones. La democracia es por naturaleza relativista,
porque se ocupa de cómo se decide, y deja abierto de par en par el resultado de
la decisión. La democracia es, en síntesis, la idea de que la decisión es
asunto de todos, sin que existan áreas reservadas, confiadas a un grupo
restringido de expertos competentes.
Ahora, es precisamente ese
universalismo de la democracia lo que se pone en cuestión. El relativismo de la
democracia es visto como un factor de fragilidad, de incertidumbre, de
turbulencia, y se busca entonces una autoridad externa a la que confiar el
mantenimiento del sistema.
Ese es exactamente el punto en el que
nos encontramos, y el gobierno Monti es la expresión de un bloque de fuerzas
que pretende poner la democracia bajo tutela. Este gobierno, ¿es sólo un
paréntesis, es sólo una solución de emergencia, o bien está preparando el
terreno a una nueva fase constituyente, que rediseñe las jerarquías, los
valores, las reglas? No sabría responder por ahora, pero la pregunta es del
todo pertinente. Todo depende de cómo decidan actuar, en el futuro inmediato,
los diversos sujetos políticos, y si consiguen zafarse de la trampa en la que
hoy se encuentran atrapados. Hay en efecto, tanto en la derecha como en la
izquierda, una contradicción cada vez más visible entre el apoyo actual al
gobierno y las declaraciones programáticas para el futuro. Apoyamos a Monti, y
luego, cuando nos toque el turno, haremos todo lo contrario. Es un ejercicio de
equilibrismo que no cuadra.
En conclusión, me parece que, en una
situación de vaciamiento de la democracia, la idea democrática es precisamente
la palanca principal para volver a poner en marcha un nuevo proceso político. A
condición, naturalmente, de entender la democracia en toda su complejidad, como
una clave para rediseñar todo el sistema de poderes, en el terreno político y
sobre todo en el terreno de la economía y de las relaciones sociales. La idea
democrática puede dar vida a un movimiento largo, complejo, plural, y puede ser
el lugar de encuentro entre la izquierda histórica y los nuevos movimientos.
Pensar y practicar la democracia, en su radicalidad, como el instrumento para
recuperar el control sobre todos los procesos de toma de decisiones, en todos
los campos, me parece una idea que merece ser profundizada y analizada en todas
sus posibles implicaciones.
F. Bertinotti (6.7.2012)
Si alguna vez ha
existido una edad de oro, ésta, por el contrario, es la edad del hierro.
Incluso los fenómenos de corrupción que hemos llegado a conocer no pueden ser
considerados como excepciones ocasionales, porque van ligados a un sistema de
relaciones de la política con el poder económico y estatal que induce a
relaciones de intercambio, que a su vez generan mala política y mala formación
y selección de las capas dirigentes. A
la mutación de los partidos, de ser los protagonistas de la vida del país y de
su pueblo, a convertirse en instituciones separadas, se ha venido a sumar la
atrofia de la democracia representativa, dando lugar a un sistema político
irreformable desde su interior. Por eso la reforma exige ahora la intervención
de los bárbaros. El tema es la rotura del recinto a fin de liberar energías
para el cambio. No creas que yo pienso que el aire de la revuelta está a punto
para soplar, y que bastará con confiar en él. Pienso que se da una posibilidad
real, y que se intuyen los signos que pueden anunciarlo. Pero para que pueda
desplegarse, exigirá un gran trabajo social y político. Por eso insisto tanto
en la necesidad de observar los brotes verdes que despuntan en ese campo. No
hago ninguna concesión al espontaneísmo, sino que constato que en un lado está
un campo donde lo muerto se come a lo vivo, el campo de lo irreformable; y en
otro lado, el campo de lo posible. Para ver este último hace falta, creo, saber
retomar el gran tema marxiano que es, al mismo tiempo, también el tema que
reclama toda esa área, desarticulada e inédita, del malestar social y de la
opresión. El tema de la coalición social, la única base posible de una
subjetividad política capaz de proponer el renacimiento de una izquierda
europea. Pienso que la misma exigencia de reconstruir un pensamiento crítico
unitario puede encontrar respuesta en este trabajo político. Pero, y ese es el
punto que vuelvo a proponerte, es necesario apoyarse, poderse apoyar, en una pars destruens. Es preciso remover las
ruinas, los obstáculos. El centro-izquierda europeo es hoy la alianza política
(entendámonos, aquella cuya geografía política y cuyas limitaciones permiten
soportar alguna variación) que estabiliza la mutación genética de los partidos
que la componen, en un entendimiento con las partes sociales dirigido a
suprimir el conflicto y la negociación colectiva. Su misión es la de gobernar la Europa real, gobierno cuyas
dos connotaciones de fondo son el esqueleto tecnocrático de su política y su
propensión a la gran coalición, bien declarada o bien de hecho (aunque no se me
oculta la diferencia entre las dos). Por eso se ha hecho realidad concreta la
irreformabilidad de la alianza de centro-izquierda y de los partidos que la
componen. De eso estoy hablando cuando recurro a la metáfora del recinto. No lo
hago para describir una situación inmóvil. No pienso que, dentro del recinto,
todos los sujetos sean iguales, ni que, en el recinto, sólo pueda hacerse una
sola política. Pienso, sin embargo, que el espectro de las variables posibles
en él no podrá nunca poner en discusión lo esencial, que es el corazón del
capitalismo financiero, es decir su incompatibilidad con el «viejo» modelo
social europeo y con la democracia. Y en consecuencia, que en él está prohibida
cualquier alternativa política y de sociedad. «O yo (entendido como gobierno
real) o el caos», es el lema que campea a la puerta del recinto. Por eso
debemos esperar, con participación, la venida de los bárbaros.
