El
pozo del Manantial de Vilajuïga visto desde abajo. Al auditorio se accede por
el rincón más alejado.
No han sido frenéticos estos últimos días sino, al
contrario, de una gran relajación en medio del movimiento físico. Desde la
falda de los Siete Picos nos hemos desplazado hasta, digamos, Vilajuïga, en el
Alt Empordà, muy cerca de Roses y Sant Pere de Roda, en cuyo manantial de aguas
minerales salutíferas alguien tuvo la idea de horadar el suelo para colocar un
auditorio que recibe la luz natural a través de un fondo de agua en eterno rielar.
Un espacio al margen, apropiado para mi estado de ánimo. Escuché allí ayer
sábado una versión muy bella del cuarteto “Rosamunde” de Schubert, por el cuarteto Cosmos.
Ha sido un itinerario de largo recorrido, con muchas
paradas intermedias, idas, vueltas y revueltas. Sol abrasador las más veces,
interrumpido por tormentas que nos enviaban goterones de lluvia tan cálidos que
casi quemaban la piel.
En el interior de un tren de alta velocidad, que es una
forma como otra de evitar pisar el suelo bajo nuestros pies, he concluido el
libro de Giaime Pala, “La fuerza y el consenso” (Comares 2021). Fuerza
y consenso son los dos ingredientes de la hegemonía, según la definió Gramsci.
La “fuerza” es el elemento físico: las tropas, las armas, la decisión de utilizarlas
en guerra de posiciones o de movimiento. El “consenso” es en cambio un elemento
ideal, tejido a base de contraprestaciones que en principio favorecen a todos
los estamentos o clases sociales, y por eso mismo puede ser asumido por todos.
Esa es la definición gramsciana. Hoy asistimos en nuestro país
a una situación en la que una parte de la sociedad niega rabiosamente el
consenso y se regodea en la añoranza de la fuerza. Algo parecido ocurrió en la Italia
de los años veinte del siglo pasado (aunque podría volver a suceder ahora), después
de los gobiernos del Risorgimento, cuando las masas entraron en la
política nacional con sus propias reivindicaciones, que antes habían podido ser
ignoradas por una conjunción feliz de industriales, en el norte, y
terratenientes en el sur.
Así nació el fascismo italiano, no como un fruto exótico
sino como una derivación más o menos natural de una situación anterior, la de
los gobiernos de Depretis, Crispi o Giolitti, que Gramsci caracterizó como “transformismo”
consecuencia de una “revolución pasiva”. De forma nominal gobernó en aquellos
años la izquierda, sostenida por “clubs” liberales, más que por partidos
propiamente dichos. Como en la época de nuestra Restauración, el rey tenía un
papel decisivo, y los Cánovas y los Sagasta transalpinos se sucedían en el
gobierno por riguroso turno. La política venía a ser una convención entre notables,
casi una ficción. He subrayado una frase del texto muy significativa. Dice
Gramsci (cuaderno 19, nota 24): «Con una Izquierda como aquella no hacía falta
una Derecha.»
No hay analogía entre aquella situación y la nuestra de
ahora, es lo primero que resulta necesario resaltar ante determinados “jacobinos”
de nuevo cuño.
Pero sí hay una lección o advertencia importante. No serán
válidos consensos que dejen al margen a las masas, singularmente a las masas
trabajadoras. En economía, cada vez tiene menos importancia el capital (cuando
hace falta acaba por salir de donde sea, fondos privados, públicos o negros en
busca de blanqueo y respetabilidad: “palancas”), y cada vez la tiene más el
trabajo, trabajo estructurado, remunerado, libre porque sin libertad en el
trabajo no es posible una sociedad de iguales.
Del mismo modo, en política la fuerza es cada vez menos
determinante en un mundo muy fragmentado, y cada vez importan más los
consensos. Y hay algo a subrayar ahí, parafraseando a Rosa Luxemburgo: el único
consenso importante es el que se establece con quien no piensa como nosotros.