El ejemplar del
poema filosófico De rerum natura, de
Tito Lucrecio Caro, que poseo es una edición bilingüe latín/catalán, impresa en
1928 por la Fundació Bernat Metge. El traductor fue el Dr. Joaquim Balcells,
profesor de la Universidad de Barcelona. Yo adquirí los dos volúmenes por 10
euros en una Feria del Libro Antiguo y de Ocasión.
El doctor Balcells
hizo un buen trabajo, a lo que puedo juzgar. No creo que haya habido malos
traductores de Lucrecio, el poema es tan exigente que solo pueden atreverse con
él personas de una gran formación y capacidad.
De entre las
traducciones históricas del libro, la más inverosímil fue la que compuso Lucy
Hutchinson, de soltera Apsley, en la Inglaterra del siglo XVII. Era una
dama puritana, esposa del coronel John Hutchinson, que fue uno de los firmantes
de la sentencia de muerte al rey Carlos I y sufrió por ello una larga prisión cuando
se restauró la monarquía. Lucy escribió una biografía de su marido, intentó
inútilmente pleitear por su libertad, y empleó muchas horas de su prolongada soledad
en una traducción en verso de la obra de Lucrecio, dedicada al conde de
Anglesey en 1675, y que no fue impresa hasta entrado el siglo XX.
¿Por qué tradujo la
puritana lady Hutchinson a Lucrecio? Declaraba odiar los principios
fundamentales de su obra y desear que desaparecieran de la faz de la tierra.
Afirmó que habría arrojado al fuego su trabajo «si por desgracia no se me
hubiera escapado de las manos una copia perdida». Es tan lícito creer su
explicación como pensar que filtró deliberadamente esa «copia perdida» para dar
a conocer al mundo una obra de la que se sentía justamente orgullosa y tranquilizar
al mismo tiempo los escrúpulos de su conciencia. Con todo, dejó de traducir
unos cientos de versos del Libro IV, los que se refieren al amor, con el
siguiente comentario: «Muchas cosas han quedado para que las traduzca una
comadrona, más en consonancia con su obsceno oficio que con una delicada
pluma.» (1)
¿Y qué dijo
Lucrecio del amor, que fue capaz de herir hasta ese punto la pluma delicada de
la dama? Traduzco a mi vez del catalán (el latín excede de mis capacidades) un
par de párrafos del citado Libro IV (versos 1037-1058, y 1074-1096).
«La simiente de la que acabamos de hablar se agita
en nosotros cuando la edad adulta empieza a fortalecer nuestros órganos. Y como
cada cosa es conmovida y solicitada por una causa particular, únicamente la
atracción de un ser humano pone en movimiento la simiente humana en el interior
del hombre. La cual, apenas es emitida desde sus bases, se retira del conjunto
del cuerpo a través de miembros y órganos, se concentra en ciertos nervios y se
activa precisamente en las partes genitales. Estas partes, irritadas, se
hinchan de simiente, lo que genera la voluntad de esparcirla allá donde se
afana el cruel deseo y el cuerpo busca aquello a través de lo cual el alma ha
sido herida por el amor. Porque todos, el hecho es conocido, caemos del lado en
el que hemos sido heridos, y la sangre mana en la dirección de la que llegó el
golpe recibido, y, si se encuentra al alcance del brazo, el rojo líquido empapa
al enemigo. Lo mismo ocurre a quien recibe los golpes de las saetas de Venus,
tanto si el flechador es un efebo de miembros femeniles como si es una mujer
que nos lanza el amor desde todo su cuerpo: hacia allá de donde viene la
herida, hacia allá mismo se dirige el deseo, y ansía unírsele y lanzarle dentro
del cuerpo el humor que brota del suyo; porque el mudo deseo le presenta un
presagio de voluptuosidad.»
[…]
«Quien evita el amor no está falto de los placeres
de Venus; por el contrario, goza de sus ventajas sin padecer la pena. Porque es
seguro que experimentan un placer más puro quienes conservan sano su cuerpo,
que no los malheridos. En realidad, en el momento de la posesión el ardor del
amante fluctúa en vagabundeos inciertos, no sabe si gozar antes con los ojos o
con las manos, duda de lo que busca, abraza con violencia, hace daño y con
frecuencia clava los dientes en los labios gentiles o los aplasta con besos. Todo
porque el placer no es puro, y por debajo siente unos aguijones que lo instigan
a herir el objeto, cualquiera que sea, que ha provocado la llaga furiosa que lo
aflige. Venus, sin embargo, interviene entonces en el amor, y la suave
voluptuosidad interfiere y refrena los mordiscos, porque el amor suscita la
esperanza de que el mismo cuerpo que está en el origen del ardor, podrá también
apagar la llama. Ocurre lo contrario, la naturaleza se opone en absoluto a que
tal cosa suceda. Es el único caso en el que, cuanto más poseemos, más arde
nuestro corazón en un cruel deseo. La comida y la bebida penetran en nuestro
organismo; y como pueden ocupar en él unos lugares fijos, resulta fácil
satisfacer el deseo de beber y de comer. Pero de un rostro humano con un color
y una forma hermosos, nada penetra en nuestro cuerpo de lo que podamos gozar,
sino tan solo unos simulacros tenues: mísera esperanza, a menudo arrastrada por
el viento.»
Si se piensa en el
enclaustramiento de la dama, suspirando por la ausencia de un marido en prisión
y provista de recios principios religiosos que la privaban de otras
satisfacciones vicarias, es comprensible que se le hiciera insoportable
traducir tales razonamientos.
(1) Citado en
Stephen Greenblatt, El giro. Crítica
2014, pág. 221.