R. Terzi (30.8.2012)
Caro Fausto,
Tú esperas con ansia y participación la
venida de los bárbaros, pero en realidad – quiero tranquilizarte – ellos están
ya aquí, entre nosotros, y toda nuesra vida va siendo cada vez más barbárica. No
hay necesidad de esperar, y aún menos desear, ninguna invasión exterior. Esa
invasión ya se ha extendido por todas partes. Vivimos en un mundo sin cultura,
sin ley, sin piedad.
Este
mundo está destinado tal vez a venirse abajo, no por ningún golpe dado desde el
exterior, sino por su fragilidad, porque falta una fuerza interna de cohesión.
Ha ocurrido así otras veces en la historia: una gran civilización se descompone
cuando disminuyen las razones de su fuerza expansiva, de su equilibrio interno,
de su hegemonía. ¿Le ha llegado ahora el turno a Europa? Después de su poderoso
y feroz dominio sobre el resto del mundo, ¿se invierten ahora los papeles, y
las nuevas fuerzas dominantes van a ser la China , India, Brasil? Quizá podremos, adoptando
una actitud de cordura histórica superior y distanciada, resignarnos a lo
inevitable de tal suceso, y ver en nuestra caída la justa compensación por las
violencias del pasado.
Tengo
la impresión de que una parte de la izquierda se sitúa exactamente en este
horizonte, y ve el «ocaso de Occidente» como el inicio posible de una nueva
civilización. Si ese es el destino, todo lo que conduce a su cumplimiento queda
justificado: los fundamentalismos, los terrorismos, el gran depósito de odio
que se ha acumulado en el mundo. La vieja Europa se prepara para salir de
escena, y está bien que eso pueda suceder por fin, que otros mundos, otras
culturas, otros valores tomen la delantera. Mi posición es de una contrariedad
absoluta ante esa visión del mundo. El fin de Europa, que ciertamente emerge
como una posibilidad, significa también el fin de todos los sueños que han
alimentado nuestra vida. Democracia, movimiento obrero, socialismo, derechos,
laicidad: todos son productos de la historia y de la civilización europea, y en
la quiebra del viejo continente ellos también están destinados a quebrar. Y es
ese precisamente el movimiento que se está verificando hoy: Europa pierde el
paso, y con ella toda nuestra cultura política se está viendo arrinconada. El
ocaso de Occidente es nuestro propio ocaso.
Nos
corresponde a nosotros, a nosotros en tanto que izquierda europea, reencontrar
las razones de un proyecto que dé sentido y perspectiva a la causa común de
Europa. Esperar a los bárbaros quiere decir sólo esperar que todo se hunda, y
encontrarnos al final caídos en medio de las ruinas. Sé muy bien que la
metáfora de los «bárbaros», en tu discurso, nada más es una imagen simbólica,
pero me parece, con toda franqueza, una imagen desconcertante, porque se
encuentra la solución, no en nosotros mismos, en lo que podemos hacer, sino en
un suceso traumático que puede llegarnos desde el exterior; en una explosión
catártica, en un «evento» que no está en nuestras manos. Y no nos queda otra
cosa sino ser espectadores de la quiebra.
Excúsame
por la quizá excesiva vehemencia de mi respuesta, pero debo decirte que tu
última carta me ha producido inquietud, y he advertido, por primera vez, una
«distancia» cultural y existencial, entre dos modos distintos de pensar la
política. Espero que sea sólo un espejismo, tal vez propiciado por el bochorno
oprimente de este verano. Con todo, querría que aclarases el sentido de tu
posición, y tradujeras las imágenes (el recinto, los bárbaros) en un análisis
político concreto, claro en sus articulaciones tácticas y estratégicas.
¿Por
qué me han impactado con tanta fuerza tus declaraciones? Porque – esta es quizá
la clave de lectura más pertinente – tú pones el acento exclusivamente en la pars destruens, mientras que a mí me
parece del todo indispensable y urgente un trabajo positivo de reconstrucción y
de proyección. Ya lo hemos hablado, a propósito del papel del «negativo» en la
historia. Y ahí está, me parece, el nervio sensible que deja al descubierto
nuestro desacuerdo.
El
desacuerdo consiste en esto: que a mi juicio la pars destruens está ya desplegando todo su potencial destructivo, y
que ese hecho entra en la lógica misma del capitalismo global, que sólo puede
afirmarse mediante la destrucción de todos los ámbitos tradicionales y de sus
sistemas de valores conexos. La «negación» está actuando ya, con prepotencia.
No nos encontramos, como sucedía en un pasado ahora lejano, en un mundo
encerrado en la defensa del orden tradicional, sino en su extremo opuesto: un
seísmo que tiende a subvertir todos los sistemas de vida en los que se ha
formado nuestra identidad. Pensar el conflicto entre derecha e izquierda como
el conflicto entre conservación e innovación es hoy un espejismo colosal,
porque es la derecha liberista la fuerza extrema que juega todas sus cartas a
la innovación sistemática, para resquebrajar todo el tejido de las conquistas
sociales pasadas. Y el mismo lenguaje de la política resulta despedazado:
¿quiénes son los reformistas, quiénes los conservadores? La debilidad, de la
política y de todos nosotros, no está por tanto en la vertiente de la negación,
sino en la de la reconstrucción. Ese es el eslabón perdido. Mientras contamos
con un mercado abundante de críticos, de destructores, de profesionales de la
antipolítica, de contestatarios por vocación o por prejuicio, lo que nos falta
es alguna idea positiva acerca de cómo reorganizar nuestra comunidad, con qué
reglas, con qué valores, con qué organización del Estado. Esto, sólo esto, es
lo que a mí me interesaría poner en claro. ¡Nada de bárbaros! Sino políticos
capaces de pensar y de proyectar.
