Fred Vargas es el nombre de pluma de la medievalista y autora de
novelas policiacas Fréderique Audoin-Rouzeau, como comprobarán con toda
comodidad mediante un simple clic en su buscador. Este verano visité el FNAC de
Perpignan con la esperanza, contra todo pronóstico, de que hubiera un nuevo
título de ella entre las novedades del “roman
policier”. No era así. Fred
Vargas es muy rápida en el diseño de las tramas de sus novelas – en quince
días, según ha declarado, puede tener listo el asunto – pero muy lenta en la
escritura. El carácter muy acusado y singular de ciertos personajes
secundarios, las inflexiones del habla de la calle, los tópicos y los
prejuicios comunes, los refranes, los miedos atávicos, conforman la sustancia
de su obra, de una alta calidad literaria. Confiesa haber reelaborado la trama
de una de sus novelas y reescrito un capítulo entero para traer a cuento una
réplica de un diálogo que se le ocurrió y le gustaba mucho: ocho o diez
palabras en total.
Un ejemplo de sus mecanismos característicos de elaboración y de
expresión se encuentra en Más
allá, a la derecha, quizás su
novela más “política” porque aborda el tema de la ideología del fascismo,
emanada a partir de la historia como un virus maligno que va a inocularse de
forma casi inadvertida en la vida cotidiana: ese fascismo implícito del que
estima lícito disponer de la vida de personas “inferiores” desde su propia
condición de “ser superior”. Pues bien, la investigación policiaca arranca en
esa novela a partir de dos indicios mínimos y axiomáticamente despreciables:
una caca de perro (literal), y la llamada de alarma de una anciana, jubilada
después de largos años de profesión en las aceras, que explica desolada: «Me
hacen menos caso que a una puta vieja. En fin, es lo que soy.»
En Más allá, a
la derecha y en otras novelas
publicadas hace ya una veintena de años, aparece en papeles protagonistas o
coadyuvantes el grupo de los “Evangelistas”, que conviven de manera bastante
aleatoria en un viejo caserón. Son tres estudiantes de Historia que preparan
sus respectivas tesis: Lucien (Lucas) es experto en la historia de la Primera Guerra
Mundial; Mathias (Mateo) es un prehistoriador de desaliño infinito en la
vestimenta y cuya vocación presumible sería vivir desnudo como los cromañones
que estudia; y Marc Vandoosler (Marcos), tímido, abrupto y contradictorio, es
medievalista. No se trata de personajes à
clef, pero sí hay un juego de
correspondencias: Marc sería la propia Fred, Lucien su hermano real Stéphane
Audoin-Rouzeau, y Mathias un compañero de Facultad del que durante algunos
años, según testimonios de otros condiscípulos, fue amiga inseparable.
En las novelas más recientes el triunvirato de los Apóstoles,
sin desaparecer por completo, ha dado paso a otro triunvirato diferente y más
contrastado: el comisario Adamsberg es intuitivo y nebuloso; su ayudante
Danglard es por una parte un archivo viviente sobre todo lo divino y lo humano,
y por otra un inepto sin remedio para la vida común; Violette Rethencourt,
finalmente, una agente tan inmensa en su constitución física como eficiente en
todos los aspectos de la vida práctica, ejerce de ángel de la guarda de los
dos.
Para consolarme de la falta de novedades, he releído la última
entrega hasta la fecha de Fred Vargas, El
ejército furioso. Pertenece
al ciclo de Adamsberg versus los grandes miedos latentes en el
subconsciente del hombre moderno. Este ciclo empezó, tal vez de modo casual, en
1999 con El hombre del revés, una versión moderna del
hombre-lobo; y se consolidó con Huye
rápido, vete lejos, en el que
la resurrección de la peste negra es el desencadenante del pánico colectivo de
un barrio suburbano de París. Después del éxito fulgurante de esta última
novela, han aparecido La
tercera virgen, sobre los
inmortales; Un lugar incierto, sobre los vampiros, y El ejército furioso, en torno a la leyenda celta de las
procesiones de las ánimas, que en Normandía toman el nombre de Mesnie
Hellequin, como en Galicia se conocen por la Santa Compaña.
Los arquetipos culturales y los miedos atávicos forman la
urdimbre de estas historias, cuyo desarrollo y desenlace se mantienen, sin
embargo, con toda firmeza en el terreno del realismo y de la deducción lógica.
Es una doble bienaventuranza, porque al lector de un policiaco le atraen las
leyendas antiguas y le apetece saber más sobre ellas, pero tenderá a considerar
cualquier solución de orden sobrenatural o preternatural al enigma planteado
como un intento tramposo del autor de dar gato por liebre.