Estructuras
inestables: composición de Kazimir Malevich.
Iba a titular “el sindicato en el siglo XXI”, pero me ha
venido un escrúpulo. Ya es universal la idea de que el XX ha sido un siglo “corto”,
que empezó tarde y acabó antes de tiempo. Nada nos dice que no ocurra alguna
travesura parecida con el siglo actual, que además resulta haber nacido prematuro
y –de algún modo– con fórceps. Nos dicen que el horizonte del cambio climático se
sitúa en el año 2030, fecha después de la cual entraremos en una dimensión
desconocida. La Inteligencia Artificial (IA) también amenaza con irrumpir como
uno de esos aguaceros que se lo llevan todo por delante. Me tiento, pues, la
ropa, y me limito a reflexionar sobre las cosas de ahora mismo en la escena
sindical.
El derrumbe irreparable del fordismo (del “industrialismo”,
como prefiere expresarlo Umberto Romagnoli, a lo largo de cuya línea de
pensamiento culebreo en estas divagaciones ociosas) ha descolocado estructuras,
tanto materiales como de pensamiento, que considerábamos inamovibles. En la
Italia de finales los años cincuenta del siglo pasado, Togliatti podía ordenar
al sindicato que se limitara a la reivindicación salarial, y el PCI haría el
resto para mejorar la condición social de los trabajadores. Eso sucedía, sin
embargo, en mitad del siglo XX “corto”. Ahora no tendría el menor sentido,
entre otras cosas porque el PCI hace medio siglo que ha dejado de existir.
La “tutela” del partido sobre el sindicato ya no es de
recibo. A cambio, el sindicato no puede limitarse a velar por el cumplimiento
de unas condiciones de trabajo decentes según contrato. El contrato privado,
subvariante de cualquier contrato civil, ya no rige el mercado laboral; se
camufla detrás de otras figuras jurídicas (el autónomo; el “socio”, incluso, para
asombro de la concurrencia) con el fin de evitar las responsabilidades empresariales
asociadas al antiguo contrato de trabajo, y así colgar toda la protección legal
de las propias espaldas del trabajador (lo llaman “mochila austríaca”).
El sindicato debe utilizar a fondo su autonomía y su
capacidad reivindicativa, entonces, para, sin abandonar el suelo del derecho
privado “inter partes”, asaltar el mundo de las instituciones de derecho
público, “erga omnes”. O, expresado por Romagnoli, debe pasar de
reivindicar el cumplimiento del contrato (de trabajo), a hacer valer el estatus
(de ciudadanía). No es nueva la caracterización jurídica del binomio
trabajador-ciudadano, pero, ahora que el trabajo fijo para toda la vida se ha
desvanecido en nombre de la “flexibilidad”, y bienvenida sea esta, se trata de
poner todo el énfasis en el segundo término del binomio, la ciudadanía aderezada
con sus derechos correspondientes.
Esta última era la parte que en tiempos heroicos reclamaba
Togliatti para el despliegue político del Príncipe Moderno. Ahora mismo, ya
desde tiempo atrás huérfanos de príncipe, se trata de que desde el sindicato
ampliemos el abanico de funciones asumidas, y despleguemos el cielo protector
hacia todos los acimuts, “erga omnes”.
Se trata de una exigencia democrática, que concierne a todo
el sistema. La democracia representativa, señaló en su día Norberto Bobbio,
tiene defectos importantes, y uno de ellos es precisamente que resulta poco
representativa.
La democracia necesita la ayuda de los sujetos sociales
para ganar peso, fundamento y autoridad incontestable. Las normas “verticales”
de la representación ideológica en la que se basan los partidos políticos no
captan bien las prioridades y las urgencias que padece la condición trabajadora
en un mundo gobernado por el capital. (Los partidos siguen siendo instrumentos
democráticos útiles, y no es en absoluto mi intención negarlo; pero sí creo que
deben mejorar su interacción con la sociedad y sus “performances” de eficacia.)
La huelga es el último recurso de quienes carecen de otros
recursos, en un mundo en el que la democracia significa siempre conflicto,
porque quienes detentan privilegios no están dispuestos a cederlos en ningún
caso. Por ese motivo se ha dado entrada al derecho de huelga en las
constituciones postliberales, entre ellas la española.
Pero no es un derecho bien tratado en la práctica. Se
utiliza con parsimonia, porque resulta literalmente desgarrador. Sondeos de
opinión muestran que también los trabajadores están en contra de las huelgas,
con excepción de las que hacen ellos mismos.
Y tampoco debe confundirse el genérico “derecho de huelga”
con el reglamento de la “huelga legal”. Acabamos de ver un caso significativo
de esa confusión. Ante una convocatoria de paro, la autoridad gubernativa ha dictado
sin pestañear unos servicios mínimos del 100%. Todo parece tener el mismo
acomodo en la letra de una Constitución zarandeada: de un lado una huelga
virtual, y del otro unos mínimos de máximos.
Es importante, entonces, buscar otros recursos para hacer
avanzar las reivindicaciones de más bulto. Se está utilizando ahora mismo en
España con éxito la vía de la concertación social, y aquí aparece de nuevo el
carácter protagonista de los sindicatos democráticos. Se trata de arrancar
pedazos de consenso social en direcciones distintas al salario y a las
condiciones de higiene y seguridad de la “fábrica”. Hoy la fábrica es un lugar
abstracto, la condición de fábrica es inexistente, y la protección de las
personas y las vidas de los trabajadores y las trabajadoras debe abordarse en
concreto, desde las leyes de la física y de la geografía: el trabajo se realiza
en un lugar concreto, en unas condiciones determinadas, con un objeto preciso.
La protección del colectivo de trabajadores implicados debe garantizarse en
esos parámetros, y no mediante generalidades proclamadas para tapar abusos.
En la concertación social, corresponde al sindicato dar de
sí todo su potencial, para representar adecuadamente a todos los trabajadores: en
su lugar de trabajo y en su lugar de vida, cada vez menos diferenciable; en su
contrato laboral efectivo o posible, y en su estatus irrenunciable de
ciudadano.