Es
un punto que había captado a la perfección Berlinguer, con su fórmula del
partido «revolucionario y conservador». Ya te he hablado de ello, y me gustaría
conocer tu opinión. En realidad, en su momento casi nadie en el PCI se tomó en
serio esa posición, porque los más eran sólo conservadores, y una minoría
mantenía la ilusión de poder cultivar su pureza revolucionaria. De ahí el
desenlace infausto de la escisión, porque nadie podía ya seguir manteniendo
juntas, en una visión coherente, las dos caras del problema. Y las escisiones,
como ya he tenido ocasión de decirte, nos hacen a todos más estúpidos, más
unilaterales, más incapaces de pensar el problema global.
Reformistas
o revolucionarios, maximalistas o minimalistas, toda esa diatriba sólo puede
decidirse en la concreción de las situaciones históricas, y la inteligencia
estratégica consiste en saber, en cada ocasión, elegir la vía más eficaz:
plantearse objetivos que sean alcanzables, y emplear toda la fuerza en los
momentos en que las condiciones son más favorables. La política debe saber
utilizar todos los instrumentos, el ataque y la defensa, el avance y el
repliegue. Quien siempre es audaz, o siempre prudente, es un político
demediado, porque da siempre la misma respuesta, incluso cuando las situaciones
y las relaciones de fuerza se modifican. En suma, la ambigüedad es la forma
sustancial de la política, su forma de adherirse a la complejidad de la
realidad, y no un defecto que se deba extirpar, como pretenden los ingenuos y
los moralistas. Bueno, quizá esto vale también para nuestra discusión, en la
cual cada uno de nosotros expresa una parte de la verdad, y sin embargo no debe
enrocarse en su unilateralidad. Esto, y no más, puedo concederte.
No
sé si tú estás interesado, pero a mí me parecería útil reunir a un grupo
reducidísimo de personas para poner a punto, con rigor, con paciencia y con
radicalidad, un manifiesto político para nuestro tiempo futuro, sin perdernos
en tecnicismos ni en detalles de un programa de gobierno, sino intentando poner
en claro las grandes ideas reguladoras. Un manifiesto teórico, y no
programático. Sé que ha habido ya muchas convocatorias, muchos encuentros,
muchos intentos, pero en la mayoría de casos se trata sólo de reuniones
ocasionales, en las que cada uno recita lo que tiene en la cabeza y sólo se
preocupa de hacer una intervención brillante, de modo que al final todo sigue
como antes, sin cabeza ni cola.
Pero
querría, para mayor claridad, circunscribir el campo de ese hipotético trabajo
de investigación. Yo me limitaría a dos grandes cuestiones: el trabajo y la
democracia. No hay necesidad de añadir Europa, porque está claro, al menos para
mí, que Europa es el contexto histórico-cultural en el que las dos palabras
anteriores adquieren todo su significado. Pero esas palabras son un desafío a la Europa actual, al
predominio oligárquico y tecnocrático que hoy se está desplegando. Un desafío
no para ir a otra parte, ni para buscar nuevos modelos improbables, sino para
replantar Europa sobre su misma historia, sobre sus raíces, sobre ese tejido
cultural hoy gravemente deshilachado, pero aún capaz, tal vez, de recomponerse
y reactivarse.
En
primer lugar, conviene dar un sentido preciso y sistemático a la fórmula de la
«centralidad del trabajo», que en fases sucesivas es abandonada o reasumida,
según las conveniencias del momento, pero que en todo caso se concibe como una
declaración sólo abstracta y retórica. Centralidad quiere decir que hay un
punto, uno solo y exclusivo, al que debe reconducirse todo el resto. No puede
darse una multiplicación de centros. Hoy, desde una consideración benévola de
las posiciones de la izquierda en sus diferentes expresiones, puede decirse que
el centro de su política lo constituyen los derechos de la persona. El trabajo
está ahí sólo en la medida en que no se puede olvidar por completo que las
personas algunas veces consiguen trabajar de un modo u otro. Pero la verdadera
gran pasión de la izquierda se vuelca en los derechos civiles, siguiendo en eso
el modelo Zapatero, valeroso en el frente de la laicidad pero dócil a las
recetas sociales del liberalismo económico. Si pensamos el trabajo como el
centro, como el punto fijo en torno al cual gira todo lo demás, entonces todo
el rumbo de la política económica debe corregirse, para señalar el empleo, el
pleno empleo, como sugería Riccardo Lombardi, como la «variable independiente a
la que debe quedar subordinado todo lo demás.» Exactamente lo contrario de lo
que hoy se practica.
En
segundo lugar, importa responder a la actual «crisis de la democracia», que se
va concretando en los gobiernos técnicos, en las grandes tecnoestructuras, en
la idea, en suma, de que todo el proceso decisional debe quedar reservado, en
las cuestiones esenciales, a un núcleo restringido de personas competentes y de
expertos. He hablado ya de esto en una carta anterior, de modo que no insisto
más. El tema de la democracia tiene infinitas implicaciones, porque afecta a
todo el modo de ser de nuestras instituciones, a toda la relación entre
gobernantes y gobernados, a todos los instrumentos posibles para una
participación efectiva en las decisiones. La democracia no es un estado, sino
un proceso; es el proceso nunca finalizado y nunca completo de la
democratización de todas las estructuras del poder. Yo prefiero, como György
Lukács, hablar de democratización, porque así se transmite el sentido de
iniciativa, de movimiento con el que se hace efectiva, para todos, la
socialización de todos los centros de decisión, sea cual sea el contexto en el
que actúan.
