Hay indicios serios
de que el gobierno del Partido Popular ha perdido el oremus. En varios terrenos,
pero en particular en el de la justicia. Quizás impulsado por las encuestas que
anuncian que la mayoría absoluta se le va por el desagüe y no regresará tal vez
en décadas, ha optado por liarse la manta a la cabeza y hacer de su capa un
sayo rebus sic stantibus, lo que en
Román paladino quiere decir mientras pueda. Llegará sin duda el momento de rendir
cuentas al país y a las diferentes instituciones internacionales acreditadas, porque
el cartero siempre llama dos veces; pero de momento el jefe de la panda y sus
acólitos se agitan en el delirio de la irresponsabilidad absoluta.
Hace tiempo ha
decaído en el país el principio de la justicia universal. Se ha decidido no
extraditar a Billy el Niño ni a otros ciudadanos (Utrera, Martín Villa)
acusados más allá de nuestras fronteras de crímenes contra la humanidad
perpetrados aquí. Oídos sordos a las reclamaciones. La ONU ha resuelto que
procede indemnizar a una mujer cuya hija fue asesinada por un maltratador al
que la justicia había concedido la tutela de la niña a pesar de una veintena de
denuncias de la madre. No solo se hizo caso omiso de las denuncias, sino que no
se movió un dedo para proteger a la menor. Sin embargo, el gobierno estima que
no tiene por qué asumir las consecuencias de algo que ocurrió bajo un gobierno
anterior.
No es la misma
posición que adopta ese mismo gobierno cuando conmina a los colegas griegos de
Syriza a respetar escrupulosamente los compromisos firmados por el gabinete
que le precedió. ¿En qué quedamos? ¿Somos o no somos? ¿Acaso el PP considera que
existen dos derechos internacionales, dos interpretaciones diferentes de las
leyes y de los tratados, sujetas al superior “derecho natural” de la ley del
embudo?
En la misma línea
de irresponsabilidad se alinean las leyes groseramente interconectadas de la
reforma laboral y de la reforma penal antiterrorista, más los parches que ahora
se anuncian para remendar la vieja ley del aborto y la de la administración de
la justicia, después del fiasco de la reforma estrella del ministerio
Gallardón. Leyes incoherentes, chapuceras, susceptibles de interpretaciones
restrictivas o amplias por la jurisprudencia, en función de los intereses creados en el
caso concreto; leyes sin trasfondo ordenador de la convivencia ni más intención
que la de sobrenadar a toda costa a las malas expectativas electorales.
Y como guinda de
semejante comistrajo, el Consejo General del Poder Judicial decide suspender
durante tres años al juez Vidal por haber redactado un proyecto de constitución
para una hipotética Catalunya independiente. Se diría que aun tenemos que
agradecer al CGPJ que no haya expulsado al juez de la carrera. Como si un
disparate de menor cuantía excusara de no haber cometido otro más gordo. Como
si la decisión de castigar con una pena templada, en lugar de otra más
drástica, algo que no es delito ni falta siquiera, no revistiera por esa razón la
misma gravedad, la gravedad insufrible que deriva siempre de una arbitrariedad cometida por quien tiene obligación de ser imparcial en su interpretación de la ley. Tenemos, al parecer, un poder
judicial que no valora ni su independencia ni su coherencia interna, o que
subordina ambas a la sintonía adecuada con el gobierno.
Pero la degradación
de la justicia en un Estado sedicentemente democrático es una catástrofe que va
mucho más allá de la vida y la muerte previsible de un gobierno determinado.
Costará muchos años y muchos esfuerzos remontar las consecuencias directas y
las secuelas indirectas de todas estas decisiones insensatas del gobierno vigente
y de sus franquicias.