domingo, 28 de noviembre de 2021

UN RECUERDO DE ALMUDENA

 


Lo que voy a contar es sustancialmente cierto, y hay muchos testigos para corroborarlo. No es, sin embargo, fotográficamente fiel. He rellenado los huecos de la memoria, como suelo hacer. Carmen me dice a veces, con cariño, que miento más que escribo, y no que hablo, porque hablo poco y no hay punto de comparación. Yo le contesto que rebusque bajo la superficie la verdad de mis mentiras.

Fuimos un día ella y yo al Salón de Actos de la CONC, en Barcelona, a escuchar a Almudena hablar de “El lector de Julio Verne”. La presentó Carlos Vallejo. La novela es de 2012 y yo ya la había leído cuando tuvo lugar el acto, pero “Las tres bodas de Manolita”, el siguiente “episodio de una guerra interminable”, aún no había aparecido, cosa que ocurrió en 2014. Con eso queda situado cronológicamente mi recuerdo.

Almudena se sentía a gusto hablando del libro y de los Episodios, de cómo buceaba en la memoria reprimida de muchas personas, de cómo estaba reuniendo materiales para escribir, no docenas, sino cientos de historias, o más exactamente, de “intrahistorias” de una sociedad escindida en dos bandos de características muy marcadas: los vencedores y los vencidos en una guerra que se había prolongado hasta hacerse interminable.

Habló extensamente, aunque se nos hizo corto, y empezó el turno de intervenciones y preguntas desde la sala.

Fue entonces cuando entró Luis Romero, que llegaba tarde de algún otro lado. Majestuoso, como es él. Fue el hombre del cartel «Mis manos, mi capital», pero algunos disfrutamos del privilegio de conocerlo desde antes. A la Coordinadora Local de Barcelona de CCOO, José María Rodríguez Rovira y él acudían por turno en representación de la construcción, y nos informaban entre los dos de la marcha de la gran huelga de 1976. Soñábamos entonces con la extensión de las luchas, con la convocatoria de una gran huelga general política. La exposición de José María era rigurosa y sintética, hablaba con el papel de las notas en la mano, no se desviaba del tema.

Luis era todo lo contrario, y sus informes eran relatos de grandes batallas, recorridos de piquetes, enfrentamientos con las fuerzas del orden, obras que se sumaban una tras otra a la lucha en los polígonos pateados sin descanso.

Al entrar Luis en la sala (ahora llevaba canas, gafas y bastón, pero eso es algo que nos pasa a todos los de entonces), oyó a Almudena hablar de Cencerro. El ambiente era distendido, y él intervino sin más, de pie como venía.

─Ese fue un guerrillero de mi pueblo, Martos en Jaén; un fenómeno, tuvo a los civiles en jaque durante años, alguien lo delató y le tendieron una emboscada una vez que bajó al pueblo de noche, como solía hacer porque no tenía miedo de nada. Lo acribillaron a tiros, seguían disparándole cuando ya estaba bien muerto, pánico le tenían. Yo era un chiquillo entonces.

─Todo eso lo he escrito ─le dijo Almudena desde la mesa─. De eso he venido a hablar.

─Y tú ¿cómo lo sabes? De eso no hablaba nadie en el pueblo, había mucho miedo a los soplones, a los delatores.

─Fui allí a investigar, y hubo personas que me lo contaron. Con mucho miedo aún, doy fe.

─Pues te voy a contar una cosa que seguramente no sabes. Teníamos prohibido por la guardia civil cantar “La vaca lechera”, por aquello de “Un cencerro le he comprado, y a la vaca le ha gustado…”

Almudena se echó a reír. Todos disfrutábamos con aquel testimonio inesperado de la verdad última de lo que el libro narraba.

─Fue así. Eso lo he escrito también.

A Luis Romero se le desorbitaban los ojos.

─¿Todo eso lo has escrito en un libro? ¡Pues yo quiero ese libro!

─Ningún problema, Luis ─intervino Carlitos Vallejo─. Encuentras todos los ejemplares que quieras a la salida, en la mesita al lado de la puerta.

Adiós, Almudena. Estuviste con nosotros, contaste nuestras historias minúsculas pero importantísimas. Siempre estarás en nuestro corazón, ¿dónde mejor?