Para
terminar, pienso que estos son temas que no pertenecen a ninguna fuerza
organizada determinada, sino que pueden ser el terreno común en el que vuelquen
su aportación las fuerzas más diversas, políticas, sociales, culturales. Si
restringimos el campo, todo acaba por ser instrumentalizado y empequeñecido.
También
el sindicato, en el que mantengo mi confianza, es uno de los actores, uno de
los sujetos, que debe saber interactuar con otros. Sobre la situación actual
del sindicato hemos dejado nuestro diálogo en suspenso. Pero veo que en todas
tus alusiones sólo hablas de la
FIOM como una fuerza vital, y precipitas todo el resto a la
ciénaga del conformismo y la subalternidad. Es una simplificación que no
corresponde a la realidad, y la
FIOM , que está empeñada en una batalla social durísima, ha de
ser reconocida, no como la última y desesperada trinchera de resistencia, sino
como un momento de una dialéctica sindical más compleja, en una relación de
confrontación y de búsqueda común con todos los demás sectores en los que se
articula el mundo del trabajo. No se ayuda a la FIOM si se la encierra en una posición de
espléndido aislamiento.
Como
ves, a pesar de todo mi pesimismo, veo aún posible, o quizá sólo deseable, un
trabajo desde el interior del sistema político. La tesis de la irreformabilidad
del sistema nos deposita, privados de fuerza y de iniciativa, en las manos de
cualquier aventurero de paso: ayer Berlusconi, mañana quién sabe. Los bárbaros
que llaman a las puertas no son los que tú te imaginas, portadores de un nuevo
viento salvaje de libertad; son tan sólo el bajo fondo cenagoso de una sociedad
disgregada.
¿Entonces?
¿Hay aún algún trabajo que podamos hacer juntos los dos, y junto a otros?
F. Bertinotti (9.1.2013)
Caro Riccardo,
Me disgusta un poco que, al aproximarse
este intercambio epistolar nuestro a su término, se hayan acentuado
notablemente las divergencias en nuestras posiciones. Como bien sabes, pienso
que el desacuerdo es, como las minorías, la sal de la tierra, pero para que
pueda ser fecundo es indispensable que haya alguna cosa que salar. Aparte
metáforas, los desacuerdos, las diferencias entre posiciones distintas, son en
la izquierda una riqueza necesaria, y cuando han sido negadas (con todo lo que
ha estado sucediendo durante mucho tiempo) en nombre de la primacía y de la
unidad de su organización política, todo el movimiento se ha resentido. Ahora
bien, para expresarlo de forma sencilla y dramática, hoy, en Italia, la
izquierda no existe. Sé que la afirmación te sonará exagerada y no del todo
convincente.
A finales del año pasado hubo, con
ocasión de la huelga europea y, en Italia, de la de la CGIL , una jornada de lucha y
muchas manifestaciones de calle. En esa ocasión tomó cuerpo un hecho
especialmente significativo para quien quiera mantener viva una esperanza de
futuro: el protagonismo de los estudiantes de enseñanza media. Literalmente,
una generación nueva. En Roma hubo cinco manifestaciones. Yo fui a la de la CGIL : no había un solo
dirigente político nacional de la izquierda. Fui a ver la de los estudiantes
(antes de las cargas policiales y de los disturbios): una enormidad, una oleada
muy, muy prieta de muchachas y muchachos, compacta, creativa, en ascenso. Sin
partidos, sin líderes, sin banderas. Sólo pancartas de institutos (en ese punto
estamos) y eslóganes contra el poder («El patrón ha muerto»). Para decirlo con
brevedad, si la izquierda política no está ahí, es que no existe. Por esa razón
me preocupa nuestro desacuerdo. No, desde luego, porque de nuestro diálogo
dependa su renacimiento, sino porque, en miniatura, es una muestra que indica
la situación del campo al que ambos pertenecemos, con toda esa consonante
disonancia de la que hemos hablado. Para ser de alguna manera esperanzador,
nuestro diálogo no debería dejar en pie tan sólo el desacuerdo.
Trataré entonces de eliminar, para
empezar, algo que en mi opinión se ha debido a un malentendido. He hablado de
bárbaros y tú has leído la referencia en la acepción de la invasión de la
barbarie, como el arrasamiento devastador de una civilización. Yo me refería,
en cambio, a los bárbaros en una lectura muy distinta; me refería a los
excluidos, expulsados de una determinada organización de la sociedad, de un
cuadro social y económico como el que se está imponiendo en Europa; a los marginados,
incluidos aquellos que ahora reclaman con la lucha la parte que les
corresponde, en la estela de una generación que denuncia su exclusión y se
rebela contra ella. Yo he visto a esos nuevos bárbaros en Roma el pasado 14 de
diciembre. Pero ¿quiénes son, en cambio, los que les niegan y les rechazan?
