miércoles, 3 de noviembre de 2021

HALLOWEEN

 


Asando las castañas en sartén al fuego de leña, como ordenan los reglamentos de la fiesta.

 

‘La chos’ ne me gên’ pas mais le mot me dégoûte’

Georges BRASSENS, “S’faire enculer”

(“La cosa en sí no me molesta, pero la palabra me repugna”. G. Brassens, ‘Tomar por culo’)

 

Dedicaré estas líneas a un poco de arqueología sentimental. En los años ochenta la familia alquilábamos una vieja masía en la Garrotxa. Las noches otoñales eran movidas: contra el frío no valía otra cosa que acumular mantas en la cama, las ratas corrían por el falso techo sobre nuestras cabezas, y las marranas (trujes) con sus garrins gruñían en el piso de abajo, que Peret, el payés que nos alquilaba, tenía dedicado a pocilga. A mis hijos les encantaba la combinación, y Carmen florecía en aquellas circunstancias, que le permitían, según una expresión propia, “practicar a fondo la función clorofílica”. Yo era seguramente el menos satisfecho de los cuatro, porque entonces, cuando aún no habían llegado al mercado los ordenadores personales, sí teníamos en cambio teletrabajo; pero si necesitaba tener un texto listo para presentarlo el lunes en la editorial, me las apañaba bastante bien con una máquina de escribir portátil.

Cuando llegaba el día de la castañada, subíamos al monte hasta un lugar determinado donde había una hilera de castaños hermosísimos. Todo el fruto maduro estaba en el suelo, con la coraza de pinchos abierta ya. Cogíamos lo que nos bastaba, sabiendo que más gente del pueblo acudiría a aprovisionarse al mismo lugar. Aquello era un regalo del bosque, igual que las setas que “cazábamos” (en Cataluña, los bolets se cazan) un mes antes.

Asábamos las castañas al fuego de leña en el amplio y rústico hogar de la masía, bien colocadas en una sartén agujereada. El Peret nos visitaba con una botella de mistela fabricada por un amigo según receta mantenida en secreto, y nos amenizaba la velada con historias de terror de pueblo, con cuernos, muertes violentas y fantasmas, mientras pelábamos las castañas y las zampábamos entre sorbo y sorbo de aguardiente.

Un año, y aquí llego al punto, cuando subimos a por las castañas no había en el suelo ni una. Alguien había subido hasta allí con una camioneta, había ensacado la cosecha y se había ido tan contento a comercializarla a Olot o donde fuera. El año siguiente ocurrió lo mismo. Al otro supongo que también, pero nosotros ya no estábamos; dejamos el alquiler y nunca volvimos a instalarnos allí.

La castañada se llama ahora Halloween en la aldea global. El nombre probablemente no nos guste, como le pasaba a Georges Brassens con esa expresión citada arriba. Pero la cosa resulta ser la misma, todo se comercializa, ya sean chuches, castañas, licores o disfraces.

Pueden ustedes sentirse más nobles si dicen “Todos los Santos” en lugar de la odiosa expresión “Halloween”. Pero les garantizo que todo es la misma mierda, al llamarlo de otra manera no han cambiado nada.

Entiéndanme bien. No estoy diciendo que tenemos que poner la marcha atrás y avanzar hacia el pasado a reculones. Lo que quiero decir es que vivir significa estar presente aquí y ahora, no aspirar perfumes antiguos. Podemos asar castañas compradas en Mercabarna o, mejor aún, en la frutería de la esquina, pero nos es imposible esquivar el sistema económico que ha despoblado los bosques de castañas y, si al caso viene, también de castaños, para construir en su lugar una fábrica de poliespan o de piensos compuestos.

Lo expresaré al modo de Brassens: siempre nos quedará la “libertad” de dar al hecho un nombre más delicado, pero lo que hace el capitalismo seguirá siendo darnos por culo.