Afrodita desenredándose los
cabellos después del baño. El “hermoseamiento” era un ingrediente obligado para
la autoestima de las mujeres; de ninguna manera era admisible la dejadez en
este tema. (Figura de mármol hallada en la ciudad de Rodas, s. I aC. Museo
Arqueológico de Rodas).
La belleza era para los griegos
antiguos un don propio de los dioses, su esencia íntima. Ese don podía ser
compartido por algunos mortales, pero solo en momentos puntuales, cuando la
plenitud del ser rebosaba, por así decirlo, de la envoltura mortal y la hacía
resplandecer.
En los varones, esto podía ocurrir
en la guerra, debido a un comportamiento heroico, o bien en el estadio o la
palestra, por una proeza deportiva destacada.
En las mujeres, con la excepción
de unas pocas famosas por su belleza casi divina y, en ocasiones, por la
maldición que esta les acarreaba (Helena de Troya), el resplandor era visible
únicamente en los esponsales, con la revelación (“apocalipsis”) al pretendiente
de la figura bañada, perfumada, peinada, suntuosamente vestida y enjoyada, de
su prometida, al modo precisamente de una divinidad de orden inferior,
protectora del hogar doméstico.
En uno y otro caso, un instante
de plenitud justificaba una vida. Se compadecía más que a nadie a las personas
que morían sin haber llegado a alcanzar esa plenitud, a desarrollar el
potencial de belleza que correspondía en principio por igual a todas las
personas. Ahoraios, llamaban a quienes no gozaron de su cuarto
de hora de reconocimiento social: los “no-bellos”.
Colaboraban en la plenitud física
la edad, el ejercicio, el aprendizaje, la socialización. No había nada más
hermoso que un hoplita dirigiéndose a la batalla con paso ligero y elástico,
armado hasta los dientes. La gloria estaba a su alcance, tanto mediante la
victoria como con una muerte heroica. “O con el escudo, o sobre el escudo”, así
recomendaban las madres a sus hijos que debían volver, cuando los enviaban a la
guerra. El escudo era muy pesado, y lo primero que se abandonaba en una
desbandada; de modo que conservarlo era prueba de haberse comportado bien, vivo
o muerto. Esta última diferencia no era en ningún caso decisiva. La canción más
antigua conservada con su notación musical, en la estela dedicada por Sícilo a
su esposa Euterpe (Trales, Asia Menor, siglo I dC), expone precisamente ese
tema: «Mientras vivas, brilla… La vida dura poco, y el tiempo exige su
tributo.»
Los artistas plasmaban y eternizaban la
plenitud memorable alcanzada por algunos humanos, sus momentos álgidos de
plenitud y de gloria. Entre los dos sexos, la diferencia más marcada era la
siguiente: el varón solía estar desnudo, tal como acudía a la guerra y a los
Juegos; la mujer estaba siempre vestida, porque el vestido y el adorno
sofisticado formaban parte indisoluble de su dignidad. Las diosas podían
escapar a esa norma vestimentaria, porque eran diosas siempre y en cualquier
caso. Pero las mujeres comunes solo aparecían desnudas en circunstancias
lamentables (Casandra violada por Áyax, Perséfone desnudada por su raptor Hades
mientras es llevada en volandas a los infiernos) o indignas de respeto (había,
por supuesto, imágenes pornográficas para excitar el deseo de los varones; pero
nadie las consideraba “arte” propiamente dicho, los antiguos hilaban más fino
que muchos modernos).
Ser sorprendida en su desnudez, como le ocurrió
a Ártemis cuando Acteón la espió mientras se bañaba en una fuente con sus
ninfas, era sencillamente un insulto. La evolución del mundo en general y los
cambios en la consideración social de los artistas y de sus modelos, hicieron
que con el tiempo estas premisas variasen, aunque solo un poco. El mundo
antiguo siguió siendo antiguo hasta el final…