Pocas cosas puedo decir en favor de la monarquía, pero sí
una: el comité que otorga el Premio Princesa de Asturias de Literatura esta más próximo
a mis propios gustos literarios que la Academia Sueca que decide el Nobel.
No lo digo solo por Haruki Murakami, el premiado de este
año; hay otros ejemplos anteriores más que suficientes para fijar la tendencia.
Pero Murakami ha sido de alguna manera el florón de la corona, porque lleva
años siendo favorito en la rumorología del Nobel para luego quedar
sempiternamente postergado por otros nombres, cuyos méritos no discuto por
aquello de gustibus non disputandum, pero que tienen en su totalidad el
déficit incorporado, de forma invariable, de no ser ninguno de ellos Murakami.
Fue Marcel Proust quien trazó una norma sencilla y
comprensible en torno al mérito literario. Lo hizo mientras buscaba con afán el
tiempo perdido. Allí, en una de tantas revueltas de la trama, explicó que nos
da pereza acercarnos a un libro nuevo porque en nuestra memoria tenemos
catalogados como en un canon inamovible todos los libros buenos que hemos leído,
unos colocados en lugares aventajados y otros un poco más atrás. De modo que el
concepto “libro bueno” viene a ser para nosotros la media aritmética o la síntesis resultante de todos esos buenos libros ya leídos. Así pues, damos por
descontado que el nuevo que aún no conocemos habrá de ser forzosamente otra combinación de los mismos
ingredientes ya conocidos: un fondo de Faulkner quizás, dos cucharadas de Dostoievsky, una pizca de
Shakespeare, una pasada por el túrmix de Baudelaire.
Y no, declara Proust: un buen libro es el que lleva consigo un plus de
originalidad capaz de obligarnos a rehacer todo nuestro canon anterior. Un buen
libro apela de forma directa a nuestra sensibilidad, sin antecedentes ni cartas
de recomendación. Recuerdo que hace ya muchos años un crítico literario
de renombre explicaba en un artículo polémico que el recién aparecido “Cien años
de soledad” no valía nada porque no cumplía ninguno de los requisitos
establecidos por Flaubert para la buena literatura. Bueno, en ese caso concreto
el comité Nobel desairó al crítico y ensalzó a Gabriel García Márquez, pero otras
decisiones posteriores de los académicos suecos nos obligan a preguntarnos si
no tomaron con Gabo una decisión imprudente y alejada de sus rigurosos fundamentos
de principio.
Yo supe de Murakami por mi hermano José María: “Pacote, tú
que has leído más que yo, dime si esto es bueno.” “Si te gusta, es lo bastante
bueno.” “Ya sé, pero me quedo más tranquilo si me lo explicas.” El libro era “Kafka
en la orilla”. Lo disfruté de una manera bestial, pero no se lo pude
explicar, lo que pasaba en la novela no era realismo mágico ni ciencia-ficción
ni se ajustaba a ninguna categoría establecida por los poncios. Cuando hubimos
charlado lo bastante del asunto, me alargó otro libro del mismo autor: “Esto
son relatos cortos”, me dijo. Se trataba de “Sauce ciego mujer dormida”. Soy
murakimista desde entonces, y he leído muchas otras cosas de él. Siempre me
pregunto qué es lo que tiene dentro, y esa curiosidad nunca satisfecha me anima
a seguir leyéndolo.
Le han dado un premio a Murakami. Antes, nos había dado él muchos
a nosotros.