viernes, 6 de febrero de 2015

ENTREMÉS FAMOSO DE LAS CUENTAS DEL MONEDERO


(Para una posible secuela de “La corte de los milagros”)

 

Gran revuelo en el patio de Monipodio cuando la gitana María de la O empezó a dar gritos como si la degollaran. A su lado Maese Montera, picador de oficio y proxeneta en sus ratos libres, gesticulaba ardoroso y se perfilaba en desplantes pintureros imitados de Arruza:
“¡De rositas quería irse el gachó, pero va a ser que no! ¡A ese payo le tengo yo calzados los puntos!”
Se arrimaron alrededor de la pareja los circunstantes, saliendo a desgana del abrigo de los soportales bajo los que se habían acurrucado porque el biruji era de pronóstico.
“Qué ocurre”, impuso el Augusto su serena autoridad.
“¡El cabra del Monedero no paga los supuestos!”, voceó la gitana la infamia con arrebato, toda temperamento.
“Los impuestos, O, los impuestos”, la corrigió el Augusto, siempre meticuloso con la prosodia.
“Y qué, vaya novedad”, pidió lumbre desdeñoso el Trapazas. María de la O se engalló entonces con él.
“¿Ah, sí? ¿Cómo se pagarían entonces la sanidad, la educación y los servicios si todos hiciéramos lo mismo?”. Hizo un puchero. Asomaron a su rostro lágrimas de indignación. El rímel se le empezaba a pegotear debajo de los ojos. La sofoquina era tan grande que el Maese le dio aire con el castoreño.
A su alrededor se había hecho un silencio de consternación y de asombro.
“¿Tú pagas impuestos?”, preguntó incrédula la Esmeralda desde el borde exterior del corro.
“Religiosamente”, aseveró María de la O con un hipo. Esmeralda insistió:
“¿Por el A, el B y el C?”
“No, por el A solo. Otra cosa sería exagerar”, replicó la gitana, más calmada.
“Y que lo digas”, abundó el Augusto, didáctico. “Sería un despropósito. En la cosa del B teníamos nosotros en tiempos un tesorero, el Trilero por mal nombre. Un desaprensivo que se lucró indebidamente de nuestros honestos esfuerzos. Si cotizáramos al erario por lo suyo, le estaríamos haciendo el caldo gordo.”
“Un cargo de conciencia”, remachó Maese Montera con grandes cabezazos de asentimiento.
“¿Y aquel asunto de la remodelación de las oficinas?”, apuntó la Esmeralda con un deje de sorna, mientras se limaba las uñas.
“Nada que ver”, sentenció el Augusto y la atravesó con una mirada de mal café. “Para nada. La culpa fue toda de los arquitectos. Y como me sigas hurgando en la horcajadura con las manos frías, Esmeralda, te advierto por éstas que cualquier día te has de ver en la puta calle, compuesta y sin alcaldía in péctore.”
“No, si yo nada más preguntaba”, se encogió de hombros la falsa rubia, y aceleró el ritmo de la lima de uñas.
“¡Queo!”, llamó la atención a todos el tiralevitas que aguaitaba recostado en la esquina del patio. “Por ahí llega la siriza.”
“No mientes la bicha”, se santiguó muchas veces la Lola de las Coplas, que era supersticiosa.
Se acercaban dos alguaciles de la Audiencia con sus espadines reglamentarios al cinto. Se disolvió al instante el corro, y el Augusto se dirigió a los recién llegados obsequioso, para ofrecerles unos pitos de tabaco de contrabando. Siempre es buena política el trato deferente con el poder judicial, según el principio consagrado del hoy por ti mañana por mí.