Gutenberg
y yo, en Estrasburgo. Hoy nadie levantaría un monumento al inventor de la
imprenta; fue un radical empedernido que con su tozudería retrasó varios siglos
la dorada posmodernidad posmoderada en la que medra nuestra afortunada
oposición.
Mis dos nietos, ambos en la adolescencia, prefieren una
peli de dibujos animados a otra con actores “de verdad” y provista de los
correspondientes diálogos. Cosas como “Doce hombres sin piedad” les
parecen un tostón; el problema es que para enterarse de lo que ocurre deben
estar atentos a todas las réplicas, sin desfallecer. Y mantener una atención
sostenida les cuesta.
No es que sean cortos de mollera, muy al contrario. A la
tercera réplica del jurado número 4, ya te pueden dar el desenlace con un
margen de error de más menos cero cinco. Entonces, el resto de la película les
sobra por todos lados, como las mangas de los jerséis que nos tricotaba mi tía
Magdalena.
En mi propia adolescencia, yo iba sin falta una vez a la
semana a un cine de arte y ensayo, para reseguir toda esa serie de matices en las
controversias larguísimas sobre la condición humana que nos colocaban Bergman,
Losey o Antonioni. ¿Se han dado cuenta de que ninguno de los tres, ni otros de
la misma escuela, aparecen ni por casualidad en la programación de ninguna
cadena actual de televisión?
Mi teoría es que nos estamos saliendo de la Galaxia de
Gutenberg. Estamos en el umbral de otra cosa. La gente ya no dialoga, si no hay
una necesidad estricta. Tomemos, por ejemplo, la cuestión crucial del color del
caballo blanco de Santiago. Si hay debate, no es para perderse en matices
sutiles: “¡Es blanco con un par, jódete cabrón!”
Mi teoría, si mediante nuevos estudios consigo hacerla más
firme y comprensiva, podría extenderse a los comportamientos electorales. Veo
dos posibles vías de investigación. La primera, el hecho de que nos gustan los
candidatos – de modo parecido a como les ocurre a mis nietos con el cine
– en formato dibujos animados, con preferencia a las personas de bulto redondo.
La segunda, la circunstancia de que aparezca en este tema el mismo aborrecimiento
de los matices en favor de una simplificación llevada al extremo: buenos son
solo los buenos; malos, los malos a rabiar. Los “radicales” se dedican a subir
los impuestos para llenar traicioneramente la hucha de las pensiones, y los “moderados”
hacen exactamente lo contrario. No acabamos nunca de saber quiénes lo hacen
bien y quiénes mal, porque todo ocurre demasiado deprisa. En algún momento
alguien, Liz Truss por poner un ejemplo, se da cuenta de que va al
precipicio y da un viraje brusco. Los “moderados” se escandalizan de estas
inconsecuencias: “¿Vamos a Rolex o vamos a precipicios, señora Truss?”
Estamos emergiendo de una galaxia, y nos hemos encallado en
un rincón del espacio sin acabar de entrar en la galaxia siguiente. Disculpen
las molestias, como advierten los letreros en las obras públicas callejeras.