Lo
ha dicho Matteo Renzi, el flamante presidente demócrata italiano, al día
siguiente de que la CGIL
le plantara un millón y medio de personas en Roma manifestándose contra la
reforma laboral: «Ya no hay empleo de por vida.» Renzi hizo tan portentosa
declaración con dos circunstancias agravantes añadidas: primero, lo dijo como
si la cosa tuviera gracia; segundo, se quedó corto.
Te
mueres de risa, lo primero. Millón y medio de personas ya talluditas pidiendo
algo antediluviano, obsoleto; algo que no existe, que no está en el mercado. E
ironizó: «Es como si quieres utilizar un iPhone y le das vueltas buscando la
ranura donde tienes que insertar las monedas.» Vaya un chiste de pijo.
Y se
ha quedado corto, además. Nadie batalla por un empleo de por vida, en efecto.
Se batalla por un empleo, punto. Los sindicatos europeos no reclaman puestos de
trabajo vitalicios ni nada por el estilo: sólo «trabajo digno». Lo cual debería
ser una redundancia, pero no lo es. Debería serlo porque el trabajo ya estaba,
en los tiempos de antes del diluvio, revestido de una dignidad particular.
Cualquier trabajo, incluso el más modesto, in
illo tempore era nada menos
que el pasaporte al cielo de los derechos de ciudadanía. Hoy el trabajo no
conlleva ningún derecho anejo, y la metáfora perfecta de la situación en la que
se encuentran los derechos de ciudadanía es un iPhone estropeado: no tiene una
ranura para monedas, en efecto, y tampoco funciona de ninguna otra manera por
mucho que nos esforcemos en apretar botones.
Izquierda Plural
ha presentado en el parlamento español una proposición no de ley sobre el
trabajo digno, que incluye cincuenta medidas concretas. Es dudoso que salga
adelante ni siquiera su discusión en el hemiciclo, dada la dinámica diseñada al
efecto por el reglamento de las Cortes. Si se da la feliz circunstancia,
dudosa, de que se les reparta el borrador, sus señorías se quedarán
estupefactos/as y probablemente muchos/as se pregunten, como il cavaliere Renzi, para qué demonios poner a
discusión cincuenta propuestas razonadas nada menos, Jesús qué plomo, sobre
semejante antigualla.