Cartel
de la película “Dr. Strangelove”, de Stanley Kubrick.
Ahora
que ha quedado atrás (pero no del todo) la política de la deterrence, la disuasión, como motor principal de la inversión militar
de las superpotencias para soslayar la eventualidad de un holocausto nuclear,
ahora precisamente estamos aprendiendo a “amar la bomba”.
La
bomba era el protagonista de aquella película de Stanley Kubrick llamada “Doctor
Extrañoamor”, aunque en nuestras pantallas recibió el título ridículo de “Teléfono
rojo, volamos hacia Moscú”, como si se tratara de una entrega de cine de
hazañas bélicas y eso la hiciera más comercial. El largo subtítulo original
rezaba: “Cómo aprendí a despreocuparme y amar la bomba”. El proceso de
aprendizaje de Peter Sellers en sus diversos papeles (el oficial, el doctor
loco, el presidente) era aleccionador. Ahora que ya hemos superado la política
de bloques y nos encontramos en un mundo global (signifique ello lo que
signifique), la “bomba” de Damocles que pende de un hilo sobre nuestras cabezas
no tiene la misma capacidad destructiva inmediata, pero sí conduce a corto
plazo a un destrozo irreversible del planeta. Es algo que sabemos, pero
preferimos ignorar. Hay (como en la película) dos clases de negacionismo de la “bomba”:
el explícito (eso no va a suceder porque no ha sucedido nunca), y el
sobreentendido (no hay que preocuparse porque las medidas oportunas serán
tomadas con toda puntualidad más adelante, en algún momento imposible de
precisar por el momento).
Quienes aman la ampliación del
aeropuerto de Barcelona son negacionistas .de la segunda especie: todo se hará
con las debidas garantías de preservación del medio ambiente, dicen, como si la
ciudad estuviera en una situación de normalidad medioambiental que por supuesto
se mimará con escrúpulo. Tan solo se trata de cubrir la conexión regular con la
costa Oeste de Estados Unidos y con el Extremo Oriente, me ha argumentado un
experto en la materia que además me acusó de “ludita”. Los luditas destruían
las máquinas de las hilaturas en la primerísima revolución industrial. Un método
de lucha improvisado, pero en cierta forma clarividente. Nos lo ha explicado el
eminente economista “ecológico” Joan Martínez Alier, con ocasión de recibir un premio
internacional: la economía industrial no es circular, sino entrópica. ¿Qué
quiere decir eso? Esta es su respuesta literal: «Cuando la economía industrial crece, los ecosistemas se destruyen.»
Hemos tenido
tres avisos muy serios de la magnitud de las dislocaciones económicas en un
planeta seriamente enfermo: un crac de las finanzas globales; una pandemia que
fue imposible detener antes de una mortandad homérica porque hacerlo “contravenía
las libertades individuales”; y un agravamiento catastrófico del cambio
climático, que está saltando por encima de todas las barreras dispuestas para
contenerlo, por culpa de que “los automóviles no tienen la culpa” (Trias dixit),
la ampliación del aeropuerto tampoco, y la contaminación ciudadana se va a intentar
resolver a través de más interiores de manzana en Barcelona, y de muchas macetas
en los balcones en Madrid.
Estamos
convocados a votar otra vez el próximo 23J. No es nada probable que el cambio
climático comparezca en la ocasión, del mismo modo que ha pasado de puntillas
por el 28M. No es un tema que dé votos, antes bien los resta.
De
modo que la mejor opción, para quien se preocupe sinceramente por estos temas,
será aprender a amar la bomba.
Dicho con una expresión de Theodor Kallifatides, nuestro cerebro es un reloj que no funciona y además se ha detenido a una hora equivocada.