jueves, 11 de mayo de 2023

QUIEN NO TRABAJA NO TIENE, PERO ANTE TODO NO ES

 


Alexéi y Violetta Stajanov en una foto oficial.

 

La frase que encabeza estas líneas pertenece tal vez a Massimo D’Antona o tal vez a Umberto Romagnoli, que dedica al trabajo de aquel como jurista laboralista una conferencia importante (“Redefinir las relaciones entre trabajo y ciudadanía: el pensamiento de Massimo D’Antona”, incluida en U. Romagnoli, “Trabajo y ciudadanía”, Ed. Bomarzo 2023. Trad., Antonio Baylos y otros).

Romagnoli, en la estela del pensamiento de D’Antona, contempla el derecho del trabajo del siglo XX como un constructo histórico, pero no ontológico. Quiere decirse que el derecho laboral se adaptó en dicha época al pensamiento técnico contemporáneo, pero le faltó elevarse “a la medida del hombre”, como reclama Umberto de su disciplina.

El siglo XX estuvo dominado por el industrialismo, es decir lo que solemos denominar “fordismo”, una estructura compleja en la que la vida de las personas queda sometida al volumen global de la producción: «… un cierto modo de producir que se convertirá rápidamente en un cierto modo de pensar.»

Romagnoli propone reemplazar “industrialismo” por “industriosidad”. No son lo mismo, la segunda opción pone también el trabajo (todo el trabajo, no solo el subordinado y asalariado) en el centro de la vida y de la política, pero busca compaginar ambas realidades en buena armonía: una buena vida a partir de un buen trabajo.

De hecho, el enorme cataclismo subsiguiente al derrumbe del fordismo, y la desaparición de la gran fábrica como punto de referencia, no permiten que las cosas del trabajo (en general) sigan funcionando ahora igual que antes. «Las actuales organizaciones sindicales no pueden tener futuro si se limitan a gobernar lo existente», advierte Romagnoli muy en serio.

Ha desaparecido el mundo antiguo en el que el contrato de trabajo indefinido tenía una connotación de por vida, en que se estimulaba la disciplina y la obediencia automática a las órdenes del capataz o el ingeniero, y los convenios colectivos sucesivos marcaban un trayecto prefijado que concluía con la jubilación y en el que se premiaban la antigüedad, la disciplina y la lealtad incondicionada a la empresa. «La fábrica prefigura una forma de gobierno de la sociedad basada en la jerarquía, y predetermina un código totalizante de referencia cultural», dice Romagnoli.

Las variables a manejar en el siglo XXI son otras, porque estamos ya en una revolución industrial distinta y en un horizonte cultural más despejado. Aquí deben tener un hueco el derecho a la diferencia, la libertad de elegir, la conciliación ontológica entre vida productiva y vida privada como dos esferas que es necesario armonizar para no dar como resultado una persona ontológicamente demediada.

Y sin embargo, aun hoy es posible cambiar la frase del título por esta otra: “Quien no trabaja, ni tiene ni es; quien sí trabaja tampoco es, tenga o no tenga.”

Tal vez me explique mejor con el ejemplo de Alexéi Stajanov, minero del carbón en el Donetsk soviético, hoy ucraniano. En 1935, a los 28 años de edad, arrancó 102 toneladas de carbón en 6 horas, multiplicando así por 14 la media de extracción de sus compañeros.

Fue seguramente un “récord” preparado a conciencia, en las mejores condiciones posibles de trabajo, con una veta de mineral magnífica, con un apoyo excepcional de todo el equipo humano que rodeaba al picador. Da igual, la URSS necesitaba una hazaña grandiosa para elevar la moral de trabajo, y tanto da para el caso multiplicar la productividad por siete que por catorce.

Stajanov fue proclamado “héroe del trabajo socialista por su contribución al progreso del país”. Dirigió varias minas después de eso, y fue cooptado al Soviet Supremo. Enfermó de esclerosis múltiple y falleció de esa enfermedad. Su viuda Violetta declaró años después que siempre había sentido respeto por él, pero no le amó.

En el mundo socialista y en las socialdemocracias avanzadas de los países de Europa occidental, el modo de pensar del industrialismo fue el mismo: la producción primero, la vida después. Las mujeres, portadoras de vida nueva por un lado y por otro incapaces de esfuerzos musculares sostenidos a la altura de los de los varones, quedaron marginadas del mundo de la mina, la acería, el taller metalmecánico, químico o textil, donde se agrupaba la aristocracia obrera masculina que era el modelo último y acabado para la protección dispensada por la negociación colectiva. Las mujeres, en casa, y todo lo que no se ajustaba a aquel núcleo central del trabajo subordinado, habían de conformarse con unos derechos menos completos en virtud de unas normas legales más aleatorias.

Hoy todo ha cambiado. No existe ya propiamente una nomenklatura de fábrica, y los consejos de administración lo fían todo a la inteligencia artificial de los algoritmos. Los trabajos no exigen una gran fuerza muscular, y las mujeres se han incorporado sin reservas (sin ser “ejército de reserva”) al mundo de la producción.

¿Por qué, entonces, siguen vigentes la división drástica entre emprendedores y trabajadores subalternos, las diferencias salariales astronómicas, la imposición de condiciones despóticas donde debería reinar la flexibilidad, el trabajo “a disposición” más allá de las jornadas máximas de trabajo marcadas por las leyes?

Ahora tocará a los representantes de las partes sociales normar el teletrabajo. Es un tema de importancia morrocotuda, y mucho dependerá de que la parte patronal no se obstine en mantener “su” monopolio en la organización de ese trabajo tan fluido y personal; y de que los sindicatos no acudan a la mesa con la idea de aceptar formalmente las propuestas de la otra parte y exigir en todo caso contrapartidas materiales. Lo cual reforzaría la desigualdad original, también en el modo de organizar un trabajo novedoso y propicio al despliegue de la iniciativa personal.

Iniciativa personal. Algo opuesto a “inteligencia artificial”. Algo que los trabajadores asalariados con un nivel técnico adecuado poseen en un grado infinitamente superior a los patronos y sus accionistas. Algo que asusta siempre a los propietarios de las empresas, que como el Julio César de Shakespeare sospechan traiciones incesantes por parte de quienes, viviendo bajo su poder, se entretienen demasiado en pensar.