No tengo la referencia completa de la imagen que campea
sobre estas líneas. Por la aureola se trata de un santo; por la mitra, de un
obispo. Está escribiendo –y no copiando– en lo que parece un scriptorium de
algún monasterio grande. En los orificios practicados en la parte derecha del
atril, hay colocados dos cuernos con tinta. Tiene en una mano la pluma, y en la otra una regla para escribir con líneas derechas.
En los siglos oscuros, cuando toda la cultura acumulada
antes estuvo a punto de perecer, la regla de la orden benedictina salvó la
sabiduría de la Antigüedad para el futuro de la humanidad. Los monjes no debían
estar en ningún caso mano sobre mano, porque acechaba el demonio meridiano. «El
que no vuelva la tierra con el arado, tendrá que emplear los dedos en escribir
en los pergaminos», dejó dispuesto San Férreol (530-581).
Puede parecer un trabajo más cómodo que la labranza, pero
no lo era. La lectura era obligatoria según la regla, los libros (rollos de
pergamino o, con más frecuencia, códices) escaseaban, y peor aún, se
deterioraban con rapidez. Fue una lucha contra el tiempo y contra la
precariedad de los materiales. Los viejos textos desaparecían, roídos por la
humedad y comidos por los insectos. Era necesario recopiarlos una y otra vez, para
que pudieran subsistir. Un trabajo repetitivo, rutinario, fastidioso, que
exigía una concentración muy alta durante un tiempo muy largo. En el margen de la
última página de un manuscrito, un amanuense escribió: «Ya he acabado de
copiarlo todo. ¡Por Dios, dadme un trago!» Otro apunte al margen se rebela contra
la ordalía que le ha tocado en suerte: «La tinta está aguada, el pergamino es malo,
el texto difícil.»
Los amanuenses solían estar eximidos de la oración en común,
para aprovechar al máximo las horas de luz diurna. Por la noche no se
trabajaba: eran necesarias velas, y el pergamino es un material altamente
inflamable. Como ocurre en “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, muchas
bibliotecas perecieron en incendios, fortuitos o no.
El copista trabajaba con varias plumas, cortaplumas para
afilarlas, tinta, regla, una lezna para agujerear el pergamino y mantenerlo
tenso en el atril, y piedra pómez para suavizar la superficie o hacer
desaparecer manchas y borrones. Para los manuscritos “miniados” (ilustrados),
se necesitaban más instrumentos especiales.
He seguido en toda la descripción anterior el ensayo de Stephen
Greenblatt “El giro” (The swerve), Crítica 2012, traducción de Juan
Rabaseda y Teófilo de Lozoya. Termino con un párrafo de dicha obra (p. 41),
significativo del aprecio de que gozaban los buenos copistas: «En los códigos
de “wergeld”, en los que en los países germánicos e Irlanda se especificaba la
indemnización que había que pagar por un caso de asesinato –doscientos chelines
por matar a un aldeano, trescientos por un clérigo de rango inferior,
cuatrocientos si el clérigo estaba diciendo misa en el momento de la agresión,
etc.–, la muerte violenta de un amanuense era equiparada a la de un obispo o un
abad.»