Esos no saben ni siquiera pensar como aquel emperador Claudio que en el siglo
primero quería ya a los bárbaros (los galos, entonces) en el Senado. Los
bárbaros. ¿Recuerdas los versos de Konstantinos Kavafis? «¿Qué esperamos aquí
reunidos en el Foro? / Hoy tienen que llegar los bárbaros […] / ¿Por qué se
vacían las calles y las plazas / y todos se vuelven a sus casas preocupados? /
Porque ya es de noche y los bárbaros no vienen. / Ha llegado un hombre desde la
frontera / y dice que no hay rastro de los bárbaros. / ¿Qué haremos ahora sin
los bárbaros? / Después de todo, esa gente era una solución.» Sin los bárbaros,
en la crisis no hay salvación. No son los bárbaros (los excluidos), sino el
sistema quien genera la barbarie, es decir la destrucción de lo que tenemos por
costumbre llamar civilización.
Se entrelazan, al respecto, dos grandes
cuestiones, la del largo trayecto de la civilización europea y la breve y
dramática del impacto sobre ella del capitalismo financiero globalizado. Al
contrario que el ciclo capitalista precedente, este último se ha revelado
incompatible con la democracia. En él muere la política como alternativa de
sociedad, perece el movimiento obrero, encuentra espacio la biopolítica (a menos
que…). La Europa
real modelada por este capitalismo, si se consolidara de forma definitiva,
sería el desenlace traumático y ruinoso de su declive. Hablo de un desenlace
dramático que sería necesario saber conjurar, porque el declive existente
podría, en cambio, tener un desenlace bastante diferente. Es posible crecer
cualitativamente y declinar al mismo tiempo en poderío, quizás incluso en
desarrollo. Europa podría hacerlo si supiera extraer fuerza de la acumulación
de civilización que en ella se ha desarrollado, incluidas (sobre todo) la lucha
de los vencidos y las ondas largas de los pensamientos críticos, precisamente
el patrimonio que está siendo agredido hoy por la gran victoria ideológica del
sistema. El ocaso de Occidente es un tema que vuelve siempre en los momentos de
crisis. Un tópico. Pero aunque ocurriera, el suyo no podría ser «nuestro»
ocaso, gracias precisamente a la fecunda ambigüedad del movimiento obrero.
crecido dentro y contra él para poder ser a un tiempo su enterrador y su
heredero.
Es oportuna en este momento tu cita
berlingueriana sobre los comunistas «revolucionarios y conservadores». Me
divierte y me intriga: así pues, podemos serlo todo excepto reformistas. La
fórmula me gusta mucho. Indica, me parece a mí, la vía de la transformación de
la sociedad, de las relaciones sociales, de las relaciones humanas, de la vida.
Para revolucionar las relaciones sociales de producción, con el fin de liberar
la actividad humana y a la persona de los efectos de la mercantilización y la
cosificación que sufren en la sociedad capitalista, es necesaria en efecto la
construcción de una cultura, de una visión del mundo con la que pueda
delinearse el anuncio de la ciudad futura. En ella confluiría a su vez el
depósito de civilización, si no liberado, por lo menos rescatado de la opresión
del terrible costo social y humano pagado por realizarlo. No recuerdo si hemos
citado ya a Benjamin, que señala que cuando la belleza de un arco de triunfo
nos deja maravillados, también nos está remitiendo a la memoria de quienes
debajo de él han sido humillados, y de quienes por él han sido muertos.
Conservar la belleza y la memoria ayuda a que, quien puede hacerlo, viva mejor,
y ese recuerdo que lo acompaña puede incluso servirle de ayuda en la
realización de la tarea revolucionaria. No hay, por tanto, desacuerdo entre
nosotros sobre la urgencia de la puesta en práctica por parte de la izquierda
de un proyecto de sociedad, de una capacidad de propuesta y de programación, de
un saber hacer concreto (si no, ¿qué sería la temática de los bienes comunes y
por qué se habría producido en torno a ese tema un cúmulo tan grande de
atención y de trabajo político en la izquierda anticapitalista?).
La importancia que atribuyo, hic et nunc, a lo que tú llamas la pars destruens, y que yo prefiero llamar
el aire de la revuelta, no se sitúa en este terreno, en el de la
transformación, sino más bien en el de la necesidad de derribar el recinto,
para liberar a la política de la prisión en que está encerrada hoy en Europa y
que es la causa primera de su descrédito, de su separación de la vida. La tesis
de la irreformabilidad del sistema político desde el interior no nos reduce a
la impotencia, sino que reclama la puesta en práctica de una hipótesis de
trabajo distinta de la reformista, que no puede pretender ser la única fuerza
de la política. Por lo demás, también nuestra historia nos ha revelado que, por
lo menos en un caso significativo, el de la URSS y su sistema, tenían razón quienes desde
tiempo atrás denunciaban su irreformabilidad: la quiebra de un sistema entra en
el cálculo de las probabilidades. En nuestro caso se trataría de mucho menos,
de una quiebra no del Sistema, sino del sistema político. En un movimiento de
contestación y de reformas, podrían conectarse pars destruens y pars
construens en la construcción de una alternativa de sociedad. ¿No es eso lo
que necesitamos?
