“Avez-vous
remarqué que j’avais un beau cul?
G.
BRASSENS, “La fessée”
Todas las mañanas bajo a la playa a chapuzarme. No es una
caminata, apenas 70-80 metros para llegar. Busco allí un hueco donde colocar la
toalla, y me basta recorrer dos o tres metros más para una inmersión milagrosa que
me libra del sol implacable y del calor pegajoso. El agua está fresca aún, y
transparente. Los circunstantes avisan de que este año hay medusas, pero no han
aparecido por mis vericuetos: solo los nadadores de larga distancia vuelven de vez
en cuando a la orilla con un hematoma en el brazo o el costado. En lo que a las
medusas y a mí respecta, hay una reciprocidad de no injerencia cortés: vivimos
y dejamos vivir.
La playa es un margen de libro: de un lado tiene el texto, la
población; del otro, el abismo. En ese corto espacio en blanco, puedes escribir
lo que te parezca, siempre en letra pqña. y con abrevs., o bien, no escribir
nada y hacer el mirón. Los de mi rincón de playa nos conocemos casi todos de
vista, pero socializamos poco. Cada cual va a su bola, quien planta una
sombrilla, quien pone a flotar una tabla de surf, quien da cucharadas parsimoniosas
de papilla preparada a la jovencísima generación.
Los niños se apoderan del borde del margen, y juegan a
salpicarse mutuamente. Los caballeros desfilan hacia el chiringuito y vuelven a
su sombrilla cargados de cervezas y colas. Las mujeres se desvisten con determinación, y
las jóvenes hermosas nos dedican miradas de reojo a los mirones boquiabiertos
cuando sale a relucir su mínimo tanga: “¿Se ha fijado qué bonito culo tengo?”
Una mañana de playa es como un baile en palacio. Y en el
casting de esa representación fastuosa, a mí me corresponde el papel de
Cenicienta: en tocando las campanadas de las doce (en el reló de la iglesia de
Poldemarx), el hechizo se rompe. Los domingos, antes incluso. A esa hora bajan por
la Riera o por la calle Consolat de Mar manadas de bañistas, unos que vienen a
pie del camping, otros que llevan tres cuartos de hora buscando aparcamiento, otros
más que han dormido hasta tarde y mordisquean aún el último cuerno del cruasán
industrial del desayuno. Aparecen con grandes flotadores, cestas de comida,
sillones plegables; enarbolan sombrillas puntiagudas como herrumbrosas lanzas.
Algunos incluso traen a brazo un transistor tamaño grande, aunque las tablets y
los galaxys están ya arrinconando a esa subespecie obsolescente.
Tanto verano, ya, tanto alarde de temperaturas. Con cierto
sentimiento de saturación, hacia las doce menos diez recojo mis sandalias y mi
toalla extendida al sol, guardo el aceite solar en la bolsa, me pongo una
gorrilla de los Chicago Bulls, y me vuelvo al apartamento. Carmen siempre se
queda un rato más, no mucho, el último chapuzón, mientras los recién venidos van
ocupando todos los huecos visibles en el margen.
PS.- Ahora mismo, cinco de la tarde, llueve en Poldemarx.