sábado, 4 de octubre de 2014

LA DECONSTRUCCIÓN DE LOS PARTIDOS

Javier Aristu encabeza una reflexión propia acerca de los partidos políticos (1) con dos versos de Bob Dylan: Cuánto tiempo puede existir una montaña antes de ser bañada por el mar. Referida a los partidos políticos, la pregunta se responde sin vacilación: poco tiempo, muy poco, la verdad. Habla Javier de algunas sedes, emblemáticas hace algunos años y hoy desaparecidas o convertidas en otra cosa. Hubo un tiempo en que las sedes centrales de los partidos políticos eran como templos, arcanos de lo sagrado a los que acudían los iniciados para participar en los ritos del culto. Nunca fue muy allá la influencia de aquellos recintos herméticos en el bullir de las calles, pero sí se dio una intención manifiesta de influir. En estas páginas se ha hablado en alguna ocasión del proyecto y el trayecto, y de sus diferencias y correlatos en la praxis política. En las sedes de los partidos se ponía a punto el proyecto, el diseño. Cuando el proyecto iniciaba por fin su itinerario en las calles y en las fábricas (in illo tempore, quizá conviene aclararlo, las fábricas, esas otras sedes de lo social cuyo callejero también amenaza hoy con perderse, formaban parte importante del proyecto de los partidos), el flamante vehículo minuciosamente diseñado por los comiteles centrales empezaba a abollarse y averiarse debido al choque con la dura realidad. Pero a veces ese vehículo llegaba, con todo, a alguna parte. El mundo se movía.

Ahora el proceso se ha invertido. Es la calle, el ruido y los humores de la calle, el estímulo que provoca la respuesta del proyecto político. El largo plazo, la previsión, han desaparecido. Se trata de ofrecer soluciones ready-made a las pulsiones a corto plazo de los estados de opinión, a los trending topics. Si un escándalo con unas tarjetas B de crédito produce una indignación detectable una mañana, puede apostarse a que los portavoces de los partidos introducirán en sus plataformas nuevas medidas de control e incompatibilidades. El proyecto es banal, y el trayecto efímero. Lo que predomina es la inmovilidad, la adaptación al medio, acompañada en general por la autosatisfacción que genera en la clase política la circunstancia trascendente de haberse conocido.

Con estas premisas, las sedes (los templos) de la política han perdido todo su anterior carisma. Allí ya no se discute ni se proyecta, la elaboración de las alternativas se ha externalizado siguiendo la tendencia general de la producción de bienes y servicios. Los centros de elaboración de los partidos políticos han sido deconstruidos y recompuestos en forma de asesorías, gabinetes, pools y think tanks de diversos pelajes. Las montañas cuyas cimas apuntaban al cielo se han derrumbado, y el mar baña mansamente sus detritos fragmentados.

Pero esa realidad no es negativa en sí misma. Los partidos eran y en cierto modo son aún dinosaurios o catedrales góticas con dificultades para la adaptación urgente a los cambios profundos que han aparecido en el medio ambiente ecológico y en el teológico. Los nuevos ejes de coordenadas exigen otra forma de elaborar y un tiempo de reacción mucho más rápido a las novedades, respecto del paradigma que primaba en los años del fordismo. Hoy ya no es admisible la respuesta de Henry Ford al periodista que le preguntaba si el comprador de un Ford T podía elegir el color de su automóvil: «Claro que puede elegirlo, siempre y cuando lo elija de color negro.» La mutación que representa un paradigma nuevo impone algunos trabajos añadidos a todos los agentes políticos y sociales. Todo está en discusión, y también las formas de la discusión son novedosas. Lo importante en el fondo es adónde se quiere ir, aunque sea utilizando el GPS. Y tomar como base para la nueva praxis un lampedusismo distinto: «Cambiarlo todo para que todo cambie.»