(Para una posible secuela de “La corte de los milagros”)
Gran revuelo en el
patio de Monipodio cuando la gitana María de la O empezó a dar gritos como si
la degollaran. A su lado Maese Montera, picador de oficio y proxeneta en sus
ratos libres, gesticulaba ardoroso y se perfilaba en desplantes pintureros
imitados de Arruza:
“¡De rositas quería
irse el gachó, pero va a ser que no! ¡A ese payo le tengo yo calzados los
puntos!”
Se arrimaron alrededor
de la pareja los circunstantes, saliendo a desgana del abrigo de los soportales
bajo los que se habían acurrucado porque el biruji era de pronóstico.
“Qué ocurre”,
impuso el Augusto su serena autoridad.
“¡El cabra del Monedero
no paga los supuestos!”, voceó la gitana la infamia con arrebato, toda
temperamento.
“Los impuestos, O,
los impuestos”, la corrigió el Augusto, siempre meticuloso con la prosodia.
“Y qué, vaya
novedad”, pidió lumbre desdeñoso el Trapazas. María de la O se engalló entonces
con él.
“¿Ah, sí? ¿Cómo se
pagarían entonces la sanidad, la educación y los servicios si todos hiciéramos
lo mismo?”. Hizo un puchero. Asomaron a su rostro lágrimas de indignación. El
rímel se le empezaba a pegotear debajo de los ojos. La sofoquina era tan grande
que el Maese le dio aire con el castoreño.
A su alrededor se
había hecho un silencio de consternación y de asombro.
“¿Tú pagas impuestos?”, preguntó incrédula la Esmeralda desde el borde
exterior del corro.
“Religiosamente”,
aseveró María de la O con un hipo. Esmeralda insistió:
“¿Por el A, el B y
el C?”
“No, por el A solo.
Otra cosa sería exagerar”, replicó la gitana, más calmada.
“Y que lo digas”,
abundó el Augusto, didáctico. “Sería un despropósito. En la cosa del B teníamos
nosotros en tiempos un tesorero, el Trilero por mal nombre. Un desaprensivo que
se lucró indebidamente de nuestros honestos esfuerzos. Si cotizáramos al erario
por lo suyo, le estaríamos haciendo el caldo gordo.”
“Un cargo de
conciencia”, remachó Maese Montera con grandes cabezazos de asentimiento.
“¿Y aquel asunto de
la remodelación de las oficinas?”, apuntó la Esmeralda con un deje de sorna,
mientras se limaba las uñas.
“Nada que ver”,
sentenció el Augusto y la atravesó con una mirada de mal café. “Para nada. La
culpa fue toda de los arquitectos. Y como me sigas hurgando en la horcajadura
con las manos frías, Esmeralda, te advierto por éstas que cualquier día te has
de ver en la puta calle, compuesta y sin alcaldía in péctore.”
“No, si yo nada más
preguntaba”, se encogió de hombros la falsa rubia, y aceleró el ritmo de la
lima de uñas.
“¡Queo!”, llamó la
atención a todos el tiralevitas que aguaitaba recostado en la esquina del
patio. “Por ahí llega la siriza.”
“No mientes la
bicha”, se santiguó muchas veces la Lola de las Coplas, que era supersticiosa.
Se acercaban dos
alguaciles de la Audiencia con sus espadines reglamentarios al cinto. Se
disolvió al instante el corro, y el Augusto se dirigió a los recién llegados
obsequioso, para ofrecerles unos pitos de tabaco de contrabando. Siempre es
buena política el trato deferente con el poder judicial, según el principio
consagrado del hoy por ti mañana por mí.