Mijaíl
Gorbachov, en primer plano; detrás de él, Vladimir Putin. La foto histórica ha
sido colgada en Twitter por Ian Bremmer.
A cada cual lo suyo. Mijaíl Serguieievich no fue un líder
de masas, ni un gran reformador, ni un profeta. Fue, durante breves años, un “vértice”
que intentó promover cambios sensatos e influir en sus bases sin bajarse en
ningún caso del lugar que ocupaba. Prohibió por decreto la venta de vodka en la
Unión Soviética, y no es maravilla que acabara defenestrado primero, y
sustituido después en el liderazgo, por un borrachuzo redomado como Boris
Eltsin.
Tal vez las reformas propuestas por Gorby habrían colado
con un copioso acompañamiento de vodka en todos los niveles de la sociedad y
del partido. Él mismo se cerró ese camino. Por honestidad, diría yo. Raisa y él
se pasearon bastante por los platós del mundo occidental anunciando el advenimiento
de una nueva era, y aparecieron con mucha frecuencia en las revistas de papel satinado.
En diciembre de 1989, Gorbachov se reunió en el Vaticano con el papa Wojtila;
fue el encuentro de dos Papas, celoso cada cual de su feligresía. En 1990 le
fue otorgado el Premio Nobel de la Paz, un movimiento precipitado por parte del
Parlamento noruego y también un regalo envenenado, al que la Curia moscovita reaccionó
con un golpe de Estado “de terciopelo”, que degeneró en motín popular.
Después todo pudo haber sido distinto, es cierto. Pero ni
apareció por ninguna parte la Paz soñada, ni el mundo cambió. Comparecieron los
liquidadores, se hicieron lotes con las riquezas del imperio, y el vaquero de
películas de serie B se colgó a sí mismo la medalla de ganador de la guerra
fría.
Lo que empezó en los años noventa fueron nuevos capítulos
de la misma serie anterior. Se abrían nuevas oportunidades para todos, sí, pero
en un mundo gravemente dislocado. Paso a paso llegaron el atentado de las
Torres Gemelas, la guerra de Irak y otras guerras, el crac de Lehman Brothers,
la pandemia, la guerra de los drones en Ucrania.
Solo han pasado treinta años, Es tiempo de mostrar nuestro
respeto intacto a una persona estimable por sus cualidades y su coraje
personal, pero es mucho más urgente recolocar el mundo “global” en los carriles
de un progreso real universal, sostenible, solidario, inclusivo.