“Dones obrint camí”, mujeres abriendo camino. Imagen del 2 de abril de 2023.
Me he entretenido, en los días
previos a una jornada de reflexión que pocos dedican a reflexionar, en releer
apuntes, notas y algunas entradas de blog de la época más candente de la
pandemia que nos encerró de forma forzada, solos con nosotros mismos, los meses
de marzo, abril y mayo de 2020. De entonces data una idea fuerte, desaparecida
casi en las propuestas de ciudad que nos sirven las candidaturas más al uso,
pero que entonces apareció repetida mil veces en distintas formas y en boca de
muy distintas instancias e instituciones: «Nada volverá a ser igual.»
¿Nada lo ha sido, de verdad? Se
ha aplicado de forma consistente a la fórmula la desmemoria que utilizamos para superar las épocas más engorrosas de la vida del mundo, y con
ellas las nuestras, por recientes que sean. Corremos a acordarnos de Santa
Bárbara cuando truena pero, en cuanto el cielo vuelve a azulear, decidimos que
a la Santa le pueden ir dando.
La catástrofe económica anunciada
por la paralización de los negocios durante la pandemia no va a ser, me temo,
un parteaguas decisivo entre un “antes” y un “después” diferentes. La riqueza
global, a fin de cuentas, no es algo sólido, sino una simple burbuja. Háganme
caso, la riqueza global está sobrevalorada.
Véanlo descendiendo al
detalle; un titular de La Vanguardia (9.4.2020) afirmaba: «Emergencia económica. El coronavirus hunde el comercio mundial y pone
en riesgo la globalización.» Otro veía en el horizonte el inminente
hundimiento, no del comercio mundial, sino del capitalismo. Pónganles hoy ante
los ojos sus profecías de ayer a aquellos Jeremías investidos de jefes de
redacción, y se excusarán diciendo que fue un truco para vender más periódicos
porque la coyuntura apretaba.
Un editorial del Financial Times de la misma época, es
decir el momento más caliente de la pandemia, anterior al lío infinito de las
vacunas, proponía algunas correcciones sensatas sobre lo público, la deuda y el
papel del Estado en la pospandemia.
Más aún, el Fondo Monetario Internacional emitió
un informe de emergencia en el que afirmaba que, después del desastre sanitario,
nos esperaba una severa crisis económica, difícil de cuantificar debido a la
“extrema incertidumbre”. Una frase en particular me llamó la atención en aquel
informe: «En situaciones de emergencia
todos los Gobiernos son keynesianos, para salvar a las personas, a las empresas
o a ambos.»
El keynesianismo es
ciertamente una debilidad senil de los gobiernos, ajena por completo a un FMI sobrado
de firmeza en el dogma neoliberal del TINA (There Is No Alternative). En
ese sentido, resulta interesante la mención hecha por el Fondo al salvamento “a
las personas, a las empresas o a ambas”, lo que significa que en la cubierta de
un “Titanic” metafórico se podría oír, en el apuro tremendo de un hundimiento
inminente: “¡Las empresas y los niños primero!” (no es invento ni especulación;
sucedió tal cual en las residencias geriátricas de la Comunidad de Madrid).
Sin embargo, el negacionismo sutil
no es una actitud novedosa. El capitalismo siempre ha mostrado una envidiable ligereza
y flexibilidad de movimientos en las grandes crisis cíclicas, desde la
intención lampedusiana de cambiar todo lo preciso para que lo esencial no
cambie.
Las lecciones del Financial
Times y las excusas del FMI (olvidadas, como las profecías apocalípticas de La
Vanguardia, antes de que el papel prensa de la edición empezara a amarillear) habían
llegado, de otro lado, demasiado tarde. Todo eso se debió decir ─y poner en
práctica─ en 2008. La enorme destrucción de riqueza pública, de empleo decente
y de bienestar social se produjo entonces, guiada por una banca privada atenta
al business sin límites ni cortapisas, con los Estados procurando pasar
inadvertidos para no molestar, las troicas inflexibles en la doctrina financiarizada,
y todos ellos pendientes de la oracular sabiduría algorítmica de los mercados.
No hubo en realidad un
hundimiento del comercio mundial (apenas fue un stand by momentáneo), sino un lucro cesante. Se contaron como
perdidos los dineros que se habían dejado de ganar, sencillamente. Cualquier
economista debería saber distinguir entre una cosa y otra. La confusión fue
interesada, nos dijeron lo que querían que creyéramos.
Cada cual habrá de sacar sus
conclusiones en relación con el voto de mañana. Yo lo que veo, sinceramente,
son muchas ganas de equivocarse otra vez.