miércoles, 1 de octubre de 2014

LEAN A FRED VARGAS

Fred Vargas es el nombre de pluma de la medievalista y autora de novelas policiacas Fréderique Audoin-Rouzeau, como comprobarán con toda comodidad mediante un simple clic en su buscador. Este verano visité el FNAC de Perpignan con la esperanza, contra todo pronóstico, de que hubiera un nuevo título de ella entre las novedades del “roman policier”. No era así. Fred Vargas es muy rápida en el diseño de las tramas de sus novelas – en quince días, según ha declarado, puede tener listo el asunto – pero muy lenta en la escritura. El carácter muy acusado y singular de ciertos personajes secundarios, las inflexiones del habla de la calle, los tópicos y los prejuicios comunes, los refranes, los miedos atávicos, conforman la sustancia de su obra, de una alta calidad literaria. Confiesa haber reelaborado la trama de una de sus novelas y reescrito un capítulo entero para traer a cuento una réplica de un diálogo que se le ocurrió y le gustaba mucho: ocho o diez palabras en total.

Un ejemplo de sus mecanismos característicos de elaboración y de expresión se encuentra en Más allá, a la derecha, quizás su novela más “política” porque aborda el tema de la ideología del fascismo, emanada a partir de la historia como un virus maligno que va a inocularse de forma casi inadvertida en la vida cotidiana: ese fascismo implícito del que estima lícito disponer de la vida de personas “inferiores” desde su propia condición de “ser superior”. Pues bien, la investigación policiaca arranca en esa novela a partir de dos indicios mínimos y axiomáticamente despreciables: una caca de perro (literal), y la llamada de alarma de una anciana, jubilada después de largos años de profesión en las aceras, que explica desolada: «Me hacen menos caso que a una puta vieja. En fin, es lo que soy.»

En Más allá, a la derecha y en otras novelas publicadas hace ya una veintena de años, aparece en papeles protagonistas o coadyuvantes el grupo de los “Evangelistas”, que conviven de manera bastante aleatoria en un viejo caserón. Son tres estudiantes de Historia que preparan sus respectivas tesis: Lucien (Lucas) es experto en la historia de la Primera Guerra Mundial; Mathias (Mateo) es un prehistoriador de desaliño infinito en la vestimenta y cuya vocación presumible sería vivir desnudo como los cromañones que estudia; y Marc Vandoosler (Marcos), tímido, abrupto y contradictorio, es medievalista. No se trata de personajes à clef, pero sí hay un juego de correspondencias: Marc sería la propia Fred, Lucien su hermano real Stéphane Audoin-Rouzeau, y Mathias un compañero de Facultad del que durante algunos años, según testimonios de otros condiscípulos, fue amiga inseparable.

En las novelas más recientes el triunvirato de los Apóstoles, sin desaparecer por completo, ha dado paso a otro triunvirato diferente y más contrastado: el comisario Adamsberg es intuitivo y nebuloso; su ayudante Danglard es por una parte un archivo viviente sobre todo lo divino y lo humano, y por otra un inepto sin remedio para la vida común; Violette Rethencourt, finalmente, una agente tan inmensa en su constitución física como eficiente en todos los aspectos de la vida práctica, ejerce de ángel de la guarda de los dos.
  
Para consolarme de la falta de novedades, he releído la última entrega hasta la fecha de Fred Vargas, El ejército furioso. Pertenece al ciclo de Adamsberg versus los grandes miedos latentes en el subconsciente del hombre moderno. Este ciclo empezó, tal vez de modo casual, en 1999 con El hombre del revés, una versión moderna del hombre-lobo; y se consolidó con Huye rápido, vete lejos, en el que la resurrección de la peste negra es el desencadenante del pánico colectivo de un barrio suburbano de París. Después del éxito fulgurante de esta última novela, han aparecido La tercera virgen, sobre los inmortales; Un lugar incierto, sobre los vampiros, y El ejército furioso, en torno a la leyenda celta de las procesiones de las ánimas, que en Normandía toman el nombre de Mesnie Hellequin, como en Galicia se conocen por la Santa Compaña.


Los arquetipos culturales y los miedos atávicos forman la urdimbre de estas historias, cuyo desarrollo y desenlace se mantienen, sin embargo, con toda firmeza en el terreno del realismo y de la deducción lógica. Es una doble bienaventuranza, porque al lector de un policiaco le atraen las leyendas antiguas y le apetece saber más sobre ellas, pero tenderá a considerar cualquier solución de orden sobrenatural o preternatural al enigma planteado como un intento tramposo del autor de dar gato por liebre.