Ensayando
el gran salto. Foto de Alberto D. Albano para National Geographic. (Tomada a
préstamo del muro de Caridad Ribera.)
En una entrevista reciente en El País, firmada por Clara
Blanchar, la filósofa Marina Subirats ha lamentado que la clase trabajadora no
tenga “un proyecto propio”. Da en el clavo. Tenemos una clase trabajadora capaz
seguramente de muchas cosas, algunas de ellas incluso heroicas; pero sin
proyecto por el que guiarse.
Séneca, un cordobés sabio como Tito Márquez, había
advertido hace muchos siglos del inconveniente de carecer de proyecto, con unas
frases de este tenor (no tengo la cita a mano, y además estaba en latín): “Puedes
ser muy diestro con el arco, calcular con precisión la distancia, la altura y
la fuerza del viento, pero si no has elegido un blanco determinado al que disparar,
tu flecha no llegará a ninguna parte que valga la pena.”
El gran problema de la clase trabajadora empezó tal vez con
la ruina de la URSS (algunas voces cualificadas aseguran que venía de bastante
antes), que modificó y dislocó la forma del mundo: antes, este era un artefacto
bipolar, basado en la confrontación en los terrenos militar y comercial, y en una
política firme de disuasión para evitar la posibilidad, casi certeza, de un
holocausto nuclear.
Después, empezó un proceso intenso de “globalización” (empleo
el título oficial del mejunje) que trastocó todos los acimuts conocidos sin
avanzar en una nueva cooperación desde la cual superar la desconfianza anterior.
La prueba del algodón, es la actual guerra de Ucrania.
Mientras el Pacto de Varsovia se disolvía, la OTAN ha
seguido “en funciones” como si se tratara de un CGPJ español, cuando su misión
ya estaba agotada. No se han creado nuevas instituciones inclusivas para
reforzar la cooperación y la solidaridad; los imperios han seguido recitando
sus respectivos monólogos, y en tan grande polvareda se ha perdido sin remedio
a corto plazo el proyecto de la izquierda real, así la radical como la moderada,
que dependía por entero de la forma anterior del mundo.
No ha sido el único seísmo que hemos vivido en nuestra
generación. De la misma forma que se anunció el final de la Historia, se
proclamó el final del trabajo. Las nuevas tecnologías nos libraban a todos del
trabajo tanto físico (los robots) como intelectual (las computadoras), Los
únicos residuos de trabajos aún existentes en tanta modernidad eran tan solo
rarezas obsolescentes sobrevivientes a corto plazo en determinados sectores de
un gran atraso y perspectivas alicortas.
La realidad es distinta: no se ha acabado el trabajo, sino el
valor asignado antes al trabajo. Este segundo terremoto ha llegado como una
consecuencia directa del primero: dado que la clase trabajadora había perdido el
proyecto del socialismo, esgrimido antes desde el impulso motor de los grandes
partidos de masas y sus dirigentes, se vio obligada a negociar de forma
fragmentaria y a la baja cuestiones tales como el salario, las condiciones generales
del empleo y la continuidad básica de las personas en su puesto de trabajo. La
precariedad descarnada de todo tipo se abrió paso. El empleo rotaba cada vez a mayor velocidad entre un ejército de reserva universal, gracias a
las deslocalizaciones y las externalizaciones. Los salarios descendieron por
debajo de la “ley de bronce”, de modo que convivían sin reparos con la miseria más
cruda. Eran necesarios varios salarios simultáneos para que determinadas personas,
en particular jóvenes y mujeres, pudieran asomar la cabeza por encima del umbral
de la pobreza.
En algunas naciones la escabechina no ha sido tan violenta
como en España; en muchas otras, lo ha sido aún más. El asunto, sin embargo, no
depende tanto de los territorios como de la posición de las empresas en las
cadenas internacionales de valor. No se preocupen si no han entendido la última
frase, a lo que me refiero es a que los/las trabajadores/as pueden ser
igualmente marginales y miserables en un país frágil como Bangladesh, y en un
suburbio urbano de los mismísimos Estados Unidos. No es una cuestión de renta media
per cápita, sino de sometimiento global a las leyes inviolables del mercado.
Ahora mismo estamos ganando derechos en este país, debido a
la fuerte iniciativa de un gobierno progresista y de unos sindicatos democráticos
representativos que encabezan la lucha por mejores condiciones salariales y sociales.
Se ha avanzado hacia la igualdad. Magnífico. Pero advierte Subirats en la
entrevista antes citada de que «cuanto más se avanza en derechos, más afloran
los discursos reaccionarios». No es casualidad, ni es un fenómeno pasajero. Por
ello, el crecimiento de los derechos unido a la ausencia de un proyecto,
representa un peligro cierto. Es, como diría Séneca, disponer de una flecha y
no saber adónde dirigirla. El gran colectivo de la clase trabajadora debe
asumir el papel dirigente que le corresponde por su historia: debe luchar por el
salario y por las condiciones relacionadas con su prestación, por supuesto.
Pero además debe dar la batalla en el nuevo terreno en el que se le exige: debe
acceder y adueñarse del funcionamiento de las nuevas tecnologías de la
comunicación, sin dejarse esclavizar por estas; debe imponer en los lugares de
trabajo el uso de energías limpias, en lugar de resignarse pasivamente a lo que
decida el patrón; debe favorecer con decisión en el plano internacional la paz,
la solidaridad y una cooperación sin fronteras, y nunca refugiarse en el “nosotros”
contra “ellos” como norma mezquina de conducta.
Hace falta un proyecto de la clase en su conjunto para este
otoño-invierno, no se puede dejar para luego. Es un proyecto que habrá que ofrecer
también a los partidos de izquierda, sin excepción, en reciprocidad por lo que
ellos hicieron por los trabajadores en otro momento histórico.