domingo, 14 de agosto de 2022

SOBRE EL CONSENSO (ENTRE EL GUADARRAMA Y EL EMPORDÁ)

 


El pozo del Manantial de Vilajuïga visto desde abajo. Al auditorio se accede por el rincón más alejado.

 

No han sido frenéticos estos últimos días sino, al contrario, de una gran relajación en medio del movimiento físico. Desde la falda de los Siete Picos nos hemos desplazado hasta, digamos, Vilajuïga, en el Alt Empordà, muy cerca de Roses y Sant Pere de Roda, en cuyo manantial de aguas minerales salutíferas alguien tuvo la idea de horadar el suelo para colocar un auditorio que recibe la luz natural a través de un fondo de agua en eterno rielar. Un espacio al margen, apropiado para mi estado de ánimo. Escuché allí ayer sábado una versión muy bella del cuarteto “Rosamunde” de Schubert, por el cuarteto Cosmos.

Ha sido un itinerario de largo recorrido, con muchas paradas intermedias, idas, vueltas y revueltas. Sol abrasador las más veces, interrumpido por tormentas que nos enviaban goterones de lluvia tan cálidos que casi quemaban la piel.

En el interior de un tren de alta velocidad, que es una forma como otra de evitar pisar el suelo bajo nuestros pies, he concluido el libro de Giaime Pala, “La fuerza y el consenso” (Comares 2021). Fuerza y consenso son los dos ingredientes de la hegemonía, según la definió Gramsci. La “fuerza” es el elemento físico: las tropas, las armas, la decisión de utilizarlas en guerra de posiciones o de movimiento. El “consenso” es en cambio un elemento ideal, tejido a base de contraprestaciones que en principio favorecen a todos los estamentos o clases sociales, y por eso mismo puede ser asumido por todos.

Esa es la definición gramsciana. Hoy asistimos en nuestro país a una situación en la que una parte de la sociedad niega rabiosamente el consenso y se regodea en la añoranza de la fuerza. Algo parecido ocurrió en la Italia de los años veinte del siglo pasado (aunque podría volver a suceder ahora), después de los gobiernos del Risorgimento, cuando las masas entraron en la política nacional con sus propias reivindicaciones, que antes habían podido ser ignoradas por una conjunción feliz de industriales, en el norte, y terratenientes en el sur.

Así nació el fascismo italiano, no como un fruto exótico sino como una derivación más o menos natural de una situación anterior, la de los gobiernos de Depretis, Crispi o Giolitti, que Gramsci caracterizó como “transformismo” consecuencia de una “revolución pasiva”. De forma nominal gobernó en aquellos años la izquierda, sostenida por “clubs” liberales, más que por partidos propiamente dichos. Como en la época de nuestra Restauración, el rey tenía un papel decisivo, y los Cánovas y los Sagasta transalpinos se sucedían en el gobierno por riguroso turno. La política venía a ser una convención entre notables, casi una ficción. He subrayado una frase del texto muy significativa. Dice Gramsci (cuaderno 19, nota 24): «Con una Izquierda como aquella no hacía falta una Derecha.»

No hay analogía entre aquella situación y la nuestra de ahora, es lo primero que resulta necesario resaltar ante determinados “jacobinos” de nuevo cuño.

Pero sí hay una lección o advertencia importante. No serán válidos consensos que dejen al margen a las masas, singularmente a las masas trabajadoras. En economía, cada vez tiene menos importancia el capital (cuando hace falta acaba por salir de donde sea, fondos privados, públicos o negros en busca de blanqueo y respetabilidad: “palancas”), y cada vez la tiene más el trabajo, trabajo estructurado, remunerado, libre porque sin libertad en el trabajo no es posible una sociedad de iguales.

Del mismo modo, en política la fuerza es cada vez menos determinante en un mundo muy fragmentado, y cada vez importan más los consensos. Y hay algo a subrayar ahí, parafraseando a Rosa Luxemburgo: el único consenso importante es el que se establece con quien no piensa como nosotros.