martes, 30 de septiembre de 2014

ESTAMOS (TODOS) EN UN LÍO


Ayer mencioné a los dinosaurios a propósito de la reestructuración de la banca. La banca española es un dinosaurio, pero no sólo ella; también lo es el Estado de las autonomías. Un dinosaurio incapaz de sobrevivir en el nuevo paradigma global. En este sentido es sintomático el conflicto catalán. Engaña a primera vista porque aparece revestido de mitologías, de esencias y de emociones. Desnudo de tanta parola, lo que subsiste es el agotamiento de un modelo y la incapacidad para seguir generando a partir de él riqueza, desarrollo y bienestar. «¡Madrid nos roba!», claman los catalanes. No es falso en absoluto. Los rescates multimillonarios de la banca o de las autopistas, a costa del presupuesto; el derroche suntuario de los aparatos de Estado, incluidos por ejemplo los sibaríticos fines de semana de un presidente del Tribunal Supremo en Benidorm; las grandes obras públicas pagadas al triple de su valor real, son todos ellos robos a gran escala. No sólo a los catalanes, de acuerdo, pero también a los catalanes. Quien roba no es, desde luego, el Madrid de las Vistillas, de Embajadores y de la Cava; pero también es cierto que todos los aparatos del Estado están radicados entre la plaza de Castilla y el paseo de las Delicias, en un alarde de centralismo total que genera una línea roja de separación muy marcada entre la Capital y las Provincias. En cierta ocasión se decidió ubicar una agencia estatal, una sola, en Barcelona, como un primer paso hacia una futura descentralización, y los funcionarios afectados protestaron de forma tan ruidosa como si se les enviara al exilio.

El gran pacto constitucional de 1978 dibujó un paisaje de autonomía para nacionalidades y regiones; hubo previsiones de futuro delicadas, como la creación de un Senado destinado a ser la futura cámara autonómica. La ley fundamental se consideró a sí misma como algo en evolución, in progress, y la configuración misma de las autonomías se dejó a la expresión de la voluntad de los ciudadanos a través de referendos. Toda aquella arquitectura se congeló de pronto, petrificada por la mirada de Gorgona del Poder, cuando el PSOE del compañero Felipe y el compañero Alfonso, esas dos almas gemelas jacobinas, alcanzó la mayoría absoluta. Ellos decidieron que «lo que funciona no se toca» y «quien se mueve no sale en la foto». Desde entonces tenemos centralismo a palo seco, o casi, y reparto no del todo equitativo de los beneficios. Las autonomías se han quedado canijas porque se impidió que alcanzaran el desarrollo normal previsto para ellas. La norma federal nunca ha llegado a regir. Y cuando lo que funcionaba dejó de funcionar por el desgaste de años y de escándalos sucesivos, ya era demasiado tarde para corregir el rumbo. El Estado-nación se había replegado y acomodado sobre sí mismo, ya no miraba hacia fuera sino su propio ombligo. Ahora quienes se mueven, y lo hacen de forma espasmódica y casi desesperada, son los marginados de la función, es decir precisamente los que exigen aparecer por fin en una foto en la que desde años figuran invariablemente las mismas caras.

Esos son los parámetros en los que nos movemos. El paradigma productivo ha cambiado en los países industrializados; el capital se ha evadido de los controles estatales y está jugando en una división distinta, la de la aldea global. El Estado-nación se ha convertido en un dinosaurio que consume mucho, es improductivo, y ejerce de tapón ante cualquier movimiento susceptible de hacer variar las coordenadas del statu quo.

Ante sendos desafíos soberanistas (habrá más, ya lo verán), David Cameron ha sentido moverse el suelo bajo los pies y se ha dado prisa a rectificar su postura. Mariano Rajoy, no. Mariano ha seguido al pie de la letra el manual de estrategia del jugador de dominó en un casino de pueblo, y se ha limitado a impedir que le ahorcaran el seis doble. No se le puede culpar por ello, pero debería hacer alguna cosa más que trompetear: «¡Artur Mas se ha metido en un buen lío!»

Parafraseando a Monterroso, cuando Mariano despierte por fin, se dará cuenta de que el dinosaurio sigue ahí. O no, a saber. Quizás a un hombre de ideas tan rígidas y convencionales como es nuestro Mariano, sea pedirle demasiado que comprenda que en este lío estamos metidos todos. Y que conviene movernos antes de que el dinosaurio acabe por aplastarnos