¿Por qué el trabajo ha sido
transformado en una variable dependiente de la competitividad de las
mercancías? ¿Por qué la desigualdad ha desplazado a la igualdad en el proceso
de construcción de la Europa
real? ¿Por qué estamos entrando en una Europa post-democrática? La tesis de
Luciano Gallino sobre la inversión de la lucha de clases (en La lotta di classe, dopo la lotta di classe,
entrevista a cargo de Paola Borgna, Laterza, Roma-Bari, 2012) da algunas pistas
útiles de trabajo. ¿Queremos probar a adentrarnos en ellas? Vuelven las
cuestiones no resueltas sobre la naturaleza del capitalismo (¿de este
capitalismo?) y del sujeto del cambio. La derrota del siglo xx nos exige, convengo en ello, indagar
con severidad, con crueldad incluso, los errores nuestros y de nuestra
historia, pero sin perder el hilo de la tentativa que se produjo de asalto a
los cielos: el hilo de la liberación del hombre. Tanto los marxistas ortodoxos
como los heréticos se encuentran en la misma orilla del río que la historia nos
empuja a atravesar. Sé que no podemos escoger a ninguno de ellos para seguir la
vía que indicaron. A diferencia de ti, sigo pensando que el campo de los
herejes es más fecundo. Alguien ha dicho que asomarse al abismo de la nada es
necesario para quien quiera comprender la historia de los hombres. Si uno se
asoma puede caer, pero si no lo hace no entenderá críticamente el mundo. Sin
embargo, podemos convenir en que, sólo si volvemos a probar (¿recuerdas de qué
forma tan dramática lo propuso Gramsci?) a actuar y pensar para cambiar el
mundo, podremos reapropiarnos críticamente de ese patrimonio que, a partir de
Marx, puede permitirnos recuperar la vitalidad política.
De nuevo Gramsci, con su teoría de la
praxis. ¿Y la nuestra?
Vuelvo para terminar al punto de
partida: el sujeto de la liberación. ¿Qué es lo que se vislumbra al respecto en
Italia y en Europa? ¿Qué trabajo político debe hacerse para construir, sobre
sus bases movedizas, la coalición social protagonista de este tiempo nuestro?
La izquierda europea, que hoy no existe porque está integrada políticamente en
esta Europa real y en su sistema político institucional, puede renacer por ese
difícil y accidentado camino en el que son visibles, si bien aún inciertos, los
signos de «otro mundo posible». Insisto, veo similitudes con aquel final del
siglo xix en el que el cuarto
estado adquirió, a través de tentativas y pruebas distintas, forma y sustancia.
¿Queremos probar?
Fraternalmente,
Fausto
R. Terzi (29.1.2013)
Caro Fausto,
Al repasar nuestro diálogo, que se ha
desarrollado de un modo enteramente libre y nada diplomático, me parece que al
final registra no sólo unas divergencias, sino también un estímulo convergente
para alcanzar un nivel más maduro de conciencia crítica sobre nuestro pasado y
nuestro presente. Diferencias entre nosotros las hay, siempre las ha habido,
pero es importante haberlas puesto en claro, y haberlas removido de su rigidez
y su fijeza para hacerlas entrar en un juego más complejo y más rico, en el que
resulta posible un intercambio, una relación, y la búsqueda de un espacio más
avanzado de reflexión. No ha sido, me parece, un diálogo de sordos.
Por otra parte, yo tengo una cierta
tendencia a la contradicción, a ver siempre el revés de las cosas, a discutir
todas las aparentes certezas. Y también contigo me he divertido en llevarte la
contraria. Pero es importante tu referencia a nuestra pertenencia a un «campo»
común, porque eso deja claro que las diferencias, incluso las más ásperas, son
siempre internas en relación con un universo histórico-cultural al que hemos
ligado nuestra vida y nuestro pensamiento. Por tanto las diferencias son
siempre relativas, provisorias, abiertas a nuevos desarrollos posibles.
Ese campo en el que seguimos colocados,
aun con todas nuestras impaciencias e inquietudes, es el campo de la izquierda.
Precisamente por esa razón yo no puedo decir que «la izquierda no existe»,
porque no se reduce a las formas políticas existentes, a su fenomenología
contingente, sino que es, así la entiendo yo, la potencia dialéctica que actúa
siempre en las cosas, en las relaciones sociales y en las relaciones de poder,
manteniendo abierta la posibilidad, a veces oculta y no descifrada, de un orden
nuevo, de una jerarquía de valores diferente. La izquierda es el campo de lo
posible, es el conjunto de los recursos que pueden ser activados, es ese fondo
de humanidad que está en nosotros potencialmente, y que espera ser realizado.
Hablo de lo posible, no de la utopía, palabra por la que he sentido siempre
cierta aversión, porque me parece una vía de escape barata para evitar
enfrentarse a la realidad. Así pues, no el sueño, el espejismo, el mito del
hombre nuevo, sino el trabajo político para inventar y experimentar nuevas
formas de vida y de socialidad. Cuando se dice a un dirigente político: «haznos
soñar», en realidad se le está invitando a desplegar su panoplia retórica y
demagógica, cuando de lo que tenemos una necesidad extrema es de la pasión de
la racionalidad. Conciencia crítica e izquierda tienden a coincidir, según mi
punto de vista, y allí donde sólo hay pasionalidad, impulso emotivo, quiere
decir que falta aún todo un trabajo de clarificación que espera a ser llevado a
cabo.
Además,
la izquierda es la idea de una política practicada en un nivel de masas, es el
ingreso de las grandes fuerzas populares en el espacio democrático. A ella le
es extraño el espíritu minoritario, la lógica de la secta minúscula, la
vocación puramente testimonial o la prédica moral. Yo sigo fiel a la idea
gramsciana del «príncipe moderno», es decir a una política en la que la virtud
es la eficacia, y la eficacia es la fuerza. En este sentido, siempre he visto
en el sectarismo de los grupúsculos un error teórico más aún que político,
porque se pierde de vista el aspecto esencial, la posibilidad de abatir el
carácter oligárquico del poder y colocar sobre bases enteramente nuevas,
democráticas y abiertas, la relación entre gobernantes y gobernados. El campo
de la izquierda es, así, el lugar de las grandes organizaciones, políticas y
sociales, aunque a menudo puedan resultar inadecuadas, contradictorias,
lastradas por procesos internos de burocratización; pero ese lugar sigue siendo
el único posible en el que pueden tomar cuerpo las ideas de la izquierda. Fuera
de ese contexto duro, difícil, donde cualquier pequeño avance exige un enorme
desgaste de fuerza, sólo existe una izquierda virtual, que cultiva su pureza
doctrinaria sin poder verificarla nunca en su relación con la realidad.
