jueves, 6 de octubre de 2022

EMERGIENDO DE LA GALAXIA DE GUTENBERG

 


Gutenberg y yo, en Estrasburgo. Hoy nadie levantaría un monumento al inventor de la imprenta; fue un radical empedernido que con su tozudería retrasó varios siglos la dorada posmodernidad posmoderada en la que medra nuestra afortunada oposición.

 

Mis dos nietos, ambos en la adolescencia, prefieren una peli de dibujos animados a otra con actores “de verdad” y provista de los correspondientes diálogos. Cosas como “Doce hombres sin piedad” les parecen un tostón; el problema es que para enterarse de lo que ocurre deben estar atentos a todas las réplicas, sin desfallecer. Y mantener una atención sostenida les cuesta.

No es que sean cortos de mollera, muy al contrario. A la tercera réplica del jurado número 4, ya te pueden dar el desenlace con un margen de error de más menos cero cinco. Entonces, el resto de la película les sobra por todos lados, como las mangas de los jerséis que nos tricotaba mi tía Magdalena.

En mi propia adolescencia, yo iba sin falta una vez a la semana a un cine de arte y ensayo, para reseguir toda esa serie de matices en las controversias larguísimas sobre la condición humana que nos colocaban Bergman, Losey o Antonioni. ¿Se han dado cuenta de que ninguno de los tres, ni otros de la misma escuela, aparecen ni por casualidad en la programación de ninguna cadena actual de televisión?

Mi teoría es que nos estamos saliendo de la Galaxia de Gutenberg. Estamos en el umbral de otra cosa. La gente ya no dialoga, si no hay una necesidad estricta. Tomemos, por ejemplo, la cuestión crucial del color del caballo blanco de Santiago. Si hay debate, no es para perderse en matices sutiles: “¡Es blanco con un par, jódete cabrón!”

Mi teoría, si mediante nuevos estudios consigo hacerla más firme y comprensiva, podría extenderse a los comportamientos electorales. Veo dos posibles vías de investigación. La primera, el hecho de que nos gustan los candidatos – de modo parecido a como les ocurre a mis nietos con el cine – en formato dibujos animados, con preferencia a las personas de bulto redondo. La segunda, la circunstancia de que aparezca en este tema el mismo aborrecimiento de los matices en favor de una simplificación llevada al extremo: buenos son solo los buenos; malos, los malos a rabiar. Los “radicales” se dedican a subir los impuestos para llenar traicioneramente la hucha de las pensiones, y los “moderados” hacen exactamente lo contrario. No acabamos nunca de saber quiénes lo hacen bien y quiénes mal, porque todo ocurre demasiado deprisa. En algún momento alguien, Liz Truss por poner un ejemplo, se da cuenta de que va al precipicio y da un viraje brusco. Los “moderados” se escandalizan de estas inconsecuencias: “¿Vamos a Rolex o vamos a precipicios, señora Truss?”

Estamos emergiendo de una galaxia, y nos hemos encallado en un rincón del espacio sin acabar de entrar en la galaxia siguiente. Disculpen las molestias, como advierten los letreros en las obras públicas callejeras.