Al releer el post
de ayer me doy cuenta de que las palabras me han empujado más allá de lo que
era mi intención. No pretendía terciar en favor de una de las partes en una
polémica cuyos datos me son desconocidos en gran medida; ni convertir a Tania Sánchez Melero en la heroína de un cuento de
hadas. Me dejé llevar por algunas simetrías entre situaciones no homologables,
e hice funcionar un juego de espejos. Lo menos que puede decirse de los juegos
de espejos es que engendran espejismos.
Quiero entonces
aclarar y acotar el mensaje que inspiraba mi entrega de ayer. Su fundamento es
esa propuesta de una izquierda social, que viene avalada desde Italia por Maurizio Landini. Repito su formulación básica: frente
a una izquierda tradicional que se guía por la lógica del poder, la izquierda
social se orienta hacia la participación.
En una versión muy
simplificada y reduccionista de esa concepción, lo que se viene a decir es que
ha decaído en el terreno de la transformación social la idea del partido-guía, sustituida
por el compromiso solidario de la gente, de mucha gente. Gente que, como he
dejado escrito en otra ocasión, se siente humillada, ofendida y abusada por el
poder. Y en ese poder han tenido una cuota de participación pequeña pero
significativa también las izquierdas clásicas. En ese sentido debe entenderse
la afirmación algo aventurera de que ya no importa (tanto) la división entre la
izquierda y la derecha como entre el arriba y el abajo.
Otro reduccionismo,
seguramente abusivo, es confundir ese magma de descontento y de rebeldía con el
experimento político Podemos. Desde la dirigencia de Podemos se está conectando
de maravilla hasta el momento con el movimiento de fondo, pero no es improbable
que esa identificación tenga fecha de caducidad, próxima o lejana. Otras
formaciones de la izquierda podrían intentar lo mismo. Lo grave es que en lugar
de hacerlo han omitido en sus programas y en su práctica de años recientes la
atención que merecía la gente, y han peleado en cambio por asientos en las
instituciones con la intención de cambiar las cosas desde arriba. A ese pecado antiguo
corresponde una penitencia actual cuantificable en intención de voto.
Cuando se exige
«programa, programa, programa» a los compañeros de Podemos, se recae en el mismo
error. El programa, por más que esté refrendado por las agrupaciones, los
círculos o las asambleas, no es en definitiva más que un elemento de orientación,
un mapa del país de Nunca Jamás. Ningún programa político se ha plasmado nunca
en la realidad tal como fue concebido. Será la participación masiva, el centro
de gravedad muy a ras de tierra, lo que permitirá avanzar por un terreno
fragoso y sembrado de minas. Si mientras tanto se producen errores, malos
entendidos, conflictos entre las fuerzas de progreso, lo más conveniente será,
entiendo yo, recomponer las complicidades y reforzar las sinergias, en lugar de
entretenerse en discutir de quién fue la culpa.