Quiero que Teresa Romero viva, que se recupere, que deje atrás
la pesadilla que está sufriendo y estamos sufriendo nosotros a su lado. Lo
merece de sobras. Su conducta como profesional y como persona ha sido
irreprochable en todos los aspectos, en todos y cada uno de los detalles, si
excluimos o ponemos entre paréntesis ese pequeño gesto instintivo de tocarse la
cara con el guante puesto. Una minucia comparada con la desidia y la
incompetencia oficial, con el arrumbamiento sistemático (o sistémico, tal vez)
de todos los protocolos establecidos, con la displicencia asesina de quienes se
empeñaron durante muchos días en ignorar la existencia de un factor cierto de
riesgo y en desatender sus consecuencias previsibles, para luego cargar toda la
culpa sobre la víctima. «Haberlo dicho antes.» Pues lo dijo, repetidamente, y
no fue escuchada. «Es que no llegaba al 38'6 de temperatura.» Además de
incompetentes, necios.
Que viva Teresa Romero. Por ella misma en primer lugar, porque
me emocionan su profesionalidad y su solidaridad, su empeño en el cumplimiento
de un deber muy peligroso y muy mal pagado, que asumió de forma voluntaria y
con todas las consecuencias. «Puesta
su vida tantas veces por la ley al tablero», para decirlo con Jorge Manrique.
Que viva Teresa Romero. Porque no quiero ni una sola víctima más
de esa “austeridad” que según el jefe del gobierno y la colega del FMI «está ya
dando sus frutos en España». Ya se ven los frutos. Los recortes matan, los
«sacrificios de los españoles» tienen nombres, apellidos y circunstancias
concretas, y me rebelo contra la idea de que Teresa Romero, ella precisamente,
vaya a sumarse a la demasiado larga lista de víctimas generadas por los
despropósitos de unos poderes insensibles.
Que viva Teresa Romero. Será un éxito muy pequeño pero muy
nuestro, una flor preservada por la solidaridad de todos en el desierto
inclemente de un sistema que escatima recursos financieros y en cambio
despilfarra vidas.
Que viva, que viva Teresa Romero.