Dicho
esto, sigue siendo totalmente problemático el qué hacer en las condiciones
actuales, después de una larga etapa de devastación que ha derribado todos los
que tradicionalmente eran los puntos fuertes de la izquierda. Pero no saldremos
de aquí por atajos caprichosos. Es todo el trabajo político lo que hemos de
retomar con paciencia, a partir de lo que es, y no de lo que imaginamos.
Y
llego ya a la empeñada discusión sobre la llegada de los bárbaros. No creo que
se trate sólo de un malentendido. Tenía bastante claro que en tu discurso era
aquella una imagen simbólica, de una proyección mítica, para decir, en
sustancia, que el gran enfrentamiento hoy en curso se da entre los excluidos y
los que están dentro del sistema, fuera o dentro del recinto del poder. En mi
respuesta he jugado con el equívoco, y he recurrido de forma un tanto
despreocupada, te lo concedo, a unos argumentos polémicos dirigidos contra un
blanco demasiado fácil. Pero con ese artificio retórico he querido decir que el
mito de los bárbaros puede con facilidad volverse en tu contra, precisamente
porque, al permanecer en una posición de «espera», acabamos por encontrarnos
desarmados en el momento en que irrumpen en escena, no los bárbaros
libertadores que habíamos imaginado, sino los aventureros del poder. Más allá
de las imágenes, que por su naturaleza son sólo alusivas y simbólicas, y que
cada cual puede utilizar libremente como mejor le parezca, queda la sustancia
política de nuestra discusión, que no es ni mucho menos irrelevante.
Yo
no considero muy provechosa la distinción entre excluidos e incluidos porque,
creo haber ya hablado de ello, nos encontramos todos en una condición ambigua,
ambivalente, de implicación en el sistma y de extrañamiento, y los mecanismos
del poder no actúan sólo en la lejanía del Palacio, sino que condicionan toda
nuestra vida cotidiana. ¿Quién está de verdad «excluido», salvo una pequeña
minoría de marginados? Por eso creo que la tarea de la izquierda no es
solamente la de organizar a los excluidos, sino además y sobre todo la de
liberar a los incluidos. Con un proyecto social alternativo debemos ofrecer a
todos un recorrido posible de liberación, de autorrealización, ampliando cada
vez más los espacios de una socialidad que no esté regulada por los mecanismos
competitivos del mercado. No esperemos, pues, la solución liberadora de un
cataclismo que nos venga del exterior. Por el contrario, empecemos a
reorganizar nuestra vida y nuestra convivencia civil.
De
aquí la importancia primaria que yo doy a la pars construens, al proyecto de sociedad, porque ahí se pone a
prueba una política de masas, capaz de movilizar a un amplio abanico de
fuerzas. Y este trabajo debe ser realizado necesariamente a escala europea,
porque hoy ese en ese nivel donde se encuentran los centros fundamentales de
decisión. El tema del «ocaso de Occidente» puede invertirse de esa manera. Y el
actual dominio de una tecnocracia neoliberista que nos lleva a una derrota
histórica de Europa. La alternativa a la derecha es un redescubrimiento de los
valores profundos de la tradición europea, y su traducción en un nuevo marco
democrático y en una política de inclusión y de universalización de los
derechos. Revolucionar y conservar: Europa ofrece un ejemplo luminoso de esa
compleja duplicidad de nuestro trabajo. Duplicidad, no doblez. Por un lado hay
que combatir con firmeza todos los múltiples tirones antieuropeos, que
desbaratan de paso nuestras conquistas democráticas fundamentales, y por otro
lado Europa sólo se salva con una reforma radical, en sus estructuras de
gobierno y en las orientaciones de fondo de su política económica.
La
reforma de Europa y su verificación: ese es el punto de conjunción que mantiene
unidos los dos momentos de la negación y de la construcción, y ese puede ser el
sentido de una política reformista, si se entiende el reformismo en su
significado auténtico, en su inspiración original. Naturalmente, no me refiero
a la versión manipulada que circula impunemente en la cháchara
político-periodística. Ahora casi se nos veta el uso de ese término, que ha
sido reclutado a viva fuerza por el campo adversario. Pero todas las palabras
se han convertido en un campo de batalla y hemos de reconquistar su
significado. He aquí una parte importante del trabajo de reconstrucción cultural:
redefinir todo nuestro lenguaje, nuestro vocabulario, para liberarlo de todas
las corrupciones que ha padecido, y de las capas de polvo que se han depositado
sobre él.
Citas,
por ejemplo, el libro de Luciano Gallino. También a mí me ha parecido de una frescura
extraordinaria la operación político-cultural llevada a cabo por él, al situar
de nuevo en el centro la idea de la lucha de clases, y releer a partir de ese
concepto todos los procesos políticos y económicos de la época de la
globalización. Es uno de los pocos casos inmunes al terrorismo del pensamiento
dominante; al contrario, se le enfrenta y lo combate de forma abierta. Y aquí
está quizá el punto más intenso y fecundo de convergencia entre nosotros, en la
idea de que se debe, a pesar de todo, pensar la política en su relación con la
estructura de clases de la sociedad. No para repetir cansinamente las fórmulas
de una etapa política superada, sino para actualizar todo el análisis social a
la luz de las transformaciones que se han producido, y para redefinir todo el
campo de los conflictos, en el trabajo y en la vida social. Lo que sigue siendo
en todo caso esencial es reconocer el momento del conflicto como el marchamo
que define a una sociedad abierta y pluralista, que da legitimidad a las diferencias
y las deja actuar libremente en sus movimientos de atracción y de rechazo. Este
es el gran alcance del pensamiento de la modernidad: el derribo del antiguo
modelo autoritario y jerárquico, y la idea de que el orden es el resultado,
siempre abierto y siempre provisional, de una libre dialéctica de fuerzas.
