Alexéi
y Violetta Stajanov en una foto oficial.
La frase que encabeza estas líneas pertenece tal vez a
Massimo D’Antona o tal vez a Umberto Romagnoli, que dedica al trabajo de aquel como
jurista laboralista una conferencia importante (“Redefinir las relaciones
entre trabajo y ciudadanía: el pensamiento de Massimo D’Antona”, incluida en
U. Romagnoli, “Trabajo y ciudadanía”, Ed. Bomarzo 2023. Trad., Antonio
Baylos y otros).
Romagnoli, en la estela del pensamiento de D’Antona, contempla
el derecho del trabajo del siglo XX como un constructo histórico, pero no
ontológico. Quiere decirse que el derecho laboral se adaptó en dicha época al
pensamiento técnico contemporáneo, pero le faltó elevarse “a la medida del
hombre”, como reclama Umberto de su disciplina.
El siglo XX estuvo dominado por el industrialismo, es decir
lo que solemos denominar “fordismo”, una estructura compleja en la que la vida de
las personas queda sometida al volumen global de la producción: «… un cierto
modo de producir que se convertirá rápidamente en un cierto modo de pensar.»
Romagnoli propone reemplazar “industrialismo” por “industriosidad”.
No son lo mismo, la segunda opción pone también el trabajo (todo el trabajo, no
solo el subordinado y asalariado) en el centro de la vida y de la política, pero
busca compaginar ambas realidades en buena armonía: una buena vida a partir de
un buen trabajo.
De hecho, el enorme cataclismo subsiguiente al derrumbe del
fordismo, y la desaparición de la gran fábrica como punto de referencia, no permiten
que las cosas del trabajo (en general) sigan funcionando ahora igual que antes.
«Las actuales organizaciones sindicales no pueden tener futuro si se limitan a
gobernar lo existente», advierte Romagnoli muy en serio.
Ha desaparecido el mundo antiguo en el que el contrato de
trabajo indefinido tenía una connotación de por vida, en que se estimulaba la
disciplina y la obediencia automática a las órdenes del capataz o el ingeniero,
y los convenios colectivos sucesivos marcaban un trayecto prefijado que
concluía con la jubilación y en el que se premiaban la antigüedad, la disciplina
y la lealtad incondicionada a la empresa. «La fábrica prefigura una forma de
gobierno de la sociedad basada en la jerarquía, y predetermina un código
totalizante de referencia cultural», dice Romagnoli.
Las variables a manejar en el siglo XXI son otras, porque
estamos ya en una revolución industrial distinta y en un horizonte cultural más
despejado. Aquí deben tener un hueco el derecho a la diferencia, la libertad de
elegir, la conciliación ontológica entre vida productiva y vida privada como
dos esferas que es necesario armonizar para no dar como resultado una persona
ontológicamente demediada.
Y sin embargo, aun hoy es posible cambiar la frase del
título por esta otra: “Quien no trabaja, ni tiene ni es; quien sí trabaja tampoco
es, tenga o no tenga.”
Tal vez me explique mejor con el ejemplo de Alexéi
Stajanov, minero del carbón en el Donetsk soviético, hoy ucraniano. En 1935, a
los 28 años de edad, arrancó 102 toneladas de carbón en 6 horas, multiplicando
así por 14 la media de extracción de sus compañeros.
Fue seguramente un “récord” preparado a conciencia, en las
mejores condiciones posibles de trabajo, con una veta de mineral magnífica, con
un apoyo excepcional de todo el equipo humano que rodeaba al picador. Da igual,
la URSS necesitaba una hazaña grandiosa para elevar la moral de trabajo, y
tanto da para el caso multiplicar la productividad por siete que por catorce.
Stajanov fue proclamado “héroe del trabajo socialista por
su contribución al progreso del país”. Dirigió varias minas después de eso, y fue
cooptado al Soviet Supremo. Enfermó de esclerosis múltiple y falleció de esa
enfermedad. Su viuda Violetta declaró años después que siempre había sentido
respeto por él, pero no le amó.
En el mundo socialista y en las socialdemocracias avanzadas
de los países de Europa occidental, el modo de pensar del industrialismo fue el
mismo: la producción primero, la vida después. Las mujeres, portadoras de vida
nueva por un lado y por otro incapaces de esfuerzos musculares sostenidos a la
altura de los de los varones, quedaron marginadas del mundo de la mina, la
acería, el taller metalmecánico, químico o textil, donde se agrupaba la
aristocracia obrera masculina que era el modelo último y acabado para la
protección dispensada por la negociación colectiva. Las mujeres, en casa, y todo
lo que no se ajustaba a aquel núcleo central del trabajo subordinado, habían de
conformarse con unos derechos menos completos en virtud de unas normas legales más
aleatorias.
Hoy todo ha cambiado. No existe ya propiamente una nomenklatura
de fábrica, y los consejos de administración lo fían todo a la inteligencia
artificial de los algoritmos. Los trabajos no exigen una gran fuerza muscular,
y las mujeres se han incorporado sin reservas (sin ser “ejército de reserva”)
al mundo de la producción.
¿Por qué, entonces, siguen vigentes la división drástica
entre emprendedores y trabajadores subalternos, las diferencias salariales
astronómicas, la imposición de condiciones despóticas donde debería reinar la
flexibilidad, el trabajo “a disposición” más allá de las jornadas máximas de
trabajo marcadas por las leyes?
Ahora tocará a los representantes de las partes sociales
normar el teletrabajo. Es un tema de importancia morrocotuda, y mucho dependerá
de que la parte patronal no se obstine en mantener “su” monopolio en la
organización de ese trabajo tan fluido y personal; y de que los sindicatos no
acudan a la mesa con la idea de aceptar formalmente las propuestas de la otra
parte y exigir en todo caso contrapartidas materiales. Lo cual reforzaría la
desigualdad original, también en el modo de organizar un trabajo novedoso y
propicio al despliegue de la iniciativa personal.
Iniciativa personal. Algo opuesto a “inteligencia
artificial”. Algo que los trabajadores asalariados con un nivel técnico
adecuado poseen en un grado infinitamente superior a los patronos y sus
accionistas. Algo que asusta siempre a los propietarios de las empresas, que como
el Julio César de Shakespeare sospechan traiciones incesantes por parte de quienes,
viviendo bajo su poder, se entretienen demasiado en pensar.