Ayer mencioné a los dinosaurios a propósito de la
reestructuración de la banca. La banca española es un dinosaurio, pero no sólo
ella; también lo es el Estado de las autonomías. Un dinosaurio incapaz de
sobrevivir en el nuevo paradigma global. En este sentido es sintomático el
conflicto catalán. Engaña a primera vista porque aparece revestido de
mitologías, de esencias y de emociones. Desnudo de tanta parola, lo que
subsiste es el agotamiento de un modelo y la incapacidad para seguir generando
a partir de él riqueza, desarrollo y bienestar. «¡Madrid nos roba!», claman los
catalanes. No es falso en absoluto. Los rescates multimillonarios de la banca o
de las autopistas, a costa del presupuesto; el derroche suntuario de los
aparatos de Estado, incluidos por ejemplo los sibaríticos fines de semana de un
presidente del Tribunal Supremo en Benidorm; las grandes obras públicas pagadas
al triple de su valor real, son todos ellos robos a gran escala. No sólo a los
catalanes, de acuerdo, pero también a los catalanes. Quien roba no es, desde
luego, el Madrid de las Vistillas, de Embajadores y de la Cava ; pero también es cierto
que todos los aparatos del Estado están radicados entre la plaza de Castilla y
el paseo de las Delicias, en un alarde de centralismo total que genera una
línea roja de separación muy marcada entre la Capital y las Provincias.
En cierta ocasión se decidió ubicar una agencia estatal, una sola, en
Barcelona, como un primer paso hacia una futura descentralización, y los
funcionarios afectados protestaron de forma tan ruidosa como si se les enviara
al exilio.
El gran pacto constitucional de 1978 dibujó un paisaje de
autonomía para nacionalidades y regiones; hubo previsiones de futuro delicadas,
como la creación de un Senado destinado a ser la futura cámara autonómica. La
ley fundamental se consideró a sí misma como algo en evolución, in progress, y la
configuración misma de las autonomías se dejó a la expresión de la voluntad de
los ciudadanos a través de referendos. Toda aquella arquitectura se congeló de
pronto, petrificada por la mirada de Gorgona del Poder, cuando el PSOE del
compañero Felipe y el compañero Alfonso, esas dos almas gemelas jacobinas,
alcanzó la mayoría absoluta. Ellos decidieron que «lo que funciona no se toca»
y «quien se mueve no sale en la foto». Desde entonces tenemos centralismo a
palo seco, o casi, y reparto no del todo equitativo de los beneficios. Las
autonomías se han quedado canijas porque se impidió que alcanzaran el
desarrollo normal previsto para ellas. La norma federal nunca ha llegado a
regir. Y cuando lo que funcionaba dejó de funcionar por el desgaste de años y
de escándalos sucesivos, ya era demasiado tarde para corregir el rumbo. El
Estado-nación se había replegado y acomodado sobre sí mismo, ya no miraba hacia
fuera sino su propio ombligo. Ahora quienes se mueven, y lo hacen de forma
espasmódica y casi desesperada, son los marginados de la función, es decir
precisamente los que exigen aparecer por fin en una foto en la que desde años
figuran invariablemente las mismas caras.
Esos son los parámetros en los que nos movemos. El paradigma
productivo ha cambiado en los países industrializados; el capital se ha evadido
de los controles estatales y está jugando en una división distinta, la de la
aldea global. El Estado-nación se ha convertido en un dinosaurio que consume
mucho, es improductivo, y ejerce de tapón ante cualquier movimiento susceptible
de hacer variar las coordenadas del statu quo.
Ante sendos desafíos soberanistas (habrá más, ya lo verán),
David Cameron ha sentido moverse el suelo bajo los pies y se ha dado prisa a
rectificar su postura. Mariano Rajoy, no. Mariano ha seguido al pie de la letra
el manual de estrategia del jugador de dominó en un casino de pueblo, y se ha
limitado a impedir que le ahorcaran el seis doble. No se le puede culpar por
ello, pero debería hacer alguna cosa más que trompetear: «¡Artur Mas se ha
metido en un buen lío!»