En
este sentido, es la izquierda la que está situada en la estela de la
modernidad, mientras que toda la ideología que predica el fin de las ideologías
y la irrelevancia de la distinción entre derecha e izquierda, no es otra cosa
que el retorno a lo antiguo, a la sacralidad y la intangibilidad del poder.
Esta es hoy la verdadera derecha: el pensamiento que niega las diferencias, y
todo lo uniformiza en nombre de una presunta objetividad de las leyes económicas,
para las cuales la izquierda no tiene ni siquiera el derecho de existir, porque
no existen alternativas posibles, y la única tarea de la política es la
gobernabilidad del sistema.
¿El
sistema es irreformable? Este de la irreformabilidad es un concepto difícil de
manejar, porque en el fondo un juicio definitivo sólo es posible cuando el
proceso político ha concluido. Y aun entonces sigue siendo legítima la duda de
si la quiebra de un sistema determinado podía haberse evitado, si la quiebra se
ha producido precisamente porque no se ha realizado a su debido tiempo una
acción eficaz de reforma. Esto vale también, a mi juicio, para la experiencia
soviética. Nunca se intentó con seriedad un verdadero proceso de reforma, sino
de un modo tardío y más bien confuso en la época de Mijail Gorbachov. Pero, ¿de
verdad todas nuestras esperanzas y nuestras peticiones de una democratización
profunda de aquel sistema eran tan sólo delirios e ilusiones? Si decimos
irreformabilidad, decimos en sustancia que todo aquel experimento político fue
tan sólo un error, una desviación, y por tanto está bien que haya acabado como
ha acabado. Es una tesis plausible, pero puede conducirnos a un punto de vista
de un revisionismo histórico y teórico total, que me parece bastante lejano de
nuestro común modo de pensar. El error de la izquierda, ¿no ha sido
precisamente haber arrumbado su propia historia, como si se tratara sólo de un
montón de ruinas?
En
el caso de nuestro sistema político, la tesis de la irreformabilidad me parece
totalmente infundada y peligrosa, porque nosotros seguimos contando con un
punto de referencia firme en la carta constitucional, que ha sido, sí,
vapuleada, perseguida, eludida, pero es aún una plataforma política y jurídica
válida sobre la que construir nuestros proyectos futuros. El problema actual me
parece que es más bien el siguiente: ¿ qué dirección debe seguir una acción de
reforma del sistema? Hasta ahora todo el debate político parece haberse
concentrado únicamente en el tema de la gobernabilidad, de la estabilidad, y
todos los proyectos institucionales parten, en sustancia, de la idea de que
nuestro sistema se ve afectado, no de un déficit de democracia y participación,
sino de un déficit de autoridad, por lo cual se trata de asentar el equilibrio
reforzando la acción de gobierno. Son todas ellas hipótesis que van en el
sentido de la concentración del poder.
Yo
pienso que sería necesario invertir todo ese planteamiento, y proyectar una
reforma guiada por la idea de la democratización, diseñando nuevos instrumentos
de control y de participación. Es en el interior de una estrategia radicalmente
democrática, capaz de introducir un nuevo impulso participativo en todas las
estructuras políticas y económicas, como se pueden abrir nuevos horizontes al
conjunto de los movimientos, hoy demasiado dispersos, y puede cobrar forma una
nueva subjetividad política. En el fondo, como ves, también mi análisis, aunque
divergente y construido sobre una trayectoria teórica distinta, llega al mismo
punto crucial: la construcción del sujeto que pueda ser protagonista de un
nuevo ciclo político.
En
la ortodoxia leninista, la conciencia sólo puede venir del exterior, y
encuentra en el partido político el lugar exclusivo de su maduración. Otros han
intentado o han imaginado el recorrido inverso. Es una disputa bastante añeja y
hoy inactual, porque las dos vías parecen obstruidas. Lo que exige el día de
hoy es una combinación más compleja de todos los recursos disponibles, por
arriba y por abajo, construyendo con paciencia una relación entre lo político y
lo social, entre la elaboración teórica y la experiencia real, sin que se pueda
pensar que existe una única palanca capaz de mover todo el proceso. Y tampoco
me parecen reducibles nuestras diferencias a aquel esquema antiguo, sino que me
parecen internas a un nuevo tipo de reflexión, que asume el dramatismo de la
crisis de la izquierda y de sus formas históricas como el punto de partida
necesario. Tematizar la crisis, y sondearla en todos sus numerosos repliegues,
sería ya un primer paso importante.
Yo
considero nuestros puntos de vista como un material sobre el que trabajar, en
una discusión que debe ampliarse, construyendo momentos colectivos de
profundización. Me parece útil dejar vivir las diferencias, como verdades
parciales, como posibles enfoques de un discurso político que todavía tiene que
ser construido de un modo más orgánico. Veremos los dos juntos con qué formas y
con qué interlocutores se da continuidad a nuestra búsqueda.
Un
afectuoso saludo
Riccardo