Refrescándonos
durante una excursión, sin quebrantar decretos de acondicionamiento climático.
Finales de los años cincuenta. Yo soy el segundo por la izquierda.
El youtuber se negó a pagar la empanadilla de diseño
que se había comido. Iba contra sus principios, dijo; él siempre comía gratis
en los establecimientos de primer nivel. Si se empeñaban en obligarle a pagar
lo consumido, él retrucaría exigiendo 2.500 euros por haber aceptado comer lo
que la casa le sirvió a demanda.
Un lío difícil de resolver, se mire como se mire. Cuando yo
era chico y la sociedad de consumo solo era una luz al final del túnel, mi tía
Concha abría para mí la lata en la que guardaba las empanadillas y me dejaba
comer dos o tres. Eran deliciosas.
“No le des más, que luego no me come en casa”, le decía mi
madre. “Bueno, pero es que está en la edad del crecimiento. Le sacaré unos
chiribitos, que se comen sin gana.” Sacaba entonces otra lata, de esas grandes y
herméticas para galletas, y me ponía delante una fiesta de chiribitos. Era una
fruta de sartén hecha con masa muy fina, que después de dorada al aceite se
escurría bien y se espolvoreaba con azúcar. ¡La de chiribitos que me habré
comido yo de gratis, sin ser youtuber ni nada parecido!
La temperatura ambiente era muy otra cosa. Si apretaba el
calor, mi tía Concha entornaba los postigos y dejaba la sala de estar a la
sombra mientras nos aireaba a todos con un abanico de tamaño king-size. Para
refrescarnos teníamos el botijo, bien sudado en su rincón y a cuya agua se había
añadido un suspiro de anisado. También nos sacaba mi tía folios usados de papel,
mecanografiados por un lado, para que dibujáramos en la otra cara nuestras
fantasías, con un rimero de lápices de colores que nos ponía delante. Apenas
podíamos ver lo que dibujábamos (yo siempre pintaba futbolistas disparando a
puerta y guardametas deteniendo el balón en posiciones acrobáticas) con los
postigos entornados, pero ni modo de que encendiera la luz eléctrica a media
tarde. En cambio, aquella penumbra favorecía los asaltos furtivos a la caja de
los chiribitos mientras mamá estaba distraída comentando lo caro que iba todo.
Fuimos muy felices en casa de mi tía Concha, en los años
cincuenta del siglo pasado. Quizás sea necesario añadir que aquellos eran otros
tiempos.